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– ¿Qué haces aquí? -preguntó.

– He venido a hablar con tu marido. No se ha mostrado muy servicial.

Enarcó una ceja.

– ¿Y te sorprende?

– No, la verdad es que no, pero no he venido por asuntos propios. Un chico y una chica han desaparecido y creo que quizás alguien aquí sepa qué ha sido de ellos. Me quedaré en el pueblo hasta que averigüe de quién se trata.

– ¿Quiénes son?

– La hija de un amigo y su novio. Se llama Ellen Cole. ¿La ha mencionado Rand alguna vez?

Lorna asintió.

– Dijo que había hecho lo que había podido. En su opinión, es muy posible que se hayan escapado de casa.

– Amor entre jóvenes -comenté-. Es algo hermoso.

Lorna tragó saliva y se pasó la mano por el cabello.

– Te odia, Bird, por lo que hiciste, por lo que hicimos.

– Ha pasado mucho tiempo.

– Para él no -dijo ella-. Ni para mí.

Me arrepentí de haber hablado del amor entre jóvenes. No me gustó la expresión de su mirada. Me puso nervioso. Pero yo mismo me sorprendí cuando, a continuación, pregunté:

– ¿Por qué sigues con él, Lorna?

– Porque es mi marido. Porque no tengo a donde ir.

– Eso no es verdad, Lorna. Siempre hay un sitio adonde ir.

– ¿He de tomármelo como una invitación?

– No, es una simple observación. Cuídate.

Hice ademán de marcharme, pero ella me detuvo apoyando la mano en mi brazo.

– No, Bird, cuídate tú -dijo-. Como te he dicho, Rand no te ha perdonado ni te perdonará.

– ¿Te ha perdonado a ti? -pregunté.

Al hablar, su rostro adoptó una peculiar expresión, una expresión que me recordó aquella primera tarde que pasamos juntos y el calor de su piel contra la mía.

– Yo no quería su perdón -contestó. Esbozó una triste sonrisa y se fue.

Después de eso me dediqué durante una hora a recorrer las tiendas de Dark Hollow enseñando la fotografía de Ellen Cole a todo aquel que se tomase la molestia de mirarla. La recordaban en el restaurante y en el supermercado, pero nadie la había visto marcharse con Ricky y nadie pudo confirmar si los acompañaba un hombre, ni especular sobre quién podía ser esa otra persona. Las luces de las tiendas proyectaban un resplandor amarillento sobre la nieve y, mientras iba de un lado a otro arrebujado en mi abrigo, hacía cada vez más frío.

Cuando agoté todas las posibles vías de investigación, al menos de momento, regresé a mi habitación, me duché y me puse unos vaqueros, una camisa y un suéter antes de enfundarme el abrigo y prepararme para reunirme con Ángel y Louis e ir a cenar. Ángel, ya delante de la habitación, bebía café y exhalaba bocanadas blancas como un motor de vapor en mal estado.

– Oye, aquí fuera hace más calor que dentro de la habitación -comentó-. Las baldosas del baño están tan frías que he perdido una capa de piel de los pies.

– Eres muy delicado. Debe de ser cosa de gays.

– Sí, y toco el violín y escribo grandes obras literarias en el váter. No sé si sabes que esa clase de estereotipos es lo que ha impedido a los gays…

– ¿Impedido qué? ¿Qué no has hecho que deseases hacer de verdad con toda tu alma?

– ¿Volver a Nueva York?

– ¿Y ser gay te lo impide?

– No, supongo que no. Eres tú quien me lo impide.

– ¿Lo ves? El hecho de ser gay no tiene nada que ver con eso. Aunque fueras heterosexual, no te quedaría más remedio que seguir aquí.

Ángel lanzó un resoplido de pesar y dio patadas al suelo al tiempo que se pasaba el café de una mano a otra, metiéndose la mano libre bajo la axila opuesta cada vez.

– Para ya -dije-. Al final conseguirás que llueva. ¿Algún indicio de actividad en casa de Meade Payne?

Ángel entró en un estado de relativa inmovilidad.

– No pudimos ver nada a no ser que llamásemos y pidiésemos galletas y un vaso de leche. Estuvimos mirando cómo cenaban el tipo joven y Payne, pero en apariencia estaban solos. Y tú, ¿has tenido suerte con Jennings?

– No.

– ¿Te sorprende?

– Sí y no. No tiene ninguna razón para ayudarme, pero aquí no se trata de mí. Se trata de Ellen y de su novio, y sin embargo he adivinado en su mirada que, si pudiera, no dudaría en utilizarlos para atacarme. No lo entiendo. Ha sufrido. Me consta que así es. Su mujer se lió con otro a sus espaldas, con un hombre diez años menor que él, pero sigue con ella y su relación es un desastre. Tampoco es que Rand fuera viejo, ni cruel, ni impotente. Tenía lo que había que tener; o quizá lo que había que tener desde su punto de vista. Yo le quité algo y no va a perdonármelo. Pero ¿cómo es posible que no le preocupen Ellen Cole, Ricky o sus familias? Por mucho que me odie a mí, ellos deberían importarle. -Descargué una patada inútilmente contra el suelo-. Disculpa, Ángel. Estaba pensando en voz alta.

Ángel echó el resto del café a un montículo de nieve helada y compacta. Oí el suave chisporroteo que produjo al caer mientras el café corrompía la blancura de los cristales de nieve uno por uno.

– El sufrimiento no lo justifica todo, Bird -dijo Ángel en voz baja-. Así que ha sufrido, ya ves tú. Que se ponga a la cola con el resto de la gente, los simples mortales. Sufrir no es justificación, y tú lo sabes. La cuestión es comprender que los demás también sufren, y algunos sufren más de lo que uno llegará a sufrir nunca. Y si puedes hacer algo para remediarlo, lo haces, y lo haces sin gimotear y sin airear tu propia cruz para que todos la vean. Lo haces porque es lo correcto.

»Por lo que dices, ese Rand Jennings no tiene un gramo de compasión en el cuerpo. Le basta con compadecerse a sí mismo, y no comprende más sufrimiento que el suyo propio. Y si no, fíjate en su matrimonio. Esa situación es cosa de dos, Bird; al margen de lo que tú sintieras por ella antes, ella se ha quedado con él hasta el día de hoy, y si tú no hubieses aparecido como caído del cielo, las cosas habrían seguido exactamente igual para ellos. Él sería infeliz, ella sería infeliz, y los dos serían infelices juntos, y por lo visto han puesto sus propios límites a lo que puede y no puede ocurrir para cambiar esa situación.

»Pero él es un egoísta, Bird. Sólo piensa en su propio dolor, su propia pena, y la culpa a ella de eso, y a ti también, y por extensión al mundo entero. Le traen sin cuidado Ellen Cole, Walter y Lee. No hace más que reconcomerse y maldecir por la pésima mano de cartas que cree que le ha repartido la vida, y esa mano no va a cambiar nunca.

Lo miré, miré su perfil sin afeitar, los bucles de pelo oscuro que asomaban por debajo de la gorra de lana oscura, la taza de café vacía olvidada en la mano. Era un cúmulo de contradicciones. Me resultó chocante recibir lecciones sobre la vida de un ladrón semirretirado de un metro sesenta y cinco y cuyo novio, hacía apenas veinticuatro horas, había ejecutado a un hombre contra una pared de ladrillo. En mi vida, reflexioné, estaban produciéndose giros extraños.

Ángel pareció adivinarme el pensamiento, porque se volvió hacia mí antes de seguir hablando.

– Tú y yo somos amigos desde hace mucho, quizás incluso sin ser conscientes de ello. Te conozco y durante un tiempo estuviste a punto de convertirte en un hombre como Jennings y un millón más igual que él, pero ahora tengo la certeza de que eso no va a pasar. No estoy muy seguro de cómo cambiaron las cosas y me parece que ni siquiera deseo saber la mayoría de las cosas que pasaron. Lo único que sé es que estás convirtiéndote en un hombre capaz de sentir compasión. Eso no es lo mismo que la lástima, que la culpabilidad, o que intentar saldar una deuda con la fortuna o con Dios. Es sentir el dolor ajeno como propio, y actuar para eliminar ese dolor. Y quizás, a veces, para eso se tienen que hacer cosas que están mal, pero en la vida el equilibrio no es fácil. Puedes ser un buen hombre y cometer faltas, porque así son las cosas. Quienes opinan lo contrario, en fin, no son más que oportunistas, porque se pasan tanto tiempo luchando con su conciencia que no hacen nada más y todo continúa igual, y los inocentes y los indefensos siguen saliendo malparados. Al final tú haces lo que puedes, quizá lo que debes hacer, para mejorar las cosas. En la próxima vida nadie va a poner tu alma en un platillo de la balanza y una pluma en el otro, Bird. Sospecho que en realidad hacen un estudio comparativo, o de lo contrario todos acabaríamos en el infierno.