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– ¿Has averiguado algo?

– La mujer de recepción recuerda a Ellen y a su novio. Les recomendó que fuesen a ver la puesta de sol en las afueras del pueblo, y supone que después siguieron hacia el norte.

– Quizá sí que fueron al norte -dijo Louis.

– Según Lee Cole, la guardia forestal del Parque Estatal de Baxter no tiene constancia de que hayan visitado la zona. Aparte de eso, las opciones hacia el norte son muy limitadas. Además, la mujer de recepción dice que trajeron a un viejo en el coche hasta aquí, y que fue ese viejo quien les sugirió que se alojasen en Dark Hollow.

– ¿Y qué hay de malo en ello?

– No lo sé. Depende de quién fuese. Podría no tener ninguna importancia.

Pero me acordé del viejo que había perseguido a Rita Ferris en el hotel, y del viejo que Billy Purdue decía haber visto poco antes de que alguien le arrebatase a su familia. Y me acordé también de algo que me había dicho Ronald Straydeer cuando nos hallábamos frente a la caravana de Billy Purdue hablando de un hombre al que quizás había visto o quizá no en su propiedad. «Te estás haciendo viejo», le había dicho yo, y él me entendió mal y contestó: «Sí, quizá fuese un viejo el que vino».

– ¿Y ahora qué?

Hice un gesto de desánimo.

– Voy a tener que hablar con Rand Jennings.

– ¿Quieres que te acompañemos?

– No, tengo otros planes para vosotros. Acercaos a la casa de Payne para ver qué pasa.

– ¿Para ver si Billy Purdue ha aparecido por allí, quieres decir? -preguntó Ángel.

– Eso, o lo que sea.

– ¿Y si ha aparecido?

– Iremos a buscarlo.

– ¿Y si no?

– Esperaremos hasta que me asegure de que Ellen Cole no anda metida en problemas por aquí. Después… -Me encogí de hombros.

– Esperamos un poco más -concluyó Ángel.

– Sí, supongo -respondí.

– Es bueno saberlo -dijo-. Así, al menos puedo planear qué ponerme.

La Comisaría de Policía de Dark Hollow estaba fuera del término municipal, a unos dos kilómetros al norte. Era un edificio de obra vista de una sola planta, con su propio generador en un habitáculo de hormigón en el lado este. Era bastante nuevo, pues hacía un par de años un incendio destruyó la fachada orientada a la calle de la estructura original.

Dentro la temperatura era agradable y estaba bien iluminado, y un sargento en mangas de camisa rellenaba impresos detrás de un escritorio de madera. En su reluciente placa se leía RESSLER, así que supuse que se trataba del mismo Ressler que había visto morir a Emily Watts. Me presenté y pregunté por el jefe.

– ¿Con qué motivo desea verle?

– Ellen Cole -contesté.

Con la frente un poco fruncida, descolgó el auricular y marcó una extensión.

– Jefe, hay aquí un hombre que quiere hablar con usted de Ellen Cole -dijo. Luego tapó el auricular y se volvió hacia mí-. ¿Cómo ha dicho que se llama?

Volví a darle mi nombre y lo repitió por el teléfono.

– Así es, jefe. Parker. Charlie Parker. -Escuchó por un momento y me miró de arriba abajo con atención-. Sí, más o menos coincide. Claro, claro. -Colgó y me examinó de nuevo en silencio.

– ¿Me recuerda, pues? -pregunté.

Ressler no contestó, pero me dio la impresión de que el sargento conocía bien a su jefe y había detectado algo en su voz que lo había puesto en guardia.

– Sígame -dijo a la vez que descorría el pasador de una cancela a un lado del escritorio y la mantenía abierta para dejarme pasar.

Aguardé mientras la cerraba y luego lo seguí entre un par de escritorios hasta un pequeño cubículo de cristal. Detrás de un escritorio metálico, sobre el que había bandejas con papeles y un ordenador, estaba Randall Jennings.

No había cambiado mucho. Desde luego, había echado canas y se le veía ligeramente más gordo. Tenía el rostro algo hinchado y una incipiente papada, pero continuaba siendo un hombre apuesto con ojos castaños de mirada penetrante y hombros anchos y fuertes. Debió de resentírsele el ego, pensé, cuando su mujer se enredó conmigo.

Esperó a que Ressler se marchase y cerrase la puerta del despacho antes de hablar. No me ofreció asiento ni pareció molestarle el hecho de que, de pie, lo mirase desde arriba.

– Pensaba que nunca más volvería a verte la cara -dijo por fin.

– Lo suponía por la manera en que te despediste. Me sorprende que no le hayas pedido al sargento que se quedase a vigilar la puerta.

No respondió. Se limitó a ordenar unos papeles sobre la mesa. No supe si, con ese gesto, pretendía distraerse o distraerme a mí.

– ¿Has venido por lo de Ellen Cole?

– Así es.

– No sabemos nada. Vino y se fue. -Alzó las manos en un ademán de impotencia.

– Pues su madre no piensa lo mismo.

– Me da igual lo que piense su madre. Estoy diciéndote lo que sé, lo mismo que le dije a su padre cuando se presentó aquí.

Sospeché que por poco no me había topado allí con Walter Cole, que quizás incluso habíamos estado en el pueblo al mismo tiempo. Sentí cierta lástima al pensar que se había visto obligado a viajar hasta allá solo, temiendo por la seguridad de su hija. Yo le habría ayudado si lo hubiese sabido.

– La familia presentó una denuncia de desaparición.

– Estoy enterado de eso. Un agente federal se me ha echado encima por un expediente del que no hay constancia en el CNIC. -Me miró con severidad-. Le dije que Dark Hollow está muy lejos de Nueva York. Aquí hacemos las cosas a nuestra manera.

No reaccioné a su andanada de territorialismo.

– ¿Vais a tomar alguna medida en relación con la denuncia? -insistí.

Jennings se puso en pie y apoyó los nudillos de sus enormes manos en el escritorio. Casi me había olvidado de su envergadura física. Llevaba una pistola enfundada al cinto, una Coonan 357 Magnum de St. Paul, Minnesota. Relucía y parecía nueva. Supuse que allí no tenía muchas ocasiones para usarla, a menos que se sentase en el porche de su casa y practicase el tiro al blanco con los conejos.

– ¿Es que no me he explicado bien? -dijo en voz baja pero con un asomo de ira contenida-. Hemos hecho lo que estaba en nuestras manos. Hemos atendido la denuncia de desaparición. En nuestra opinión, la chica y su novio se han fugado juntos y, por el momento, no tenemos motivos para sospechar otra cosa.

– La mujer del motel dice que se dirigían al norte.

– Quizá sí.

– Al norte sólo quedan Baxter y Katahdin. Y allí no han estado.

– Entonces irían a otra parte.

– Es posible que los acompañase otra persona.

– Puede ser. Yo sólo sé que se marcharon del pueblo.

– Ahora entiendo por qué no llegaste a inspector.

Dio un respingo y enrojeció.

– Si me disculpas, tenemos unos cuantos delitos reales de los que ocuparnos.

– Claro. ¿Alguien ha estado robando árboles de Navidad o intentando tirarse a un alce, quizá?

Rodeó el escritorio y pasó junto a mí para abrir la puerta del despacho. Creo que en parte esperaba que retrocediese, pero no lo hice.

– Confío en que no hayas venido a buscar problemas -dijo. Eso podría haber sido una alusión a Ellen Cole, pero su mirada delató que se refería a otra persona.

– No necesito buscarme problemas -respondí-. Si me quedo quieto el tiempo necesario, los problemas vienen a mí.

– Será porque eres tonto -dijo manteniendo la puerta abierta-. No atiendes a las lecciones que te enseña la vida.

– Te sorprenderías de lo mucho que he aprendido.

Me dispuse a salir del despacho, pero de pronto extendió la mano izquierda para cortarme el paso.

– Recuerda una cosa, Parker: éste es mi pueblo, y tú eres un invitado. No abuses del privilegio.

– Entonces, ¿aquí no se aplica eso de «lo mío tuyo es»?

– No -contestó-. No se aplica.

Abandoné el edificio y me encaminé hacia el coche con los dedos ateridos de frío a causa del cortante viento que bramaba entre los árboles. Había oscurecido. Cuando llegué al Mustang, entró en el aparcamiento un viejo Datsun Sunny verde, paró y salió de él Lorna Jennings. Llevaba una cazadora negra de piel con un amplio pañuelo al cuello y unos vaqueros con las perneras remetidas en las mismas botas que calzaba la vez anterior. No me vio hasta que se dirigió hacia la entrada principal. Cuando advirtió mi presencia, se detuvo un momento y lanzó una mirada nerviosa a la puerta que quedaba bajo la luz antes de acercarse a mí.