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Mientras observaba al hombre de Tony el Limpio fumarse el cigarrillo, algo me llamó la atención a la izquierda. Las ventanas del entresuelo, que antes ofrecían vistas del patio, ahora estaban tapiadas y no permitían el paso de la luz. La única iluminación procedía de un agujero irregular en la pared, rodeado de una mancha de humedad donde el yeso en torno a un viejo aparato de aire acondicionado había cedido y caído al suelo, junto con el propio aparato. El agujero creaba algo así como un turbio charco de luz entre dos masas de oscuridad. En uno de esos espacios en la penumbra percibí una presencia. Una figura pálida se movió, como un trozo de papel que rodase suavemente. Con el corazón acelerado y notando el peso de la pistola en la mano, avancé hacia allí.

Un rostro surgió de la negrura. No se le veía el blanco de los ojos, en apariencia ensombrecido, y daba la impresión de que un lazo oscuro le colgaba del cuello. Lentamente se hicieron visibles la boca, sellada con un hilo negro cosido en zigzag y, debajo, la profunda marca de la soga en la piel. La mujer me observó por un momento y luego pareció encogerse hasta que, al cabo de un instante, desapareció por completo. Un sudor frío me recorrió la espalda y sentí náuseas. Eché otra ojeada a la oscuridad y me di la vuelta justo cuando me llegó de abajo un ahogado grito de dolor.

Me detuve en el primer peldaño y esperé. A mi alrededor caía la lluvia y el agua goteaba. Abajo se oyó el suave roce de un zapato en la madera y de pronto apareció un hombre en la escalera de la derecha. Llevaba una gabardina de color tostado de la que asomaba una cabeza calva. Stritch alzó su extraño rostro como de cera fundida y me miró por un instante con sus ojos incoloros y sin vida. A continuación se dibujó en su boca exageradamente ancha una sonrisa exenta por completo de humor y al instante retrocedió y quedó oculto bajo el rellano. Me pregunté si ya sabía que Abel estaba muerto, y en qué medida me consideraba una amenaza.

La respuesta llegó al cabo de unos segundos cuando una silenciosa ráfaga de disparos perforó la madera blanda y húmeda de la barandilla de la escalera y las astillas salieron despedidas en la oscuridad. Subí de un salto los peldaños que faltaban seguido de las balas de Stritch, que intentaba calcular mi posición por el oído. Noté un tirón en el faldón del abrigo al llegar a lo alto de la escalera y supe que al menos una de las balas había estado cerca, pero que muy cerca, de alcanzarme.

Llegué al primer piso y fui tras Louis. Al otro lado de la puerta había una especie de vestíbulo, con un viejo mostrador de recepción sobre un estrado a mi derecha y, detrás de éste, otro espacio de almacenamiento, parte de una serie de pequeños compartimentos similares que se sucedían hasta el fondo del edificio, cada uno conectado por un único vano, de modo que, si la iluminación lo hubiese permitido, habría visto a través de ellos hasta la pared del fondo del almacén. Incluso desde donde estaba, vi que esos compartimentos aún contenían escritorios destartalados y sillas rotas, esteras enrolladas y podridas y cajas de papel desechado. Dos pasillos se extendían a los lados, uno directamente frente a mí y el otro a la derecha. Supuse que Louis recorría ya el pasillo de la derecha, así que avancé a toda prisa por el otro, lanzando nerviosas miradas por encima del hombro para ver si Stritch había aparecido ya.

Delante de mí, a la derecha, se oyó la ráfaga de un arma que fue contestada por dos disparos menos sonoros en rápida sucesión. Oí gritos y pasos a la carrera, y el eco de unos ruidos en el viejo edificio. En un vano a mi derecha, desmadejado en el suelo, yacía un hombre con cazadora negra, la cabeza en un charco de sangre. Louis ya había empezado a dejar su impronta, pero ignoraba que Stritch estaba en algún lugar detrás de nosotros, y era importante avisarle. Regresé al pasillo a tiempo de ver una mancha de color tostado tras el mostrador de recepción. Avanzando de medio lado, pasé ante la silueta caída del hombre de Tony Celli hasta que me fue posible ver por encima del mostrador, pero ya no había allí señales de Stritch. Corrí hasta el vano del siguiente compartimento y, al asomarme, sentí el cañón de una pistola con silenciador en la sien derecha.

– Mierda, Bird, casi te vuelo la cabeza -dijo Louis. En la penumbra y con ropa oscura apenas se le veía, sólo se distinguían sus dientes y el blanco de los ojos.

– Stritch está aquí -dije.

– Lo sé. Lo he visto un momento y luego me has distraído tú.

Nuestra conversación se vio interrumpida por una nueva serie de disparos frente a nosotros, tres y todos de la misma arma, sin fuego de respuesta. Se oyeron más gritos y luego una ráfaga de automática, seguida de unos pasos escalera arriba. Louis y yo cruzamos un gesto de asentimiento y nos encaminamos hacia el fondo del edificio, situándonos a los lados de cada uno de los vanos para ver mejor el compartimento siguiente y el correspondiente tramo de pasillo. Continuamos avanzando hasta llegar a un montacargas abierto, en el que yacía otro de los hombres de Tony Celli. Junto al montacargas, un único tramo de escalera ascendía al piso superior, adonde, cabía pensar, Stritch había llegado antes que nosotros. Apenas habíamos subido el segundo peldaño cuando oí a mis espaldas, con un escalofrío, un sonido familiar: los chasquidos de un cartucho al introducirse en la recámara de una escopeta de repetición. Louis y yo nos volvimos muy despacio, con las pistolas en alto y a los lados, y nos hallamos frente a Billy Purdue. Tenía la cara tiznada y la ropa empapada y llevaba una mochila negra a la espalda.

– Tirad las armas -ordenó. Asombrosamente, había encontrado la manera de esconderse de sus perseguidores y de nosotros entre los muebles viejos y los desechos de oficina. Obedecimos al tiempo que lanzábamos cautas miradas al arma de Billy y a la escalera-. Tú los has traído aquí -me acusó con voz trémula de ira-. Me has vendido. -Le resbalaban lágrimas por las mejillas.

– No, Billy -dije-. Hemos venido para llevarte a un lugar seguro. Aquí estás en peligro. Deja la escopeta e intentaremos sacarte.

– No. Vete a la mierda. Aquí no puedo contar con nadie.

Dicho esto disparó dos veces y provocó una lluvia de madera y yeso detrás de nosotros que nos obligó a echarnos al suelo. Cuando volvimos a levantar la vista, con astillas y polvo en el pelo, Billy ya no estaba allí, pero oí alejarse sus pasos en la dirección de donde veníamos. Louis se puso en pie de un salto y lo siguió.

En el piso superior se oyeron nuevos disparos mientras me levantaba, fuego de automática seguido de un único tiro. Subí despacio y, con las manos sudorosas, alargué el cuello para asomarme a un lado. En lo alto de la escalera, junto al montacargas, yacía acurrucado en un rincón otro de los hombres de Celli. La sangre le manaba de una herida de bala en el cuello. Había también algo extraño en él, algo que casi pasé por alto.

Tenía el pantalón desabrochado, la cremallera bajada y los genitales parcialmente a la vista.

Ante mí había un vano, y más allá la oscuridad más absoluta. En esa oscuridad me esperaba Stritch. Olía su colonia barata y empalagosa y el siniestro hedor a tierra que pretendía disimular con ella. Percibía su actitud alerta, las antenas que desplegaba para sondear el aire alrededor en busca de una presa. Y sentía su deseo, el placer sexual que obtenía haciendo daño y segando vidas, la aberrante sexualidad que lo había impulsado a tocar y dejar a la vista los genitales de aquel hombre mientras agonizaba en el rincón.

Y supe con absoluta certeza que si ponía un pie más allá de aquel vano, Stritch acabaría con mi vida y me tocaría mientras moría. Sentí cómo se movían sombras a mi alrededor, y un niño rió abajo en la tenue luz. Parecía llamarme para que retrocediese y me apartase del borde del abismo, o quizás era el pavor que sentía lo que me inducía a imaginarlo. Fuera cual fuese la razón, decidí dejar a Stritch en la oscuridad y regresar a la luz.