Comimos en un restaurante chino de las galerías y le contamos a Ángel nuestro encuentro con Al Z. A cambio, él sacó una carta arrugada que había llegado a casa de Ronald Straydeer dirigida a Billy Purdue.
– La policía y los federales hicieron un buen trabajo, pero no se ocuparon de tu amigo Ronald debidamente -comentó.
– ¿Hablaste con él de su perro? -pregunté.
– Hablamos de su perro y luego comimos estofado.
Dio la impresión de que se le revolvía el estómago.
– ¿Con carne de algún animal atropellado?
Me constaba que Ronald no le hacía ascos a la carroña pese a las leyes del estado contra el consumo de animales muertos en las carreteras. Yo, personalmente, no veía mal alguno en utilizar la carne de un ciervo o de una ardilla como alimento en lugar de dejar que se pudriese en un arcén. Ronald preparaba un magnífico filete de venado, acompañado de remolacha y zanahorias que conservaba enterradas en arena.
– Me dijo que era ardilla -continuó Ángel-, pero olía a mofeta. Me pareció de mala educación preguntar. Por lo visto, la carta para Billy llegó hace una semana, pero como no se ha dejado ver por allí, Ronald no se la había dado.
La carta llevaba matasellos de Greenville. Era breve, poco más que un saludo, con ciertos detalles sobre unas reformas en la casa y algún comentario sobre un viejo perro que el autor de la carta aún tenía y que, al parecer, Billy Purdue conocía desde que era cachorro. Estaba firmada, con vacilante letra de anciano: «Meade Payne».
– Así que se han mantenido en contacto todos estos años -comenté. Parecía confirmar lo que yo había pensado: si Billy Purdue buscaba la ayuda de alguien, ése sería Meade Payne.
Viajamos de un tirón hasta Dark Hollow, Ángel y Louis se adelantaron en el Mercury. La niebla era cada vez más espesa a medida que avanzábamos hacia el norte, y al recorrer el camino de Portland a Dark Hollow parecía que nos adentrábamos en un mundo extraño y espectral, donde las luces de las casas resplandecían tenuemente y los haces de los faros adquirían la solidez de lanzas, donde los carteles de la carretera anunciaban la presencia de pueblos que se reducían a grupos de viviendas dispersas sin un núcleo o centro. Habían pronosticado más nevadas y pronto las motos de nieve llegarían masivamente para deslizarse a toda velocidad por la red de pistas interestatales. Pero de momento Greenville seguía tranquila cuando la atravesé, con arena y nieve mezcladas junto a la carretera, y sólo me crucé con dos coches en la superficie desigual y salpicada de socavones de Lily Bay Road camino de Dark Hollow.
Cuando llegué al motel, Ángel y Louis ya estaban en la recepción. Tras el mostrador, la misma mujer con reflejos azules en el pelo que me había recibido unos días antes examinaba sus datos anotados en una única ficha. A su lado, un gato pardo dormía hecho un ovillo sobre el mostrador, con el hocico tocando casi el rabo. Ángel se encargó de hablar con ella mientras Louis echaba un vistazo a los manoseados folletos turísticos de un expositor. Me miró cuando entré, pero no me prestó más atención.
– ¿Comparten habitación los caballeros? -preguntó la mujer de los reflejos azules.
– Sí, señora -contestó Ángel con expresión de sensatez doméstica en el rostro-. Un dólar ahorrado es un dólar ganado.
La mujer lanzó una ojeada a Louis, rutilante con un traje gris, abrigo gris y camisa blanca.
– ¿Es predicador, su amigo? -preguntó la mujer.
– Algo así, señora -contestó Ángel-. Pero se dedica exclusivamente al Antiguo Testamento. Ojo por ojo y todo eso.
– ¡Qué bien! Por aquí no viene mucha gente religiosa.
Louis tenía la expresión de arraigado sufrimiento de un santo que acaba de enterarse de que el potro de tortura ha de tensarse un poco más.
– Si les interesa -prosiguió la mujer-, esta noche tenemos un oficio baptista. Serán bienvenidos si asisten.
– Gracias, señora -dijo Ángel-. Pero preferimos practicar nuestros propios ritos de veneración.
Ella sonrió con semblante comprensivo.
– Mientras sea algo silencioso y no moleste a los otros huéspedes…
– Haremos lo posible -intervino Louis, y recogió la llave.
Cuando me acerqué al mostrador, la mujer me reconoció.
– ¿Otra vez aquí? Debe de haberle gustado Dark Hollow.
– Espero llegar a conocer mejor el pueblo -respondí-. Quizás usted pueda ayudarme con cierto asunto.
La mujer sonrió.
– Por supuesto, si está en mis manos.
Le entregué una foto de Ellen Cole, de esas que se toman en un fotomatón. Había hecho una fotocopia ampliada en color, de modo que ahora era un retrato de veinte por veinticinco.
– ¿Reconoce a esta chica?
La mujer observó la fotografía entornando los ojos tras las gruesas lentes de las gafas.
– Sí. ¿Está metida en algún lío?
– Espero que no, pero ha desaparecido y sus padres me han pedido que los ayude a encontrarla.
La mujer volvió a concentrarse en la imagen a la vez que asentía con la cabeza.
– Sí, la recuerdo. El jefe Jennings preguntó por ella. Se alojó una noche aquí con un joven. Puedo darle la fecha si quiere.
– ¿Sería tan amable?
Sacó una ficha de un archivador verde y examinó los datos.
– El cinco de diciembre -dijo-. Pagaron con tarjeta de crédito a nombre de Ellen C. Cole.
– ¿Recuerda si pasó algo, algo fuera de lo común?
– No, nada importante. Alguien les había sugerido que visitaran la zona, un autoestopista que recogieron en Portland. Eso es todo. Ella era encantadora, lo recuerdo. Él era un tanto arisco, pero a esa edad a veces son así. Yo lo sé bien: he criado a cuatro y eran peores que ratas de muelle hasta que cumplieron los veinticinco.
– ¿Algún indicio de hacia dónde se dirigían al marcharse de aquí?
– Al norte, supongo, quizás a Katahdin. No lo sé con seguridad, pero les dije que, si tenían tiempo, fuesen a ver la puesta de sol en el lago. Pareció gustarles la idea. Es un espectáculo. Y muy romántico para una pareja joven como aquélla. Por la mañana les permití que dejaran más tarde la habitación para que no tuvieran que hacer las maletas con prisas.
– ¿Y no dijeron quién les había recomendado visitar Dark Hollow? -pregunté. Me parecía una sugerencia extraña. Dark Hollow no tenía demasiados encantos.
– Claro que sí. Fue un viejo que se encontraron en el camino. Lo trajeron hasta aquí en coche y creo que quizá se vieron con él antes de marcharse.
Sentí que se me revolvía un poco el estómago.
– ¿Mencionaron su nombre?
– No. Pero no parecía de por aquí -respondió ella. Arrugó la frente-. No me dio la impresión de que estuvieran preocupados, ni por el hombre, ni por nada. ¿Qué daño podía hacerles un viejo?
Creo que inicialmente planteó la pregunta de manera retórica, pero cuando acabó de hablar, los dos albergábamos ya ciertas dudas al respecto.
Se disculpó, me dijo que no sabía nada más y luego me indicó cómo llegar al lago, a unos tres o cuatro kilómetros del pueblo, señalándomelo en un plano turístico. Tras darle las gracias, fui a dejar la bolsa de viaje en mi habitación y llamé a la puerta de la habitación contigua, ocupada por Ángel y Louis. Abrió Ángel y entré. Louis estaba colgando sus trajes en el destartalado armario marrón. Aparté al viejo de mi mente. No quería sacar conclusiones precipitadas, todavía no.
– ¿Qué hace la gente en este pueblo para divertirse? -preguntó Ángel y se dejó caer en una de las dos camas de matrimonio-. Aquí hay menos marcha que en el Vaticano.
– Abrigarse en invierno -dije- y esperar al verano.
– ¿Y qué pasa cuando llega el verano?
– A veces no llega.
– ¿Entonces cómo notan la diferencia?
– En invierno la lluvia se convierte en nieve.
– Una existencia muy aleccionadora si uno es un árbol.
Louis acabó de ordenar su ropa y se volvió hacia nosotros.