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– Son mala gente, Bird -afirmó Ángel-. Estos tipos son lo peor de lo peor. No permitas que se interpongan entre nosotros.

Negué con la cabeza.

– Tendríais que habérmelo dicho, así de sencillo. Tendríais que haber confiado en mí.

Esta vez habló Louis.

– Tienes razón. La decisión fue mía y me equivoqué.

Plantado delante de mí, esperó una respuesta, y yo entendí por qué me lo había ocultado. Al fin y al cabo, yo era un ex policía con amigos policías. Quizás a Louis aún le quedaba alguna duda. Yo le había salvado la vida a Ángel cuando estaba en la cárcel, y ellos, en respuesta, habían permanecido a mi lado cuando Jennifer y Susan fueron asesinadas, habían puesto en peligro sus vidas mientras yo perseguía al asesino de mi mujer y de mi hija y a los asesinos de otros, y no me habían pedido nada a cambio. No tenía razón alguna para dudar de ellos; en su caso, por el contrario, tratándose de un allanador de moradas y un asesino a sueldo, sí se justificaba que recelasen de mí.

– Lo entiendo -dije por fin.

Louis asintió una sola vez con la cabeza, pero con ese gesto y la expresión de sus ojos dijo todo lo que había que decir.

– Vamos -propuse-. Es hora de encontrar a Billy Purdue.

Y cuando nos encaminamos hacia el edificio vacío bajo la intensa lluvia, eché un último vistazo al cuerpo de Abel y me estremecí. Su silueta encogida y el cadáver de Berendt en el museo del ferrocarril eran un mudo testimonio de que la figura achaparrada y grotesca de Stritch no andaba lejos.

Había dos coches aparcados más adelante en Fore Street, frente a una urbanización nueva de casas de madera gris parcialmente revestidas de ladrillo rojo. La oscuridad era tal que resultaba imposible saber si había alguien dentro de los vehículos. Cuando llegamos a la puerta principal del edificio desocupado nos encontramos con que el cerrojo estaba forzado y la puerta entornada. Me arrimé a la pared y me asomé por la esquina para echar un vistazo a la fachada lateral. Allí, las ventanas del piso superior estaban tapiadas y una pasarela de madera conducía desde el borde de la hierba contigua hasta una puerta cerrada de la primera planta. Debido a la inclinación del terreno, la planta baja quedaba, de hecho, por debajo de la hierba, y las ventanas también estaban cubiertas con tela metálica.

Regresé junto a Ángel y Louis, que me esperaban al lado de la puerta, y acordamos que Ángel volvería al Mercury para poder marcharnos rápidamente si salíamos con Billy Purdue.

Al otro lado de la puerta, nada más entrar, una escalera sucia de polvo y papeles de periódico subía al primer piso, una especie de plataforma de almacenamiento sostenida por columnas de acero. Detrás de la escalera había una serie de despachos y zonas de trabajo vacíos, todos en silencio y con las luces apagadas. En el almacén aún olía un poco a madera, aunque ahora se imponía el hedor a humedad y a descomposición. Louis llevaba una linterna, pero no la encendió por miedo a atraer la atención.

Desde donde nos hallábamos, veía los montones de madera podrida que quedaban en un rincón próximo a la escalera. Había goteras y el agua que caía se filtraba gradualmente a través de las tablas del suelo. Rodeamos la escalera y entramos en el primero de los talleres, vacío excepto por unos bancos de madera y una silla de plástico rota. Cuando nos acercamos a un vano en la pared opuesta, oí un ruido al otro lado por encima del rumor de la lluvia y el goteo del agua. Tras señalar a Louis que se pusiera a la izquierda del vano, yo me coloqué a la derecha y me aproximé hasta que pude ver el otro compartimento por dentro. Avancé lentamente, me asomé con un movimiento rápido y seguí adelante con cautela al comprobar que nadie intentaba volarme la cabeza.

Estaba en uno de los compartimentos de lo que en otro tiempo fueron dos despachos contiguos. En el aire flotaba un ligero olor a humo procedente de una pila de brasas de madera y basura en el rincón más alejado. En el rincón opuesto se movió algo.

Me di la vuelta de inmediato y tensé el dedo en el gatillo.

– No dispare -dijo una voz áspera y cascada, y una silueta surgió poco a poco del lugar donde había permanecido agazapada en la oscuridad. Tenía los pies cubiertos de bolsas de plástico, las piernas enfundadas en unos vaqueros mugrientos, y una chaqueta roída por los codos atada a la cintura con un cordel. Llevaba el pelo largo y desgreñado y tenía la barba gris con vetas amarillas de nicotina-. Por favor, no dispare. No he encendido el fuego con mala intención.

– Muévase a la derecha. Deprisa.

Por una grieta entre las tablas de madera de las ventanas penetraba el débil resplandor de una farola. El anciano se desplazó hasta quedar bajo el haz de luz. Tenía los ojos pequeños y la mirada mortecina. Incluso a cuatro metros me llegó su aliento a alcohol y a otras cosas.

Apunté hacia él manteniéndolo en el punto de mira por un momento y luego señalé a mi derecha con la pistola a la vez que Louis cruzaba el vano.

– Salga de aquí -ordené-. No es un lugar seguro.

– ¿Puedo recoger mis cosas? -Con un ademán, indicó sus escasas pertenencias, apiladas en un carrito de la compra.

– Coja lo que pueda cargar y váyase.

El anciano movió la cabeza en un gesto de agradecimiento y empezó a seleccionar enseres del carrito: unas botas, unas latas de refrescos, un rollo de hilo de cobre. Algunos volvió a guardarlos; respecto a otros, parecía que necesitaba pensárselo. Pero mientras se planteaba si se llevaba o no una única zapatilla Reebok, una voz grave dijo detrás de mí:

– Viejo, tiene cinco segundos para sacar su mierda de aquí, o si no el juez de instrucción se encargará de eso por usted.

Por lo visto, el comentario de Louis le sirvió al anciano de acicate para concentrar la atención; segundos después pasaba corriendo ante nosotros con una maraña de hilo de cobre, botas y latas entre los brazos.

– No me robarán nada, ¿verdad? -preguntó a Louis antes de salir.

– No -contestó Louis-. Ya se lleva usted todos los objetos de valor.

Bajo la mirada de Louis, que lo observaba moviendo la cabeza, el anciano asintió alegremente, dispuesto ya a escabullirse. Pero en el vano de la puerta volvió a detenerse.

– Los otros han ido arriba -se limitó a decir y se marchó.

Con paso rápido pero cauteloso atravesamos la planta baja hasta llegar a dos escaleras paralelas al otro lado del edificio, una en cada rincón. Oí unas sigilosas pisadas procedentes de arriba. Entre las escaleras, una puerta de dos hojas conducía al patio exterior. Vi en el suelo un trozo de cadena rota y que medio ladrillo mantenía abierta una de las hojas. Louis se dirigió a la escalera de la derecha; yo, a la de la izquierda. Al subir me apoyaba en los extremos de los peldaños para minimizar el riesgo de pisar un escalón podrido o poco firme. En realidad no hacía falta. La lluvia caía con renovada intensidad y el sonido reverberaba en el interior del viejo edificio.

Nos reunimos en una especie de entresuelo donde un único y ancho tramo de escalera conducía al primer piso. Louis se adelantó, y yo, desde atrás, lo observé mientras abría de un empujón una puerta oscilante con una ventanilla mugrienta de tela metálica a la altura de la cabeza y empezaba a registrar la planta. Decidí ocuparme de la segunda planta y, cuando me disponía a subir, oí movimiento abajo. Miré por encima de la barandilla de la escalera y en mi campo visual apareció un hombre que en ese momento encendía un cigarrillo con una cerilla. A la luz de la llama lo reconocí: era uno de los hombres que acompañaba a Tony Celli en la habitación del hotel. Seguramente su misión era vigilar la puerta desde fuera, pero en lugar de eso había preferido resguardarse de la lluvia. Arriba crujió débilmente una tabla y luego otra: al menos uno de los hombres de Celli había subido al segundo piso.