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Vuelvo la vista atrás y me veo tal como era hace muchos años, congelado en tiempos pretéritos como una figura en sucesivas viñetas. Me veo de niño esperando a mi padre cuando regresaba de su dura jornada en la ciudad, su uniforme de policía ahora guardado, una bolsa de deporte negra en la mano izquierda, su silueta en otro tiempo musculosa ya un poco gruesa, su cabello más gris que antes, sus ojos algo más cansados. Corro hacia él y me levanta, me sienta en la sangría del brazo derecho y cierra los dedos con delicadeza en torno a mi muslo, me asombra la fuerza que tiene, los músculos compactos de su hombro, el bíceps tenso y duro. Deseo ser como él, emular sus logros y esculpir mi cuerpo a su semejanza. Y cuando él empieza a desmoronarse, cuando su cuerpo se revela como el imperfecto caparazón de una mente frágil, también yo empiezo a romperme en pedazos.

Me veo como un niño mayor, de pie ante la tumba de mi padre, sin más compañía que un puñado de policías altos y erguidos, de modo que también yo he de mantenerme alto y erguido. Éstos son sus amigos más íntimos, los que no se han avergonzado de venir. No es un lugar donde muchos deseen ser vistos: en la ciudad se tienen malos presentimientos en cuanto a lo que ha ocurrido, y sólo unos pocos incondicionales están dispuestos a dejar que su reputación quede fijada bajo el resplandor del flash de un reportero.

Veo a mi madre a la derecha, encogida de dolor. Su marido -el hombre a quien ha amado durante tanto tiempo- se ha ido, y se ha llevado consigo la realidad de él como hombre amable, padre de familia capaz de levantar a su hijo en volandas como una hoja en el viento. En lugar de eso, se le recordará siempre como un asesino y un suicida. Ha matado a dos jóvenes, un chico y una chica, ambos desarmados, por razones que nadie explicará jamás claramente, por razones que se escondían tras esos ojos cansados. Lo habían provocado, aquel matón en plena transición de los tribunales de menores a los tribunales de adultos y su novia de clase media, bajo cuyas arregladas uñas se acumula la suciedad del chico; y los había matado a los dos, había visto en ellos algo más allá de lo que eran, más allá incluso de aquello en lo que podían llegar a convertirse. Después se metió el cañón del arma en la boca y apretó el gatillo.

Me veo de joven, de pie ante otra tumba, mirando mientras descienden a mi madre. A mi lado está el viejo, mi abuelo. Hemos viajado para el funeral desde Scarborough, Maine -el lugar al que huí tras la muerte de mi padre, el lugar donde nació mi madre-, a fin de que mi madre pueda ser enterrada junto a mi padre, como deseó siempre, porque nunca dejó de amarlo. Alrededor se han congregado hombres y mujeres de edad avanzada. Yo soy la persona más joven.

Veo las nevadas en invierno. Veo al viejo cada vez mayor. Abandono Scarborough. Entro en el cuerpo de policía, como mi padre. Hay un legado que reconocer, y no faltaré a él. Cuando muere mi abuelo, regreso a Scarborough y yo mismo lleno la fosa, echando con cuidado palada tras palada de tierra sobre el ataúd de pino. Luce el sol de la mañana sobre el cementerio, y huelo el salitre en el aire, que me llega desde las marismas al este y al oeste. Cerca, un reyezuelo oro persigue moscardas, unos inmundos bichos grises que actúan como parásitos de las lombrices poniendo sus huevos en ellas y buscan refugio durante el invierno en los resquicios y grietas de las casas. En el cielo, los primeros gansos canadienses vuelan hacia el sur con la llegada del invierno, y un par de cuervos los flanquean como cazas negros escoltando una escuadra de bombarderos.

Y mientras desaparece el último trozo de madera, oigo las voces de los niños procedentes de la guardería de Lil Folks Farm, contigua al cementerio, bulliciosos y alegres en sus juegos, y no puedo evitar sonreír, ya que el viejo también habría sonreído.

Y luego hay una tumba más, una serie de oraciones más leídas de un libro ajado, y ésta hace añicos mi mundo. Descienden dos cuerpos para reposar juntos, tal como yo solía encontrarlas descansando una al lado de la otra cuando regresaba por la noche a nuestra casa de Brooklyn, mi hija de tres años durmiendo plácidamente pegada a su madre, doblada como un cuarto creciente. En un instante dejé de ser marido. Dejé de ser padre. Había sido incapaz de protegerlas, y ellas habían sufrido el castigo por mis defectos.

Todas estas imágenes, todos estos recuerdos, como los eslabones forjados de una cadena, se adentran en la oscuridad. Debería apartarlos de mí, pero no es tan fácil negar el pasado. Las cosas que dejamos sin acabar, las cosas que no llegamos a decir, todas, a la postre, vuelven para atormentarnos.

Ya que éste es el mundo, y el eco de los mundos.

1

La navaja de Billy Purdue se hundió un poco más en mi mejilla y un hilo de sangre me recorrió la cara. Me tenía apresado contra la pared con su cuerpo, me inmovilizaba los hombros con los codos y mantenía las piernas tensas y pegadas a las mías para protegerse la entrepierna. Cerró más los dedos alrededor de mi cuello, y pensé: «Billy Purdue. Tendría que haber sabido con quién trataba…».

Billy Purdue era pobre, pobre y peligroso, a lo que, por si fuera poco, se añadía cierto resentimiento y frustración. En él la amenaza de violencia era siempre inminente. En torno a él flotaba como una nube, que ofuscaba su juicio e influía en las acciones de los demás, de modo que cuando entraba en un bar y tomaba una copa o alcanzaba un taco de billar para jugar una partida, tarde o temprano empezaban los problemas. Billy Purdue no necesitaba buscar pelea. La pelea lo buscaba a él.

Parecía que sucedía como por contagio, tanto era así que, aun si el propio Billy conseguía evitar el conflicto -por lo general él no lo perseguía, pero cuando lo encontraba rara vez lo rehuía-, uno podía apostar diez contra cinco a que el nivel de testosterona aumentaría en el bar lo suficiente como para inducir a cualquier otra persona a plantearse la posibilidad de iniciar un altercado. Billy Purdue habría provocado una pelea en un cónclave cardenalicio con sólo echar un vistazo al interior de la sala. Se lo mirara por donde se lo mirase, la presencia de Billy Purdue nunca auguraba nada bueno.

Hasta la fecha no había matado a nadie y nadie había logrado matarlo a él. Cuanto más se prolonga una situación así, mayores son las probabilidades de que acabe mal, y Billy Purdue era un mal principio en espera de un final peor. Algunos lo describían como un accidente que se estuviera incubando, como la larga y lenta muerte de una estrella. El suyo era un imparable descenso hacia la vorágine.

Yo no sabía gran cosa acerca del pasado de Billy Purdue, no por aquel entonces. Sabía que siempre andaba metido en líos con la policía. Tenía unos antecedentes penales que parecían un catálogo de delitos menores: desde causar alborotos en el colegio y pequeños hurtos hasta conducir bajo los efectos del alcohol, pasando por la venta de objetos robados, agresión, allanamiento de morada, alteración del orden público, impago de pensión alimenticia… La lista era interminable. Al ser huérfano, había pasado por sucesivas familias de acogida en su infancia, y en ninguna se lo quedaban más tiempo del que sus nuevos padres tardaban en descubrir que causaba tantos problemas que el dinero de los servicios sociales no compensaba. Así son algunas familias de acogida: ven a los niños como un negocio, como ganado o pollos, hasta que se dan cuenta de que si un pollo se pone inaguantable se le puede cortar la cabeza y guisarlo para la comida del domingo. Con un delincuente infantil, en cambio, las opciones se reducen. Hubo pruebas de negligencia por parte de muchos de los padres de acogida de Billy Purdue, y sospechas de malos tratos graves en los dos últimos casos como mínimo.