19
La nevada de aquella noche fue la primera precipitación intensa del invierno. Cayó en Dark Hollow y Beaver Cove, en el lago Moosehead y Rockwood y Tarratine. Recubrió de azúcar glas los montes Big Squaw y Kineo, Baker y Elephant. Convirtió la isla de Longfellows en una cicatriz blanca en el paisaje de Piscataquis. Algunos de los lagos de menor extensión se helaron, y sobre ellos se formó una capa de hielo tan fina y peligrosa como la hoja del cuchillo de un traidor. Una gran cantidad de nieve se posó en las coníferas y la tierra quedó en silencio e inalterada, salvo por el sonido de las ramas que cedían de mala gana bajo el peso que sostenían y entonces caían pesadamente los copos comprimidos para reunirse con la nieve acumulada debajo, que les daba la bienvenida. En mi sueño inquieto y alterado, noté caer la nieve, percibí el cambio en la atmósfera mientras el mundo se vestía de blanco y la noche aguardaba a que la exquisita perfección de la obra del invierno se revelase en la claridad del lento amanecer.
Muy temprano, oí una máquina quitanieves en la calle mayor del pueblo y el lento y cauteloso avance de los primeros coches, con el característico ruido de las cadenas sobre el asfalto. En la habitación hacía tanto frío que las gotas de humedad convertían las ventanas en cristales rotos, milagrosamente restauradas al pasar la mano. Contemplé el pueblo, las huellas de los coches, los primeros viandantes con las manos en los bolsillos o a los costados, su andar extraño y cómico por las múltiples capas de jerséis y camisas, ropa interior térmica y bufandas, como el de los niños embutidos en ropa nueva.
Me acerqué al cuarto de baño con inquietud, pero dentro todo estaba limpio y en silencio. Me duché con el agua lo más caliente posible y el grifo abierto al máximo y luego me sequé deprisa; los dientes me castañeteaban mientras notaba cómo se enfriaban las gotas sobre mi piel a causa de la baja temperatura. Me puse unos vaqueros, botas, una gruesa camisa de algodón y un suéter de lana oscuro; después añadí unos guantes y el abrigo y salí al aire frío y cortante de la mañana. La nieve crujió bajo mis pies, y fui dejando huellas a medida que avanzaba. Llamé a la puerta de la habitación contigua con dos golpes secos.
– Largo de aquí -dijo Ángel claramente a pesar de estar enterrado bajo al menos cuatro capas de mantas.
Me asaltó por un instante un sentimiento de culpabilidad por haberlos despertado la noche anterior y procuré apartar de mi pensamiento la conversación con Louis.
– Soy Bird -contesté.
– Ya lo sé. Vete.
– Voy al restaurante. Nos veremos allí.
– Antes nos veremos en el infierno. Fuera hace frío.
– Ahí dentro hace más frío aún.
– Asumo el riesgo.
– Veinte minutos.
– Lo que tú digas, pero vete.
Me disponía a emprender el camino hacia el restaurante cuando algo me llamó la atención en mi coche. Desde la ventana de la habitación me había parecido que los contornos rojos del Mustang habían quedado sólo parcialmente ocultos bajo la nieve, ya que a través de la capa blanca asomaban destellos de color como si una mano hubiese retirado parte de la nieve. Pero no era ésa la razón por la que la nieve caída sobre el coche estaba manchada de rojo. Había sangre en el parabrisas. También había sangre en el capó, y una larga línea roja nacía en la parte delantera del coche, recorría la puerta del conductor y la ventanilla trasera, hasta formar un charco bajo el maletero. Caminé por la nieve oyéndola crujir bajo los pies. En la parte trasera del coche, junto a la rueda posterior derecha, vi una maraña de pelo marrón. El gato tenía la boca abierta y la lengua le colgaba entre los dientes pequeños y blancos. Una herida roja le surcaba el vientre, pero en apariencia la mayor parte de la sangre estaba en mi coche.
A mi izquierda oí cerrarse ruidosamente la puerta de la oficina y vi acercarse a la recepcionista con los ojos enrojecidos por el llanto.
– Ya he avisado a la policía -informó-. Al ver el gato, primero he pensado que lo había atropellado usted con el coche, pero luego he visto la sangre y he comprendido que no era posible. ¿Quién le habrá hecho una cosa así a un animal? ¿A qué clase de persona le puede gustar hacer daño de esa manera? -Se echó a llorar otra vez.
– No lo sé.
Pero sí lo sabía.
Tuve que llamar tres veces a la puerta para que Ángel se acercase a abrir. Permanecí allí temblando mientras le contaba lo ocurrido; detrás de él, Louis escuchaba en silencio.
– Está aquí -dijo Louis por fin.
– No lo sabemos con certeza -respondí, pero me constaba que Louis tenía razón. En algún lugar, cerca de allí, acechaba Stritch.
Los dejé y crucé la calle para ir al restaurante. Eran las ocho y diez, y el establecimiento ya estaba casi lleno; el aire caliente circulaba impregnado de olor a café recién hecho y a beicon, y la gente levantaba la voz ante la barra y en la cocina. Por primera vez me fijé en la decoración navideña, el Papá Noel de Coca-Cola, el espumillón y las estrellas. Serían mis segundas fiestas sin ellas. Casi sentí gratitud hacia Billy Purdue, quizás incluso hacia Ellen Cole por proporcionarme algo en que concentrarme. Toda la energía que tal vez habría volcado en la pena, en la rabia, en la culpabilidad y en el temor al aniversario, la orientaba ahora hacia la búsqueda de aquellas dos personas. Pero esa gratitud fue breve y pasajera, una lamentable traición a las personas afectadas, y de inmediato me sentí molesto conmigo mismo por utilizar el sufrimiento de otros para aliviar el propio.
Ocupé un reservado y me dediqué a contemplar a la gente que pasaba por la calle. Cuando la camarera se acercó pedí únicamente café. Sólo de ver el gato y de pensar que Stritch nos seguía el rastro, se me había quitado el apetito. Sin darme cuenta, comencé a escrutar los rostros de las personas del restaurante como si Stritch hubiese podido de algún modo mutar o usurpar la forma de otro. Frente a mí había dos hombres de la compañía maderera comiendo huevos con jamón y hablando ya de Gary Chute.
Escuché y aprendí, ya que la agreste naturaleza del norte estaba al borde del cambio. Una superficie de algo más de cuarenta mil hectáreas de bosque, propiedad de una compañía papelera europea, iba a explotarse de forma inminente. La última tala en la zona había tenido lugar en los años treinta y cuarenta, y ahora el bosque volvía a estar maduro. En la pasada década la compañía había reconstruido las pistas y los puentes, y los había preparado para los grandes camiones madereros con sus grúas hidráulicas provistas de ganchos en forma de garra que se adentrarían en la espesura y permitirían el transporte de pinos, piceas y abetos, robles, arces y abedules, para empezar. Chute, licenciado por la Universidad de Maine en Orono, era uno de los responsables de la comprobación de las carreteras, el crecimiento de los árboles y los límites probables de la tala.
Las leyes relativas a la ingeniería forestal habían cambiado desde la última tala. Por entonces, las compañías desforestaron todo el territorio y provocaron un encenegamiento que mató a los peces, obligó a los animales a migrar y causó una grave erosión. En la actualidad tenían que talar diagramando el terreno como un tablero de ajedrez, dejando intacta la mitad del bosque durante otros veinte o treinta años para que los hábitats se restaurasen. Ya había indicios de las primeras talas, donde los ciervos y los alces se alimentaban de frambuesas, y los sauces y alisos crecían en pugna por la nueva luz. Así pues, los vastos e inalterados bosques del norte tenían los días contados, y pronto los hombres y las máquinas se abrirían paso en ellos. Gary Chute había sido el primero, y supuse que su trabajo debía de haberlo llevado a zonas donde pocas personas habían puesto los pies en décadas.
En la acera de enfrente, Lorna Jennings bajó de su Nissan verde, vestida con una acolchada chaqueta blanca de botones y ceñida sobre un pantalón vaquero negro y unas botas negras de media caña. Me pregunté cuánto tiempo llevaba allí: alrededor del coche no se veían restos del humo de escape y, pese al escaso tráfico, varios vehículos habían pasado ya sobre las huellas de sus ruedas.