Me sonrió. Fue una sonrisa fría y breve que indicaba que conocía el coste de regirse por esa filosofía. Lo sabía porque él mismo se regía por ella: a veces conmigo, a veces con Louis, pero siempre, siempre conforme a lo que consideraba correcto. No estaba muy seguro de que lo que decía pudiese aplicarse a mí. Yo me formaba juicios morales, pero no siempre me creía autorizado a ello y sabía que aún no había conseguido expiar la culpabilidad y la aflicción que sentía. Actuaba para aliviar mi propio dolor y, al hacerlo, a veces conseguía aliviar el dolor de los demás. Eso era lo más cercano a la compasión a lo que me consideraba capaz de llegar por el momento.
Desde el otro extremo del pueblo se fue aproximando el ruido de sirenas. En los edificios de la calle mayor se reflejaron los destellos rojos y azules de un coche patrulla cuando dobló la esquina a toda velocidad en dirección a nosotros. En el cruce torció bruscamente a la izquierda con un chirrido y se alejó. En el asiento delantero vi a Randall Jennings.
– Alguien debe de haber organizado un guateque -comentó Ángel.
Un segundo coche sin distintivos bajó por la calle mayor y, derrapando al girar, siguió al primer vehículo.
– Con bebidas gratis-añadí.
Agité las llaves que tenía en la mano y con un suave codazo aparté a Ángel del capó del Mustang, donde acababa de acomodarse.
– Voy a echar un vistazo. ¿Me acompañas?
– No. Estoy esperando a que el Narciso Negro acabe de ponerse guapo para nosotros. Nos quedaremos por aquí hasta que vuelvas, quemando algún que otro mueble para calentarnos.
Seguí las luces de los otros coches a medida que se iban reflejando en los árboles, cuyas ramas parecían manos extendidas sobre la carretera. Los alcancé tras recorrer un par de kilómetros, justo cuando se adentraban en el bosque por la carretera particular de una compañía maderera, donde habían retirado la barrera para permitir pasar a los coches. Junto a la barrera había un hombre con una gorra de lana y una parka. Tras él, un camino serpenteaba hasta una casa pequeña al borde de las tierras de la compañía. Supuse que era quien había avisado a la policía.
Me mantuve a poca distancia del segundo coche, observando sus luces de posición mientras viraba y descendía por la pista estrecha y llena de baches. Finalmente, el coche patrulla se detuvo junto a un camión Ford con una ligera derrapada; al lado había un hombre con barba y el vientre hinchado como el de una embarazada. Jennings salió del primer coche, y Ressler del segundo acompañado de otro agente. Las luces de sus linternas cobraron vida y los tres policías se dirigieron a la parte trasera del camión para mirar dentro. Saqué mi propia linterna del maletero y me encaminé hacia ellos. Cuando me acercaba, oí decir al hombre de la barba:
– No quería dejarlo allí. Va a nevar, y ya no lo habríamos encontrado hasta el deshielo.
Cuando me aproximé, los policías, incluido Rand Jennings, se volvieron hacia mí.
– ¿Qué carajo haces aquí? -preguntó éste.
– Recojo moras. ¿Qué tenéis ahí?
Enfoqué la caja del camión con el haz de la linterna, aunque lo que allí había no necesitaba más iluminación. Necesitaba oscuridad, tierra y que lo cubriese una lápida dos metros por encima.
Era un cadáver, tendido sobre una lona, con la boca abierta y llena de hojas. Tenía los ojos cerrados y la cabeza torcida en un ángulo anómalo. Yacía desmadejado entre las herramientas y los contenedores de plástico del camión, con el cabello tocando el armero vacío.
– ¿Quién es?
Por un momento, pensé que Jennnigs no iba a contestar. Finalmente suspiró y dijo:
– Parece Gary Chute. Era topógrafo de la compañía maderera. Este hombre, Daryl, lo ha encontrado mientras comprobaba unas trampas. También ha visto su furgoneta, a unos tres kilómetros del cadáver.
Dio la impresión de que Daryl iba a desmentir la parte de la declaración relativa a las trampas. Abrió la boca por un instante y volvió a cerrarla ante la mirada de Jennings. Daryl me pareció más bien corto de entendederas, pensé. Tenía la mirada mortecina y la frente estrecha, y la boca, aunque cerrada, permanecía en continuo movimiento, como si se mordisqueara el lado interno del labio inferior.
A su lado, Ressler examinaba la cartera del muerto.
– Es Chute, en efecto -anunció-. Pero no lleva dinero en la cartera. Las tarjetas de crédito siguen aquí. ¿Te lo has quedado tú, Daryl?
Daryl movió la cabeza de lado a lado en un gesto vehemente.
– No, yo no he tocado nada.
– ¿Seguro?
Daryl asintió.
– Seguro -contestó-. Estoy seguro.
Ressler pareció dudar de su palabra, pero no dijo nada más.
Me volví hacia Daryl.
– ¿Cómo lo ha encontrado?
– ¿Eh?
– Quiero decir en qué posición.
– Tendido al fondo de un barranco, casi enterrado por la nieve y las hojas -contestó Daryl-. Como si hubiera resbalado, se hubiera golpeado contra las piedras y los árboles al caer y se le hubiera quedado el cuello atrapado en una raíz. Debió de partírsele como una rama. -Una sonrisa nerviosa asomó a los labios de Daryl, parecía que dudase de haber dicho lo correcto.
La explicación no era muy verosímil, y menos teniendo en cuenta el dinero desaparecido de la cartera.
– Daryl, ¿dice que estaba cubierto de nieve y hojas?
– Sí -contestó Daryl de inmediato-. Y de ramas.
Moví la cabeza en un gesto de asentimiento y volví a iluminar el cadáver con la linterna. Algo me llamó la atención en las muñecas y mantuve el haz de luz enfocado en ese punto durante un momento antes de apagarla.
– Es una lástima que lo haya movido de donde estaba -comenté.
Incluso Jennings tuvo que darme la razón.
– Joder, Daryl, tendrías que haberlo dejado allí para que fuese a buscarlo la guardia forestal.
– No podía dejarlo allí -repuso Daryl-. No me parecía bien.
– Quizá Daryl esté en lo cierto. Si nieva, que nevará, podríamos haberlo perdido hasta la primavera -comentó Ressler-. Por lo visto ha encontrado el cuerpo en Island Pond, lo ha envuelto en la lona y lo ha arrastrado con el trineo más de quince kilómetros hasta su camión. Island Pond está bastante lejos de aquí y, según Daryl, ya hay nieve acumulada en la carretera mucho antes de llegar.
Miré a Daryl con respeto; pocos hombres habrían llevado a rastras el cadáver de un desconocido tantos kilómetros.
– Es imposible partir hacia allá de noche, aun en el supuesto de que pudiéramos encontrar el sitio -concluyó Jennings-. En todo caso, esto atañe a la guardia forestal, quizás al departamento del sheriff, pero no a nosotros. Nos encargaremos de que lo trasladen a Augusta por la mañana para que el forense le eche un vistazo.
Alcé la vista por encima de los árboles hacia el negro cielo nocturno. Se advertía una sensación de pesadez, como si algo estuviese a punto de descargar sobre nosotros. Ressler siguió mi mirada.