Louis se acercó mientras yo bajaba por la escalera. Llevaba el pantalón roto en la rodilla y cojeaba un poco.
– He resbalado -dijo escupiendo las palabras-. Se ha escapado. ¿Y Stritch?
Señalé hacia el piso superior.
– Quizá Tony Celli te haga un favor.
– ¿Tú crees? -dijo Louis en tono de manifiesto escepticismo. Me miró con más atención-. ¿Estás bien, Bird?
Pasé de largo junto a él para que no me viese la cara. Me avergonzaba de mi debilidad, pero sabía lo que había sentido y lo que había visto en los ojos inyectados en sangre de una muerta.
– A mí me preocupa Billy Purdue -dije-. Cuando Stritch se entere de que su amigo ha muerto, no irá a ninguna parte hasta que se haya desquitado. Tendrás otra oportunidad.
– Preferiría aprovechar ésta -contestó.
– Ahí arriba está oscuro como boca de lobo. Si pones un pie dentro, te matará.
Louis, inmóvil, me miró sin hablar. Oí a lo lejos el ulular de unas sirenas que se acercaban. Vi que Louis vacilaba, poniendo en un platillo de la balanza el riesgo de la llegada de la policía y las sombras del piso superior y en el otro la oportunidad de eliminar a Stritch. Finalmente, tras lanzar un único vistazo a la escalera que ascendía a la oscuridad del segundo piso, Louis me siguió.
Llegamos a la zona principal, donde habíamos encontrado al anciano.
– Si salimos por la parte delantera toparemos con los conductores de Tony Celli o la policía -dije-. Y si Billy se ha marchado por ahí, ya estará muerto.
Louis asintió con la cabeza y nos dirigimos hacia la puerta del fondo del almacén, donde el hombre que Stritch había matado yacía mitad dentro, mitad fuera, con un brazo sobre los ojos como si hubiese estado mirando el centro del sol. Vi el Mercury al otro lado del patio. Cobró vida con un rugido, y Ángel atravesó el patio a toda velocidad, giró y paró para que subiéramos.
– ¿Alguna señal de Billy? -pregunté.
– No. ¿Vosotros estáis bien?
– Sí -contesté, aunque aún temblaba por el miedo que había sentido en el segundo piso del almacén-. Stritch estaba ahí. Ha entrado por la parte de atrás del edificio.
– Parece que todo el mundo sabe en qué andas metido menos tú -comentó Ángel mientras salíamos del recinto sin pérdida de tiempo y seguíamos las vías en dirección a India Street. Poco antes del final, giró el volante a la derecha y cruzamos como rayos una brecha que había en la alambrada y entramos en el aparcamiento de One India. Apagó las luces al oír las sirenas y ver pasar por Fore Street dos coches patrulla a todo gas. Luego aguardó por si aparecía Billy Purdue.
Mientras permanecíamos allí en silencio, intenté hacerme una composición de lugar de lo ocurrido: o bien los federales tenían pinchado mi teléfono, o habían seguido el rastro a los hombres de Tony Celli. Cuando se decidieron a intervenir, Abel se puso en contacto con Stritch y le dijo adónde debía ir, con la intención de reunirse con él después de ocuparse de los agentes. Pese a haber tres grupos distintos de personas detrás de él en un espacio cerrado, Billy Purdue había conseguido escapar.
También me paré a pensar en aquella figura medio imaginada que había vislumbrado en la oscuridad. Rita Ferris estaba muerta y pronto la nieve caería sobre su tumba. La mente me gastaba malas pasadas, o quizá yo quería creer que ésa era la explicación.
No se acercó nadie desde el complejo. Si alguno de los hombres de Tony Celli había sobrevivido, supuse que se había encaminado hacia el norte en lugar de volver directamente a la ciudad y correr el riesgo de encontrarse con la policía.
– ¿Crees que sigue ahí dentro? -pregunté a Louis.
– ¿Quién? ¿Stritch? Si sigue ahí, es porque le han matado, y dudo mucho que entre los hombres de Tony Celli haya alguno capaz de hacerlo, en el supuesto de que quede ahí dentro alguien con vida -contestó Louis.
Una vez más advertí aquella expresión pensativa en sus ojos mientras examinaba mi rostro por el retrovisor.
– Te diré una cosa -añadió-. Ahora ya sabe que Abel ha muerto, y va a ponerse hecho una furia.
15
Louis y Ángel me dejaron en el Mustang y luego me siguieron hasta el Java Joe's. Me sentía exhausto y asqueado: pensé en la mirada de Abel antes de morir y en la imagen del joven pistolero violado en el momento de su muerte, y también me acordé del anciano cargado de zapatillas e hilo de cobre que salía a toda prisa a la noche fría y lluviosa.
En la cafetería, Louis y Ángel decidieron quedarse fuera en el Mercury tomando café con chocolate. Lee Cole estaba sentada junto a la ventana, con unos vaqueros remetidos en unas botas de media caña forradas de piel y un suéter de lana blanco abrochado hasta el cuello. Cuando se levantó para saludarme, la luz iluminó sus mechones de pelo plateados. Me besó con ternura en la mejilla y me estrechó con fuerza. Empezó a temblar y la oí sollozar en mi hombro. Mientras la apartaba con delicadeza y apoyaba las manos en sus hombros, observé que movía la cabeza en un gesto de vergüenza y buscaba un pañuelo de papel en los bolsillos. Seguía siendo hermosa. Walter era un hombre afortunado.
– Ha desaparecido, Bird -dijo cuando nos sentamos-. No la encontramos. Ayúdame.
– Pero si estuvo conmigo hace sólo unos días -contesté-. Paró aquí durante unas horas con su novio.
Lee asintió con la cabeza.
– Lo sé. Nos telefoneó desde Portland y nos dijo que seguía el viaje con Ricky. Luego nos llamó de nuevo desde algún sitio más al norte, y ya no hemos vuelto a recibir noticias suyas. Tenía instrucciones estrictas de llamarnos a diario, y cuando no supimos…
– ¿Os habéis puesto en contacto con la policía?
– Walter sí. Creen que se ha escapado con Ricky. El mes pasado Walter discutió con Ellen por él; le reprochó que debía concentrarse más en los estudios en lugar de andar persiguiendo chicos. Ya sabes cómo es Walter, y con la jubilación no se ha vuelto más tolerante.
Asentí. Sabía cómo era Walter.
– Cuando vuelvas, telefonea al agente especial Ross a las oficinas del FBI en Manhattan. Dile que llamas de mi parte. Él comprobará si el nombre de Ellen consta en la base de datos del CNIC. -El Centro Nacional de Información Criminal mantenía el registro de todas las personas, menores y adultas, cuya desaparición se había denunciado-. Si no consta, significa que la policía no está haciendo lo que debe, y quizá Ross también pueda ayudarte en eso.
Se animó un poco.
– Le pediré a Walter que lo haga.
– ¿Sabe qué estás aquí? -pregunté.
– No. Cuando le pedí que se pusiera en contacto contigo, se negó. Ya ha estado en la zona para presionar a la policía local. Le dijeron que lo mejor era esperar, pero la paciencia no es una de las virtudes de Walter. Fue a preguntar a otros pueblos y no encontró el menor rastro. Regresó ayer, pero no creo que se quede de brazos cruzados. Le dije que tenía que marcharme de casa un par de días. Ya había reservado el vuelo. He intentado llamarte por el móvil pero no conseguía hablar contigo. No sé… -Su voz se apagó y empezó la frase de nuevo-. No sé qué ha pasado entre vosotros. Conozco una parte y puedo adivinar algo más, pero eso no tiene nada que ver con mi hija. Le dejé una nota en la nevera. Ahora ya la habrá leído. -Miró por la ventana, como si visualizase el momento en que Walter hallaba la nota y cómo reaccionaba al mensaje.
– ¿Existe alguna posibilidad de que la policía esté en lo cierto, de que se haya escapado? -pregunté-. Nunca me ha parecido esa clase de chica, y cuando la vi, no la noté alterada en lo más mínimo, pero los jóvenes se ponen un poco raros al incluirse el sexo en la ecuación. Lo sé por propia experiencia.
Sonrió por primera vez.
– Recuerdo lo que es el sexo, Bird. Puede que sea mayor que tú, pero aún no estoy muerta. -La sonrisa desapareció de sus labios; sus propias palabras habían desatado una reacción en cadena y supe que procuraba no imaginar qué podía haberle ocurrido a Ellen-. No se ha fugado. La conozco, y nunca nos haría una cosa así por más que discutiésemos con ella.