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– Como he dicho, Daryl tiene razón. Va a nevar.

Jennings lanzó una mirada a Ressler para darle a entender que no quería oír más comentarios acerca del descubrimiento ante Daryl y, menos aún, ante mí. De pronto dio una palmada.

– Muy bien, vámonos.

Se inclinó hacia el interior de la caja del camión y, tras cubrir el cuerpo de Gary Chute con la lona, utilizó trozos de chatarra, un gato para cambiar ruedas y la culata de una escopeta para sujetarla. Con un dedo indicó al agente que se acercara.

– Stevie, sube a la caja y asegúrate de que la lona sigue en su sitio.

Stevie, que aparentaba unos once años, movió la cabeza en un gesto de disgusto, pero subió al camión con cuidado y se puso en cuclillas junto al cadáver. Ressler regresó a su coche y nos dejó solos a Jennings y a mí.

– Sin duda agradecemos todos tu ayuda, Parker.

– Por raro que parezca, me parece que no lo dices en serio.

– Tienes toda la razón. Apártate de mi camino y de mis asuntos. No quiero tener que repetírtelo.

Me tocó el pecho una vez con un dedo enguantado antes de darse media vuelta y alejarse. Los coches arrancaron casi simultáneamente y formaron un convoy con el camión -uno por delante, otro por detrás- para llevar a Gary Chute de regreso a Dark Hollow.

Según Daryl, el cuerpo de Chute estaba cubierto de hojas y ramas, además de nieve. Si su muerte hubiera sido un accidente, y Daryl hubiese sacado el dinero de la cartera, eso no tenía mucho sentido. Los árboles habían perdido ya todas sus hojas y nevaba con regularidad desde hacía más o menos una semana. El cuerpo podía estar cubierto de nieve, pero no de hojas y ramas. Aquello revelaba que alguien había intentado ocultar el cadáver de Gary Chute.

Regresé al coche y pensé en lo que había visto a la luz de la linterna: marcas rojas en las muñecas del muerto. Esas marcas no eran el resultado de una caída, ni de los animales, ni de la escarcha.

Eran las quemaduras provocadas por una cuerda.

Cuando volví al motel, Ángel y Louis se habían marchado. Encontré una nota bajo mi puerta, escrita con la letra curiosamente cuidada de Ángel, en la que me comunicaban que habían ido al restaurante y que me esperaban allí. En lugar de reunirme con ellos fui a la recepción del motel, llené de café dos vasos de papel y regresé a mi habitación.

La muerte de Chute continuaba preocupándome. Había sido mala suerte que Daryl encontrase el cadáver, aunque hubiese actuado con la mejor intención. La furgoneta de Chute habría servido más o menos como punto de referencia para localizar el lugar del asesinato, pero ahora el traslado del cuerpo ponía en tela de juicio la fiabilidad de cualquier hallazgo.

Quizá no sirviese de nada, pero marqué en un mapa la zona de Island Pond donde había aparecido el cuerpo de Gary Chute.

Island Pond se halla al nordeste de Dark Hollow. El único camino para acceder allí es una carretera particular, y se requiere un permiso para poder utilizarla. Si alguien había matado a Gary Chute, tenía que haber recorrido esa carretera para llegar hasta él y haberlo seguido por el bosque. La otra posibilidad era que quienquiera que lo hubiese matado estuviera ya en el bosque esperándolo. O…

O quizá Chute había tenido la mala fortuna de ver a alguien o algo que no debía. Quizá su asesino no se adentró en el bosque tras él, sino que salía del bosque. Y si había sido así, el primer lugar al que esa persona habría llegado era Dark Hollow.

Pero todo eso no eran más que especulaciones. Necesitaba poner en orden mis ideas. Anoté en mi cuaderno de notas todo lo ocurrido desde que Billy Purdue me hundió la navaja en la mejilla. Allí donde existía algún vínculo tracé líneas de puntos entre los nombres. La mayoría regresaba a Billy Purdue, excepto la desaparición de Ellen Cole y la muerte de Gary Chute.

Y el centro del diagrama lo ocupaba un espacio blanco, vacío y limpio como nieve recién caída. Los otros nombres e incidentes estaban dispuestos en círculo alrededor, como planetas en torno al sol. Sentí el antiguo instinto, el deseo de imponer una lógica a los hechos que aún no comprendía por completo, alguna explicación que abriese el camino hacia la verdad final. Cuando era inspector en Nueva York y me ocupaba de las muertes de personas a quienes no había conocido, a quienes no me unían lazos directos y con quienes no tenía mayor obligación que la de un policía cuya misión es averiguar qué ha ocurrido y asegurarse de que el culpable pague por su delito, seguía los hilos de la investigación tal como los había tendido, y si no llevaban a ninguna parte o sencillamente se demostraba que eran suposiciones falsas, me encogía de hombros y volvía al núcleo para seguir otro hilo. Estaba dispuesto a cometer errores con la esperanza de, al final, encontrar algo que no fuese una equivocación.

Ese lujo, el lujo de la objetividad, me fue arrebatado con la muerte de Susan y de Jennifer. Ahora para mí todos eran importantes, todos los extraviados, todos los desaparecidos, pero Ellen Cole me importaba más que la mayoría. Si estaba en apuros, no había margen de error posible, ni tiempo para cometer equivocaciones con la esperanza de que me llevasen a la verdad. Tampoco podía olvidar a Rita Ferris y a su hijo, y al pensar en ella miré instintivamente por encima del hombro hacia el oscuro rectángulo de la ventana, y recordé un peso en el hombro, frío pero no inflexible, el roce de una mano familiar.

Estaban ocurriendo muchas cosas; demasiadas muertes giraban alrededor del espacio blanco en el centro de la página. Y en ese espacio tracé un interrogante, añadí el punto con cuidado y continué con una serie de puntos descendentes hasta el pie de la página.

Y allí escribí el nombre de «Caleb Kyle».

A continuación debería haberme ido a cenar. Debería haberme reunido con Ángel y Louis y haberlos acompañado a un bar, donde los habría observado mientras bebían y coqueteaban extrañamente entre sí. Puede que incluso hubiese tomado una copa, sólo una… Las mujeres habrían pasado a mi lado, contoneándose suavemente mientras el alcohol se adueñaba de sus mentes y sus cuerpos. Quizás alguna de ellas me habría sonreído, y quizá yo le habría devuelto la sonrisa y habría sentido esa chispa que se enciende cuando una mujer hermosa centra la atención en un hombre. Habría tomado otra copa, luego otra, y pronto me habría olvidado de todo y habría descendido para siempre al abismo del olvido.

Se acercaba el aniversario. Tenía conciencia de ese hecho como de un nubarrón en el horizonte que avanzaba inexorablemente para envolverme en recuerdos de pérdida y dolor. Deseaba normalidad, y sin embargo ésta seguía sin estar a mi alcance. Ni siquiera sabía con certeza por qué había ido al despacho de Rachel, pero sí sabía que quería estar a su lado aunque mis sentimientos hacia ella me generasen malestar y culpabilidad, como si en cierto modo traicionase el recuerdo de Susan. Con estos pensamientos en la cabeza, después de todo lo ocurrido en los últimos días, y después de permitir que mi mente explorase la naturaleza de los asesinatos que se habían cometido tanto en el pasado reciente como en el lejano, no me convenía quedarme solo.

Cansado y tan hambriento que se me había ido el apetito por completo para dar paso a una molestia más profunda y persistente, me desnudé, me metí en la cama y me tapé hasta la cabeza preguntándome cuánto tardaría en conciliar el sueño. Pero me dormí antes de darme cuenta.

Me desperté al percibir un ruido y un olor tenue y desagradable que no identifiqué hasta transcurridos unos instantes. Era el olor de la vegetación descompuesta, de las hojas y el mantillo y del agua estancada. Levanté la cabeza de la almohada y me froté los ojos para despejarme, y a medida que el hedor a podredumbre se intensificaba fui arrugando la nariz. En la mesilla de noche había una radio despertador -marcaba las 00:33- y comprobé si la alarma se había encendido por alguna razón durante la noche, pero la radio estaba apagada. Miré alrededor, consciente de pronto de que la luz de la habitación tenía algo extraño, un color anormal.