Me disponía a volver al coche cuando oí a mis espaldas un ruido en la grava y una voz familiar que me dijo:
– Mal tiempo para los pájaros. Deberías estar acurrucado en tu nido. -Acompañó a la voz el chasquido del percutor de una pistola.
Levanté poco a poco las manos y, al volverme, vi a Mififlin, el matón de labio leporino al servicio de Tony Celli, que esbozó unas de sus torcidas sonrisas. Sujetaba firmemente la culata redondeada de una Ruger Speed Six con su mano pequeña y regordeta.
– Tengo una sensación de déjà vu -comenté-. En adelante aparcaré en otro sitio.
– Me parece que tus problemas de aparcamiento están a punto de resolverse. Para siempre. ¿Qué tal la cabeza? -Preguntó sin dejar de sonreír.
– Aún me molesta un poco. Espero que a ti no te haya dolido mucho el pie.
– Llevo unas suelas diseñadas para absorber impactos. No noté nada.
Estaba cerca de mí, quizás a poco más de dos metros. No sabía de dónde había salido; tal vez me esperaba en la oscuridad detrás de One India desde el principio, o me había seguido hasta el lugar de encuentro, pero no me explicaba cómo se había enterado. A mis espaldas, la lluvia golpeaba el agua con estridencia.
Mifflin señaló con la barbilla en dirección al aparcamiento.
– Veo que has arreglado el Mustang.
– A veces hay accidentes. Por eso pago un seguro.
– Tendrías que haberte ahorrado el dinero, haberlo gastado en mujeres. Ya no vas a necesitar coche a menos que en el infierno organicen carreras suicidas.
Levantó el arma y tensó el dedo en el gatillo.
– Me juego algo a que esto no lo cubre tu seguro.
– Y yo me juego lo que quieras a que sí -contesté al mismo tiempo que Louis aparecía de detrás del edifico rojo de oficinas y agarraba con firmeza el brazo con que Mifflin empuñaba el arma mientras yo me apartaba rápidamente a la izquierda. Con la mano derecha, Louis hundió el cañón de una SIG en la blanda papada del aspirante a asesino.
– Con mucha delicadeza -dijo Louis-. No me gustaría que eso se disparara, no vaya a ser que alguien se asuste y le pegue un tiro en la gorda papada a uno que yo me sé.
Mifflin retiró con cuidado el dedo de la guarda y, muy despacio, bajó el percutor. Ángel apareció junto a Louis y le quitó la Ruger de la mano al pistolero.
– Hola, guapo -dijo apuntando el arma a la cabeza de Mifflin-. Una pistola muy grande para un tipo tan pequeño.
Mifflin permaneció en silencio cuando Louis le retiró la SIG de al lado de la boca y se la guardó en el bolsillo de su abrigo oscuro sin soltarle el brazo. De pronto, Louis realizó un rápido movimiento y se oyó un agudo chasquido al romperse el brazo derecho de Mifflin por el codo; luego le golpeó la cabeza dos veces contra la pared del edificio. El pistolero se desplomó en el suelo. Ángel desapareció y regresó al cabo de un minuto al volante del Mercury. Abrió el maletero desde dentro y Louis lanzó a Mifflin boca abajo al interior. Después seguimos al coche, que Ángel condujo hasta el extremo del aparcamiento de Island, cerca de una brecha en la valla que daba al muelle. Cuando nos detuvimos, Louis sacó el cuerpo de Mifflin del maletero, lo arrastró hasta el borde del muelle y lo lanzó al mar. Cayó estrepitosamente al agua, pero el ruido enseguida quedó ahogado por el sonido uniforme de la lluvia.
Creo que Louis me habría considerado una persona débil si le hubiera dicho que lamentaba la muerte de Mifflin. Sin duda, el hecho de que se dispusiera a matarme revelaba que Tony Celli había descartado ya mi limitada utilidad. Si lo hubiéramos dejado vivo, habría vuelto a intentarlo, y seguramente con refuerzos. Pero la irrevocabilidad del ruido del cuerpo al caer al agua me produjo una sensación de hastío.
– Había dejado el coche aparcado a una manzana -dijo Ángel-. Hemos encontrado esto en el suelo.
En la mano tenía un receptor VHF portátil de tres canales, de unos doce centímetros de largo por cuatro de ancho, diseñado para conectarse a la batería de un coche. Si había un receptor, tenía que haber un transmisor.
– Han puesto micrófonos en la casa -dije-. Quizá cuando fui a ver a Celli. Por eso no me mataron; tendría que haberlo imaginado.
Ángel hizo un gesto de indiferencia y lanzó el receptor al mar.
– Si él estaba aquí, sus amigos ya van de camino al complejo -dijo.
A mi izquierda, Ford Street discurría sinuosamente hacia el norte, paralela al puerto, y a lo lejos veía los contornos de los edificios de la Portland Company.
– Seguiremos la vía del tren y entraremos por el lado del puerto -indiqué.
Desenfundé la pistola y retiré el seguro, pero Louis me tocó el hombro y se sacó del bolsillo derecho del abrigo una Colt modelo Government 380. Del bolsillo interior extrajo un silenciador y lo acopló.
– Si usas tu Smith & Wesson y cae alguien, el rastro los llevará hasta ti -dijo-. Utiliza ésta y luego nos desprenderemos de ella. Además, será mucho más silenciosa.
Como no era de extrañar, Louis conocía las herramientas de su oficio: las semiautomáticas provistas de recámara para munición subsónica son prácticamente las únicas pistolas que funcionan de manera eficaz con silenciador. Si la gente de Hertz supiera la clase de equipaje que Louis llevaba en su coche, habrían sufrido un ataque colectivo de epilepsia.
Louis entregó su SIG a Ángel, se sacó otra Colt 380 del bolsillo izquierdo y le ajustó también un silenciador. Su manera de actuar debería haberme alertado sobre lo que ocurriría más tarde -ni siquiera Louis llevaba «por casualidad» un par de armas con silenciador-, pero estaba tan preocupado por Billy Purdue que no pensé demasiado en ello.
Louis y yo nos pusimos en marcha por la vía seguidos de Ángel. Había raíles rojos por el óxido en olvidadas pilas, y al lado se veían traviesas picadas y nudosas y con la madera casi negra en algunos sitios. Más allá de los depósitos de mercancías, donde se sucedían bolas de demolición y soportes de hormigón sangraban herrumbre de las entrañas, montones de madera se mecían con la marea como restos de un bosque primigenio.
El complejo de la Portland Company se encontraba frente al puerto deportivo. Indicaba la entrada el convoy de Sandy River Railroad utilizado para llevar a los turistas, con el vagón rojo del jefe de tren y el resto de los coches verdes ahora en silencio. En otro tiempo, cuando la Portland Company construía motores y locomotoras de vapor, el complejo abastecía a los ferrocarriles, pero cerró en los años setenta y los edificios se rehabilitaron como centro de negocios. Dentro del recinto, a la entrada del Museo del Ferrocarril de Vía Estrecha, había un vieja máquina de vapor negra con la chimenea restaurada. El edificio, como todos los del complejo, era de obra vista; en la parte más alta tenía hasta una tercera planta, y por detrás estaba comunicado mediante una pasarela cerrada con una empresa de máquinas herramientas instalada en una estructura similar pero de mayor tamaño. A la izquierda del museo se hallaba el edificio alargado donde, me parecía recordar, se ofrecía algún tipo servicio para yates y un segundo edificio de características semejantes utilizado por un fabricante de fibra de vidrio.