Louis miraba al frente, como si en el despacho no hubiera nadie excepto el cuarto hombre, sentado tras un escritorio de teca con taracea de piel verde sobre el que había sólo un teléfono negro, un bolígrafo, un cuaderno y el monitor de televisión, que mantenía la escalera bajo incesante vigilancia.
Al Z parecía el acicalado director de una funeraria en vacaciones. Tenía el cabello ralo y gris, de aspecto untuoso, peinado hacia atrás para despejar la ancha frente, y pegado al cráneo. Tenía la cara angulosa, curtida y arrugada, los ojos oscuros como ópalos, los labios finos y secos, las ventanas de la alargada nariz anormalmente abiertas, como si perteneciese a una raza criada con el propósito específico de desarrollar la capacidad olfativa. Vestía un traje con chaleco de tonos otoñales, la tela era una mezcla de rojos, anaranjados y amarillos exquisitamente entretejidos. Llevaba el afilado cuello de la camisa blanca desabrochado, sin corbata. En la mano derecha sostenía un cigarrillo; la izquierda reposaba con la palma sobre el escritorio, las uñas cortas y limpias pero sin manicura. Al Z actuaba como intermediario entre las altas esferas de la organización y los niveles más bajos. Resolvía problemas cuando surgían. Tenía un don para resolver problemas, pero la manicura carecía de sentido cuando el trabajo de uno siempre implicaba ensuciarse las manos.
Frente al escritorio no había sillas, y el hombre del traje oscuro estaba repantigado en el sofá, así que nos quedamos de pie. Al Z saludó a Louis con la cabeza y luego se quedó mirándome como para evaluarme.
– Vaya, vaya, el famoso Charlie Parker -dijo por fin-. Si hubiese sabido que venía, me hubiera puesto corbata.
– Todo el mundo te conoce. Así que ¿cómo vas a ganarte la vida de detective privado? -masculló Louis-. Contratarte a ti para trabajos secretos es como contratar a Jay Leno.
Al Z esperó a que Louis terminase de hablar antes de concentrar su atención en él.
– Si hubiese sabido que traería compañía tan distinguida, señor Parker, habría obligado a todos los demás a ponerse también corbata.
– Cuánto tiempo sin verte -dijo Louis.
Al Z asintió.
– Tengo problemas pulmonares. -Movió suavemente el cigarrillo-. El aire de Nueva York no me sienta bien. Prefiero esta zona.
Pero había otras razones: la mafia ya no era lo que había sido en otro tiempo. El mundo de El Padrino era historia pasada antes de que la película llegara a las pantallas. Ya por entonces la imagen de los italianos había quedado empañada por su implicación en la epidemia de la heroína de los setenta, y empeoraría más aún a causa de individuos como John Gotti Junior. La ley RICO -la legislación contra la corrupción y el crimen organizado- había puesto fin a las estafas en el sector de la construcción, los monopolios en la recogida de basuras y el control por parte de la mafia del mercado del pescado de Fulton Street en Nueva York.
El tráfico de heroína que se realizaba desde pizzerías había desaparecido en 1987 por la acción del FBI. Los viejos capos habían muerto o estaban en la cárcel.
Entretanto, los asiáticos se habían expandido más allá de Chinatown cruzando la línea divisoria formada por Canal Street y penetrando en Little Italy, y los negros y los latinos controlaban ahora las actividades en Harlem. Al Z había olfateado la muerte en el aire y se había refugiado más aún en la clandestinidad hasta que por fin se trasladó al norte. Ahora ocupaba un desangelado despacho sobre una tienda de cómics de Boston y procuraba conservar cierto grado de estabilidad en lo poco que le quedaba. Por ese motivo, Tony el Limpio era un peligro: creía en los mitos y aún veía posibilidades de gloria personal en los maltrechos restos del antiguo orden. Sus actuaciones entrañaban graves riesgos para sus colaboradores en una época en que la organización se hallaba en una posición debilitada. Su propia existencia representaba una amenaza para la supervivencia de quienes tenía alrededor.
A nuestra izquierda, el joven pistolero se separó de la pared.
– Van cargados, Al -dijo-. ¿Quieres que los aligere?
Con el rabillo del ojo vi que Louis levantaba una ceja casi dos centímetros. Al Z advirtió el gesto y sonrió con semblante comprensivo.
– Te deseo suerte -dijo-. Dudo mucho que alguno de nuestros invitados sea la clase de persona que renuncia a sus juguetes así como así.
El aparente aplomo del joven pistolero se vino abajo por un momento, como si no supiese si estaban poniéndolo a prueba o no.
– A mí no me parecen tan duros -comentó.
– Fíjate mejor -contestó Al Z.
El pistolero se fijó, pero su capacidad de percepción dejaba mucho que desear. Miró de nuevo a Al Z y a continuación hizo ademán de acercarse a Louis.
– Yo que tú no lo haría -advirtió Louis sin levantar la voz.
– Tú no eres yo -replicó el joven, pero con un asomo de cautela en la voz.
– Eso es verdad -convino Louis-. Si yo fuera tú, no vestiría como un chulo de marca mayor.
Una intensa luz destelló en los ojos del joven.
– Como me hables así, puto neg…
La palabra se convirtió en una especie de grito ahogado cuando Louis se volvió, le agarró el cuello con la mano izquierda y lo empujó hacia atrás a la vez que sacaba la pistola del italiano de la funda y la tiraba al suelo. El joven balbuceó al chocar contra la pared y gotas de saliva salieron despedidas de sus labios junto con el aire expulsado de los pulmones. Luego, poco a poco, sus pies empezaron a separarse del suelo, primero los talones, luego las puntas, y al final sólo lo sostenía erguido la inflexible mano izquierda de Louis. Su rostro adquirió un color rosado, luego rojo intenso. Y Louis no lo soltó hasta que sus labios y orejas empezaron a teñirse de un tono azul; en ese punto abrió de repente los dedos y el pistolero se desplomó, e inmediatamente se llevó las manos al cuello de la camisa buscándose a tientas el botón en un doloroso y anhelante esfuerzo por llenarse los resecos pulmones.
Durante el incidente nadie se movió, porque Al Z no había dado indicación alguna en ese sentido. Contempló el forcejeo de su hombre tal como contemplaría en la playa a un agonizante cangrejo con una sola pinza y luego centró de nuevo la atención en Louis.
– Tendrá que disculparme -dijo-. Algunos de estos chicos aprenden sus modales y su vocabulario en los bajos fondos. -Volviéndose hacia el hombre robusto apoyado en la puerta, señaló con el cigarrillo al joven caído en el suelo, en ese momento recostado contra la pared, con los ojos vidriosos y la boca abierta-. Llévalo al baño y dale un vaso de agua. Después intenta explicarle en qué se ha equivocado.
El tipo robusto ayudó a levantarse al de menor edad y lo acompañó afuera. El hombre corpulento del sofá no se movió. Al Z se puso en pie y se acercó a la ventana, donde se quedó un momento mirando a la calle; luego se dio media vuelta y se reclinó contra el alféizar. Ahora los tres estábamos al mismo nivel, y advertí en ello un gesto de buena educación después de lo ocurrido.
– Y bien, caballeros, ¿qué puedo hacer por ustedes? -preguntó.
– Hace unos días vino a verme una chica -expliqué.