– ¿Un visitante misterioso? -pregunté, pero estaba pensando en otra cosa. Tendrían que haber sido cinco los cadáveres en el complejo: uno de los hombres de Tony había sobrevivido y escapado, y de ahí se desprendía que era muy probable que Tony Celli tuviese noticias de que Louis y yo habíamos estado en el edificio.
Ellis me observaba intentando adivinar qué sabía. Mientras hablaba, esperaba a que yo reaccionase. Se vio defraudado.
– Encontramos al policía de Toronto, Eldritch, muerto. Tres balas, dos armas distintas. El disparo en la cabeza fue una ejecución.
– Estoy esperando el «pero».
– El «pero» es que ese tipo no era Eldritch. Su documento de identidad afirma que lo era; pero sus huellas y su cara dicen que no. Ahora tengo encima al Departamento de Policía de Toronto para que encuentre a su hombre desaparecido; tengo a unos cuantos federales muy interesados en ese ciudadano anónimo que mató a dos de sus agentes, y tengo a cuatro miembros de la flor y nata de la mafia de Boston ocupando un espacio en el depósito de cadáveres que no puedo permitirme. El forense contempla la posibilidad de establecerse aquí de manera permanente, dado lo buenos clientes que somos. Además, no se ha vuelto a ver a Tony Celli desde la noche que se alojó en el Regency.
– ¿Se largó sin pagar la cuenta?
– Bird, no estoy de humor. No olvides que Willeford sigue desaparecido y que hasta que tú interviniste sabía tanto acerca de Billy Purdue como cualquiera.
Me abstuve de hacer comentarios. Prefería no pensar en lo que podía haberle ocurrido a Willeford por mi culpa. En lugar de eso, pregunté:
– ¿Han averiguado algo en Bangor sobre Cheryl Lansing?
– No, y nosotros tampoco hemos avanzado en el asesinato de Rita Ferris y su hijo. Esto me lleva a la segunda razón de mi visita. ¿Quieres explicarme otra vez qué hacías en Bangor y luego en Greenville?
– Como ya declaré en Bangor, Billy Purdue contrató a alguien para localizar a sus padres. Pensé que quizás intentaría seguir esa pista ahora que se encuentra en apuros.
– ¿Y está siguiendo la pista?
– Él u otra persona.
Ellis se acercó a mí, ya sólo la mole de su cuerpo resultaba amenazadora, y su mirada más aún.
– Dime adónde ibas, Bird, o te juro por Dios que te detengo ahora mismo y examino detenidamente la pistola que llevas.
Comprendí que Ellis no bromeaba. Aunque las armas silenciadas se hallaban en el fondo de Casco Bay junto a Mifflin, no podía retrasar la búsqueda de Ellen Cole.
– Me dirijo al norte, a un pueblo llamado Dark Hollow. Ha desaparecido la hija de un amigo mío. Voy a intentar encontrarla. Su madre era la persona con quien me reuní anoche en el Java Joe's.
Su expresión de ira se suavizó un poco.
– ¿Es una coincidencia que Dark Hollow sea el pueblo de Billy Purdue?
– No creo en las coincidencias.
Dio otra palmada en el capó y pareció tomar una decisión.
– Yo tampoco. Mantente en contacto, Bird, ¿queda claro?
Se dio media vuelta y regresó al coche.
– ¿Eso es todo? -pregunté, sorprendido al ver que dejaba el asunto tan fácilmente.
– No, supongo que no, pero no se me ocurre qué más puedo hacer. -Se detuvo junto a la puerta abierta del coche y me observó-. Para serte sincero, Bird, por un lado sopeso las ventajas de llevarte a jefatura e interrogarte, en el supuesto de que confesaras algo, y por otro lado las ventajas de tenerte vagando por ahí y removiendo debajo de las piedras. De momento la balanza se decanta en favor de la segunda opción, pero por muy poco. Recuérdalo.
Esperé un instante.
– ¿Significa eso que has decidido no reclutarme, Ellis?
No contestó. Movió la cabeza en un gesto de negación, se metió en el coche y se alejó, y yo me quedé allí pensando en Tony Celli, en Stritch y en un viejo que bebía cerveza en un bar del puerto y esperaba a que el nuevo mundo lo dejara para siempre en la cuneta.
Le había contado a Ellis parte de la verdad, pero no toda. Iba a Dark Hollow, estaría allí al anochecer, pero antes Louis y yo visitaríamos Boston. Existía una remota posibilidad de que Tony Celli hubiese secuestrado a Ellen Cole, quizá con la esperanza de utilizarla como elemento de presión si yo encontraba a Billy Purdue antes que él. Aunque no fuera así, había asuntos que aclarar antes de enfrentarnos otra vez con Tony Celli. Tony era un mañoso. Convenía que todo el mundo supiese qué postura adoptar con respecto al futuro de Tony.
Antes de salir para reunirme con Louis en el aeropuerto, paré en el guardamuebles Kraft. Allí, en tres unidades contiguas, estaban las pertenencias que conservaba de mi abuelo: unos muebles, una pequeña estantería con libros, varias piezas de vajilla de plata y una pantalla de chimenea metálica, y una serie de cajas llenas de documentos y de expedientes viejos. Tardé quince minutos en localizar lo que buscaba y llevármelo al coche: una carpeta marrón de fuelle cerrada con una cinta roja. En la etiqueta del índice, escrito en la afiligranada caligrafía de mi abuelo, aparecían las palabras: «Caleb Kyle».
16
Al Z operaba desde un despacho situado sobre una tienda de cómics en Newbury Street. Se trataba de una ubicación poco común, pero a él le gustaba estar en una zona donde los turistas curioseaban en tiendas de ropa cursi, tomaban tés exóticos o visitaban galerías de arte. Era un lugar concurrido, había demasiada gente alrededor para que a alguien se le ocurriese causar problemas y podía pedir que le trajesen cafés aromatizados o velas perfumadas cuando le venía en gana.
Louis y yo tomábamos helado de chocolate y bebíamos café en la terraza de la heladería Ben & Jerry's, frente al edificio de piedra rojiza donde se hallaba el despacho de Al Z. Éramos los únicos sentados fuera, básicamente porque hacía tanto frío que mi helado ni siquiera había empezado a derretirse.
– ¿Crees que nos habrá visto? -pregunté cuando mis dedos renunciaron a sostener la cuchara sin que me temblaran.
Louis dio un sorbo de café con actitud pensativa.
– ¿Un hombre negro alto y apuesto y su chico blanco sentados en la terraza de una heladería en pleno invierno? A estas alturas alguien tiene que haberse fijado en que estamos aquí, eso desde luego.
– No sé si acaba de gustarme que me llamen «chico» -reflexioné.
– Ponte en la cola, blanquito. Nosotros los negros te llevamos trescientos años de ventaja en cuanto a esa queja en particular.
Encima de la tienda de cómics, una sombra se movió tras una ventana.
– Vamos -dijo Louis-. Si no fuera por el frío, los negros ya serían los dueños del mundo.
En lo alto de la escalera de entrada, junto al escaparate de la tienda, había un interfono al lado de una puerta de madera sin ventana. Pulsé el timbre y una voz contestó:
– ¿Sí?
– Busco a Al Z -dije.
– Aquí no hay ningún Al Z -respondió la voz con marcado acento inglés y juntando las palabras. A continuación se oyó un chasquido y el interfono quedó en silencio.
Louis volvió a llamar.
– ¿Sí? -dijo la misma voz.
– Tío, abre de una puta vez.
Se oyó el zumbido del interfono y entramos. La puerta blindada, provista de muelle, se cerró de golpe. Subimos los cuatro tramos de escalera hasta una sencilla puerta sin barnizar que estaba abierta. Al otro lado había una silueta baja y robusta, apoyada contra la ventana que había más allá y con la mano a medio camino entre el cuello y el cinturón en actitud de empuñar la pistola si era necesario. El único adorno en la pared del rellano era un reloj blanco y negro de aspecto barato, que marcaba los segundos con un débil tictac. Deduje que detrás se escondía la cámara de vigilancia. Cuando entré en el despacho y vi que el monitor de televisión en el escritorio de Al Z mostraba sólo el hueco de escalera vacío, comprendí que había acertado.
En el despacho había cuatro hombres. Uno era el tipo bajo y robusto, de piel tan amarilla como una vela de cera. En un gastado sofá de piel había un hombre de mayor edad, con la papada de un basset, las piernas cruzadas, camisa blanca y corbata roja de seda bajo un traje negro. Unas pequeñas gafas de sol de montura redonda ocultaban sus ojos. Apoyado contra la pared, un joven matón con los pulgares enganchados en las presillas vacías de la cintura mantenía abierta una chaqueta gris plata para revelar la culata de una semiautomática H & K. Los pantalones grises de vestir le hacían bolsas en las rodillas y las perneras se estrechaban hasta reducirse a poco más que limpiadores de pipa allí donde desaparecían dentro de unas camperas con adornos de plata. En el lugar de donde venía, sin duda la vuelta a la moda de los años ochenta seguía en pleno apogeo.