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– Afortunado usted. La última vez que me visitó a mí una chica me costó quinientos dólares. -Rió su propio chiste.

– La chica es hija de un amigo mío, un ex policía. Al Z hizo un gesto de indiferencia.

– Perdone, pero no entiendo qué tiene eso que ver conmigo.

– Después de que se marchara tuve un encuentro con Tony el Limpio. Fue doloroso, pero dudo que a Tony le resultara mucho más agradable que a mí.

Al Z dio una larga calada y exhaló el humo por la nariz con un ruidoso suspiro.

– Siga -dijo con hastío.

– Quiero saber si Tony ha secuestrado a la chica, quizá como rehén para presionar. Si la tiene, debe entregarla. No le conviene meterse en problemas con la policía, y menos con los que ya tiene.

Al Z se frotó las comisuras de los ojos y, sin hablar, movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Miró al gordo sentado en el sofá. Éste hizo un ademán casi imperceptible, era imposible verle los ojos tras las gafas.

– Veamos si lo he entendido bien -dijo por fin Al Z-. ¿Quiere que yo le pregunte a Tony el Limpio si ha secuestrado a la hija de un ex policía y, si es así, que le diga que la entregue?

– Si no lo hace -añadió Louis con calma-, tendremos que encargarnos personalmente.

– ¿Saben dónde está Tony? -preguntó Al Z.

Percibí una creciente tensión en el despacho.

– No -contesté-. Si lo supiéramos, quizá no estaríamos aquí. Hemos pensado que tal vez usted lo sepa.

Algo en la manera en que Al Z había planteado las últimas preguntas me indujo a pensar que en realidad no lo sabía, que Tony el Limpio había escapado al control de Al Z, y sospeché que éste calibraba ya su propia postura en aquel asunto aun antes de nuestra llegada. Ésa era la misión del gordo del sofá. Por eso no le había pedido que se marchara, porque no era la clase de hombre a quien se le pide que se largue de una habitación. Era la clase de hombre que hacía las preguntas. A Tony el Limpio se le hundía el mundo, hecho que Al Z pareció corroborar con sus siguientes palabras.

– Dadas las circunstancias, sería poco prudente que ustedes se involucraran en el asunto -dijo en voz baja.

– ¿Qué circunstancias? -repuse.

Expulsó una bocanada de humo.

– Asuntos profesionales privados, la clase de asuntos que deben seguir siendo privados. Si ustedes no se retiran, quizá tengamos que apartarlos nosotros.

– Puede que no nos dejemos apartar.

– Eso será difícil si están muertos.

Me encogí de hombros.

– Llegar a ese punto será la parte complicada.

Pese a tratarse de un tira y afloja, la amenaza subyacente en la voz de Al Z llegaba alta y clara. Lo observé mientras apagaba, con más fuerza de la estrictamente necesaria, la colilla en un cenicero de cristal tallado.

– Así pues, ¿no va a quedarse al margen de nuestros asuntos? -preguntó.

– Sus asuntos me traen sin cuidado. Mis intereses son otros.

– ¿La chica? ¿O Billy Purdue?

Me sorprendió pero sólo por un momento. Si Al Z detectaba el pulso de algo, ponía allí el dedo y no lo retiraba hasta que cesaba.

– Porque si se trata de Billy Purdue -prosiguió-, es posible que nos encontremos ante una dificultad en ciernes.

– La chica desaparecida es una amiga, pero Rita Ferris, la ex mujer de Billy, era mi clienta.

– Su clienta está muerta.

– Mis obligaciones van más allá.

Al Z se pellizcó el labio. A su derecha, el gordo del sofá permaneció tan impasible como un buda.

– Así que es usted un hombre de principios -dijo Al Z. Pronunció la palabra «principios» como si fuera la cáscara de un cacahuete que estuviera aplastando con el tacón-. Bueno, también yo soy un hombre de principios.

Lo dudaba mucho. Los principios son caros de mantener, y Al Z no parecía poseer recursos morales suficientes para ello. De hecho, Al Z no parecía capaz de reunir siquiera los recursos morales necesarios para mear en un orfanato en llamas.

– No creo que sus principios y los míos encajen dentro de la misma definición -contesté por fin.

Sonrió.

– Puede que no. -Se volvió hacia Louis-. ¿Y cuál es su posición en todo esto?

– Al lado de él -respondió Louis, e inclinó ligeramente la cabeza en dirección a mí.

– Entonces tendremos que llegar a un acuerdo -concluyó Al Z-. Soy pragmático. Si actúa con discreción en este asunto, no lo mataré a menos que me vea obligado.

– Lo mismo digo -contesté-. Considerando la hospitalidad que nos ha demostrado y demás.

Dicho esto nos fuimos.

Fuera hacía frío y el cielo estaba encapotado.

– ¿Tú qué opinas? -preguntó Louis.

– Opino que Tony actúa por iniciativa propia y que quizá tiene la esperanza de salir de este lío antes de que Al Z pierda la paciencia. ¿Crees que han secuestrado a Ellen?

Louis no respondió de inmediato. Cuando habló, advertí una expresión severa en su mirada.

– La hayan secuestrado o no, todo está relacionado con Billy Purdue de una manera u otra. Eso significa que alguien va a acabar mal.

Caminamos hasta Boylston y paramos un taxi. Cuando se detuvo, Louis entró y dijo:

– Logan.

Pero yo levanté una mano y pregunté:

– ¿Podemos dar un rodeo?

Louis hizo un gesto de indiferencia. El taxista también. Parecía una mala pantomima.

– Harvard -dije. Miré a Louis-. No es necesario que vengas. Podemos reunirnos en el aeropuerto.

Louis enarcó visiblemente una ceja.

– No, te acompaño, a menos que consideres que voy a limitar tu libertad de movimientos.

El taxi nos llevó hasta el monolítico William James Hall, cerca de Quincy y Kirkland. Dejé a Louis en el vestíbulo y subí en ascensor a la sección 232, donde estaban las oficinas del Departamento de Psicología. Tenía un nudo en el estómago y las palmas de las manos empapadas de sudor. En las oficinas, una amable secretaria me dijo dónde estaba el despacho de Rachel Wolfe, pero añadió que aquel día no la encontraría allí. Asistía a un seminario fuera de la ciudad y no regresaría hasta la mañana siguiente.

– ¿Quiere dejarle algún mensaje? -preguntó.

Consideré la posibilidad de darme media vuelta y marcharme, pero no lo hice. Saqué una tarjeta de mi cartera, anoté al dorso mi nuevo número de teléfono de Scarborough y se la entregué a la secretaria.

– Sólo hágale llegar esto, por favor.

Sonrió. Le di las gracias y me fui.

Louis y yo volvimos a Harvard Square para tomar un taxi. No habló hasta que íbamos de camino a Logan.

– ¿Habías hecho esto antes? -preguntó con un levísimo asomo de sonrisa.

– Una vez. Pero no llegué tan lejos.

– Así que tú, digamos, la estás acechando, ¿no?

– No es acechar cuando conoces bien a la persona.

– Ah. -Movió la cabeza en un exagerado gesto de asentimiento-. Gracias por aclarármelo. Nunca había entendido bien la diferencia. -Tras un silencio, preguntó-: ¿Y qué te propones?

– Me propongo disculparme.

– ¿Quieres volver con ella?

Tamborileé con los dedos en la ventanilla.

– No quiero que las cosas queden entre nosotros como están ahora, sólo eso. Para serte sincero, no sé lo que estoy haciendo y, como ya le dije a tu amiguito, ni siquiera tengo la certeza de estar preparado todavía.

– Pero ¿la quieres?

– Sí.

– En ese caso la vida decidirá cuándo estás preparado.

No volvió a hablar.

17

Ángel nos recogió en el aeropuerto y fuimos a comer a uno de los restaurantes de Maine Mall antes de dirigirnos al norte.

– Joder -dijo Ángel mientras recorríamos en coche Maine Mall Road-. Fijaos en esto. Tienes Burger King, International House of Pancakes, Dunkin' Donuts, pizzerías. Están los cuatro principales grupos de comida a un paso. Si vives aquí demasiado tiempo, acabarás saltando de un sitio al otro.