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»Fueron a por él la noche siguiente, tres camiones llenos. Lo agarraron delante de su madre y de sus hermanas y se lo llevaron a un sitio llamado Ada's Field, donde había un castaño que debía de tener unos cien años. Y cuando llegaron, los esperaba allí medio pueblo. Había mujeres, incluso algunos de los niños mayores. La gente comía pollo y galletas, bebía refrescos en botellas de cristal y hablaba del tiempo y de la inminente cosecha y quizá de la temporada de béisbol, como si estuviesen en una feria esperando el comienzo del espectáculo. En total había más de cien personas, sentadas en los capós de sus coches, esperando.

»Y cuando llegó Errol, atado de pies y manos, lo subieron al techo de un viejo Lincoln aparcado bajo el árbol. Le pusieron una soga al cuello y se la apretaron. Luego alguien se acercó y le vació encima una lata de gasolina, y Errol levantó la vista y pronunció las únicas palabras que dijo desde que lo atraparon, y las únicas palabras que diría ya en este mundo. "No me queméis", rogó. No les pidió que le perdonasen la vida o que no lo ahorcasen. Eso no le daba miedo. Pero no quería que lo quemaran. Luego, supongo, los miró a los ojos y vio que sería lo que tuviera que ser, agachó la cabeza y empezó a rezar.

»En fin, le ajustaron la soga al cuello y tiraron de ella hasta que Errol estuvo de puntillas en el techo del coche. Después el coche arrancó y Errol quedó suspendido en el aire, retorciéndose y sacudiéndose. Y alguien se adelantó con una antorcha encendida en la mano y prendió fuego a Errol Rich allí colgado, y aquella gente lo escuchó gritar hasta que le ardieron los pulmones y no pudo seguir gritando y murió.

»Eso ocurrió a las nueve y diez de una noche de julio, a unos cinco kilómetros de nuestra casa, al otro lado del pueblo. Y a las nueve y diez mi abuela Lucy se levantó de su silla junto a la radio. Yo estaba sentado a sus pies. Los demás se encontraban en la cocina o acostados, pero yo seguía con ella. Mi abuela Lucy se dirigió a la puerta y salió a la noche sin más ropa que el camisón y un chal, y miró hacia el bosque. Yo la seguí y pregunté: "Abuela, ¿qué pasa?". Pero ella no contestó. Siguió hasta llegar a unos tres metros de los árboles y allí se detuvo.

»Y en la oscuridad, entre los árboles, se vio una luz. No parecía más que una mancha de luz de la luna, pero cuando busqué la luna no la encontré, y el resto del bosque estaba a oscuras.

»Me volví hacia mi abuela Lucy y la miré a los ojos. -Louis interrumpió el relato y cerró los ojos por un instante, como quien recuerda un dolor olvidado hace mucho tiempo-. Mi abuela tenía fuego en los ojos. En sus pupilas, justo en lo negro del centro, vi llamas. Vi arder a un hombre como si estuviera delante de nosotros, al abrigo de los árboles. Pero cuando observé la oscuridad, allí sólo estaba aquella mancha de luz, nada más.

»Y Lucy dijo: "Pobre muchacho, pobre, pobre muchacho", y se echó a llorar. Fue como si con sus lágrimas y con su dolor apagara las llamas, porque el hombre que ardía en sus ojos empezó a desvanecerse hasta que al final desapareció, como también desapareció la mancha de luz en el bosque.

»Lucy nunca habló con nadie de lo que había ocurrido, y a mí me pidió que no lo contara. Pero me parece que mi madre lo sabía. Al menos sabía que su madre poseía una especie de don que nadie más tenía. Era capaz de encontrar los lugares oscuros, los lugares que nadie más encontraba, los lugares donde nadie más miraría. Y las cosas que se movían en las sombras, las personas camino de la otra vida, eso también lo veía. -Calló por un momento-. ¿Es eso lo que has visto, Bird? -preguntó en un susurro-. ¿Las sombras?

Sentí frío en las yemas de los dedos de los pies y en las de las manos.

– No lo sé -contesté.

– Lo digo porque recuerdo lo que pasó en Louisiana, Bird -prosiguió-. Allí viste cosas que nadie más veía. Lo sé. Lo percibí, y a ti te asustó.

Moví la cabeza en un lento gesto de asentimiento. No podía admitir aquello en lo que yo mismo no creía. A veces pensaba -quizás incluso esperaba- que el dolor me había trastornado, que la pérdida de mi mujer y de mi hija me había provocado una enfermedad mental, me había perturbado emocional y psicológicamente, que la culpabilidad me había afectado de tal modo que vivía acosado por las imágenes de los muertos que mi mente alterada invocaba. Sin embargo, era verdad que había visto a Jennifer y a Susan después de reunirme con Tante Marie Aguillard en Louisiana, después de oírle contar lo que les había ocurrido cuando ella no tenía manera de saberlo. Los otros vinieron después y me hablaron en sueños.

Ahora, al ver a Rita y a Donald, a mi propia Jennifer, al sentir sobre mí la mano de Susan, albergué en parte la esperanza de que se debiese al hecho de que se acercaba el aniversario, de que el recuerdo del dolor se hubiese abierto paso hasta los rincones de mi mente y hubiese empezado a trastornarme otra vez. O quizá fuese fruto de la culpabilidad, la culpabilidad que sentía por desear a Rachel Wolfe, la culpabilidad que sentía por desear la oportunidad de empezar de nuevo.

Existe una forma de narcolepsia en la que los pacientes sueñan despiertos literalmente, en la que los sueños de la fase REM los asaltan en el transcurso de su vida diaria, de manera que lo real y lo imaginado se funden en una sola cosa y los mundos del sueño y la vigilia entran en colisión. Durante un tiempo pensé que a lo mejor yo era víctima de algo así, pero en el fondo sabía que no se trataba de eso. Dos mundos se unían en mí, pero no eran los mundos del sueño y la vigilia. Pues en esos dos mundos nadie dormía, nadie descansaba.

Le conté algo de esto a Louis mientras me observaba en silencio desde una silla en el rincón. Después me sentí un poco avergonzado por mi arrebato, por hacerlo venir para escuchar mis delirios.

– Puede que simplemente tenga pesadillas, sólo eso. Pero me recuperaré, Louis, creo que me recuperaré. Gracias.

Me miró con severidad a los ojos. Luego se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

– Estoy a tu disposición. -Descorrió el pasador y se detuvo-. No soy una persona supersticiosa, Bird. No me interpretes mal. Pero sé lo que ocurrió aquella noche. Olía a quemado, Bird. Me llegó el olor de las hojas de los árboles en llamas.

Y dicho esto regresó a su habitación.

Aún nevaba, y los copos se helaban en la ventana. Contemplé cómo se formaban los cristales de hielo y pensé en las nietas de Cheryl Lansing, en Rita Ferris y en Gary Chute. No quería que Ellen Cole se uniera a ellos, ni Billy Purdue. Quería salvar a quienes aún vivían.

En un esfuerzo por distraerme, intenté leer. Acababa de terminar una biografía del conde de Rochester, un dandy inglés que en la época de Carlos II llegó a la tumba prematuramente a fuerza de alcohol y putas, y entretanto escribió unos cuantos poemas magníficos. Releí las últimas páginas tendido en la cama bajo la luz amarillenta de la lámpara de la pared con el zumbido de la calefacción de fondo. Por lo visto, en 1676 Rochester se vio envuelto en el asesinato de un alguacil y tuvo que esconderse disfrazándose de curandero bajo el nombre de doctor Alexander Bendo, que vendía medicamentos a base de arcilla, hollín, jabón y trozos de pared vieja a los incautos de Londres, ninguno de los cuales descubrió jamás la verdadera identidad del hombre a quien confiaban sus más íntimos secretos y las partes más íntimas de los cuerpos de sus esposas.

Al viejo Saul Mann le habría caído bien Rochester, pensé. Habría sabido valorar el componente del disfraz, la posibilidad de que un hombre adoptara la identidad de otro para protegerse y luego timara a los mismos que lo buscaban. Me dormí con el tenue tamborileo de la nieve en el cristal y soñé con Saul Mann, envuelto en una capa con lunas y estrellas, los naipes dispuestos en la mesa frente a él, aguardando en silencio el comienzo de la gran partida.