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Alguien cantaba en el cuarto de baño.

Era un sonido grave pero dulce, dos voces unidas para cantar la misma canción, una canción que parecía una nana, y cuya letra resultaba imposible de entender tras la puerta cerrada del baño.

Por debajo de esa misma puerta se filtraba una luz verde que se propagaba en hondas por la moqueta barata. Aparté las mantas y me quedé inmóvil y desnudo en el suelo, sin sentir frío, y me encaminé hacia el baño. Al acercarme, el olor se hizo más intenso. Noté que se me adhería a la piel y al cabello, como si me bañase en él. El cántico subió de volumen, y la letra me llegó nítidamente, las mismas sílabas repetidas una y otra vez con el timbre agudo de unas niñas.

«Caleb Kyle, Caleb Kyle.»

Había llegado casi hasta donde terminaban los rayos de luz procedentes de debajo de la puerta. Al otro lado se oía un suave chapoteo de agua.

«Caleb Kyle, Caleb Kyle.»

Aguardé un segundo fuera de la luz verde y después apoyé el pie descalzo en ella.

El cántico se interrumpió en cuanto toqué el suelo, pero la luz siguió allí, deslizándose sobre mis dedos descalzos con un movimiento lento y viscoso. Alargué el brazo y, con cautela, bajé el picaporte. Abrí y pisé las baldosas.

El baño estaba vacío. Allí no había nada más que las superficies blancas, la ordenada pila de toallas sobre el inodoro, el lavabo con sus jabones de mala calidad todavía envueltos, los vasos con sus fundas de papel, la cortina de flores de la bañera corrida casi por completo…

La luz procedía de detrás de la cortina, un resplandor verde y desagradable que brillaba con apenas un vestigio de la potencia de su fuente original, como si se hubiese abierto paso a través de capas y capas de obstáculos para proporcionar cierta iluminación, por pequeña que fuese. Y en el silencio de la habitación, roto sólo por el suave chapoteo del agua tras la cortina, daba la impresión de que algo contuviese el aliento. Oí una risa delicada, ahogada por una mano, y otra risa sonó como un eco de la primera, y entonces detrás de la cortina aumentó el chapoteo.

Tendí una mano, agarré el plástico y empecé a descorrerlo con un movimiento rápido. Encontré cierta resistencia, pero continué apartando la cortina hasta que el interior de la bañera quedó totalmente a la vista.

El agua estaba llena de hojas, tantas que llegaban a la altura de los grifos. Eran verdes y rojas, marrones y amarillas, negras y doradas. Había hojas de álamos llorones y de abedules, de cedros y de cerezos, de arces y de tilos, de hayas y de abetos, sus formas retorcidas y superpuestas, y la intensidad de su descomposición contaminaba el agua y creaba una pestilencia casi visible.

Una silueta se movió bajo las hojas y afloraron burbujas a la superficie. La vegetación se separó y algo blanco empezó a elevarse, con una ascensión larga y lenta como si el agua fuese mucho más profunda de lo que era. Al acercarse a la superficie pareció escindirse en dos figuras, agarradas de la mano mientras subían, con las melenas dispersas y ondeantes, las bocas abiertas, los ojos cegados.

Dejé caer la cortina e intenté moverme, pero las baldosas me traicionaron del mismo modo que me habían traicionado el día que encontré a las niñas. Y cuando me caí, sus sombras se deslizaron detrás de la cortina y yo retrocedí impulsándome con las manos y los talones, buscando apoyo a toda costa con los dedos de manos y pies hasta que volví a despertar; las mantas formaban un rebujo al pie de la cama y el colchón quedaba a la vista mostrando un agujero ensangrentado en la tela allí donde lo había roto con las uñas.

Oí una insistente llamada a la puerta.

– ¡Bird! ¡Bird! -Era la voz de Louis.

Me levanté a rastras de la cama y me di cuenta de que temblaba sin control. Forcejeé torpemente con la cadena de la puerta. Por fin logré abrir, y allí estaba Louis, frente a mí, con un pantalón largo de deporte de color gris y una camiseta blanca, pistola en mano.

– ¿Bird? -repitió. Se advertía preocupación en su mirada, y una especie de afecto-. ¿Qué pasa?

Algo me subió a borbotones a la garganta, y noté un sabor a bilis y café.

– Las he visto -dije-. Las he visto a todas.

18

Me senté en el borde de la cama con la cabeza entre las manos y esperé mientras Louis iba a la recepción a por dos cafés de la cafetera en eterno funcionamiento. Cuando pasó frente a su habitación oí que cruzaba unas palabras con Ángel, pero vino él solo, entró y cerró la puerta contra el aire frío de la noche. Me entregó el vaso de papel y le di las gracias antes de tomar un sorbo en silencio. Desde la calle nos llegaba el suave golpeteo de los copos de nieve en la ventana. No dijo nada durante un rato, y percibí que le daba vueltas a algo en la cabeza.

– ¿Te he hablado alguna vez de mi abuela Lucy? -preguntó por fin.

Lo miré sorprendido.

– Louis, ni siquiera sé tu apellido -contesté.

Esbozó una vaga sonrisa, como si eso fuese lo único que podía hacer para recordar lo que él mismo había sido.

– Da igual -prosiguió, y la sonrisa desapareció-. El caso es que Lucy era mi abuela, la madre de mi madre, no mucho mayor de lo que yo soy ahora. Era una mujer preciosa: alta, con la piel como el día cuando anochece. Siempre llevaba el pelo suelto. No recuerdo que se lo recogiera, se lo dejaba suelto, flotando sobre los hombros en bucles oscuros. Vivió con nosotros hasta el día de su muerte, y murió joven. Pilló una pulmonía y se consumió envuelta en temblores y sudor.

»En el pueblo vivía un hombre que se llamaba Errol Rich. Desde que yo lo conocía, nunca fue la clase de hombre que ponía la otra mejilla. Siendo negro y viviendo en un pueblo como aquél, era lo primero que aprendías: a poner siempre, siempre, la otra mejilla, porque si no lo hacías, ni un solo sheriff blanco, ni un solo jurado blanco, ni una sola pandilla de sureños gilipollas preparada para atarte al eje de un camión y llevarte a rastras por caminos de tierra hasta arrancarte la piel, ni uno solo de ellos iba a ver en ti más que a un negro de mierda con aires de superioridad, y un mal ejemplo para todos los demás negros de mierda, que quizá llegarían incluso a soliviantarse, obligando así a los blancos con cosas mejores que hacer a salir una noche oscura a darles una lección. A enseñarles modales, quizá.

»Pero Errol no veía las cosas de ese modo. Era enorme. Pasaba por la calle y tapaba el sol con los hombros. Arreglaba de todo: motores, segadoras, cualquier cosa que tuviera una parte móvil y que la mano de un hombre pudiese reparar. Vivía en una cabaña grande junto a una de las viejas carreteras del condado, con su madre y sus hermanas, y miraba a los chicos blancos a los ojos y sabía que le tenían miedo.

«Excepto una vez, cuando pasaba con su camión por delante de un bar de la Carretera 5 y oyó que alguien le gritaba "¡Eh, negro de mierda!", y acto seguido el parabrisas del camión se rompía en pedazos. Le habían lanzado una botella llena de orina que aquellos gilipollas habían reunido entre todos. Errol paró y se quedó sentado dentro un rato, cubierto de sangre, cristales rotos y orina. Al final salió de la cabina, agarró un listón de madera de un metro más o menos y se dirigió hacia donde estaban aquellos buenos chicos sentados a la entrada del bar. Eran cuatro, incluido el dueño, un cerdo llamado Little Tom Rudge, y Errol notó que se quedaban paralizados al verlo acercarse. "¿Quién ha tirado eso?", preguntó Errol. "¿Lo has tirado tú, Little Tom? Porque si has sido tú, más vale que me lo digas o voy a pegarle fuego a tu pocilga."

»Pero nadie contestó. Todos se quedaron mudos. Incluso en pandilla y borrachos sabían que no les convenía buscarle las cosquillas a Errol. Y Errol se limitó a mirarlos, luego escupió en el suelo y lanzó el listón a través de la vidriera del bar, y Little Tom no pudo hacer nada. Él menos que nadie, no en ese momento.