Выбрать главу

De pie en el bordillo, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, se puso a mirar hacia el restaurante. Recorrió las ventanas con la mirada hasta llegar al lugar donde yo estaba sentado con una taza de café en la mano. Me dio la impresión de que se lo pensaba un momento; luego cruzó la calle, entró en el restaurante y tomó asiento frente a mí a la vez que se desabrochaba la chaqueta. Debajo llevaba un jersey rojo de cuello cisne que se ceñía al contorno de sus pechos. Una o dos personas se la quedaron mirando cuando se sentó e intercambiaron comentarios.

– Estás llamando la atención -dije.

Ella se sonrojó un poco.

– Por mí, pueden irse al diablo -contestó. Llevaba un toque de barra de labios rosa y el cabello le colgaba hasta la nuca, con unos mechones que le caían delicadamente junto al ojo izquierdo como plumas oscuras del ala de un ave-. Algunos de ellos saben que tú estabas allí anoche, cuando encontraron el cadáver. La gente ha empezado a preguntar qué haces aquí.

Indicó a la camarera lo que quería, y ésta enseguida le trajo café y un bollo, junto con finas lonchas de beicon en un plato aparte, y antes de irse nos lanzó por separado una mirada maliciosa. Lorna se comió el bollo sin mantequilla, sosteniéndolo con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba los trozos de beicon, que mordisqueaba con delicadeza.

– ¿Y qué respuesta se les ha dado?

– Han oído decir que buscas a una chica. Ahora se preguntan si tenías alguna razón para interesarte en la desaparición del hombre de la compañía maderera. -Se interrumpió y tomó un sorbo de café-. ¿Y bien? ¿La tienes?

– ¿Eres tú quien pregunta o es Rand?

Hizo una mueca.

– Eso es un golpe bajo -susurró-. Rand puede hacer sus propias preguntas.

Me encogí de hombros.

– No creo que la muerte de Chute fuese un accidente, pero eso debe confirmarlo el forense. Entre él y Ellen Cole me resulta difícil establecer alguna conexión. -No era del todo verdad. Ambos estaban conectados por Dark Hollow y la oscura línea de una carretera trazada a través del bosque sobre la que la muerte de Chute pendía como única gota roja-. Pero se han producido también otras muertes, algunas relacionadas con un tal Billy Purdue. Fue uno de los chicos acogidos por Meade Payne, hace mucho tiempo.

– ¿Crees que podría estar aquí?

– Creo que quizás intente llegar hasta Payne. Lo persiguen, mala gente. Consiguió hacerse con dinero que no era suyo y ahora huye asustado. Me parece que Meade Payne es la única persona que le queda en quien confiar.

– ¿Y cuál es tu papel en esto?

– Yo estaba trabajando para su mujer. Ex mujer. Se llamaba Rita Ferris. Tenía un hijo.

Lorna arrugó la frente, cerró los ojos un instante y por fin, al recordar el nombre, asintió con la cabeza.

– La mujer y el niño que murieron en Portland. Son ellos, ¿no? ¿Y ese Billy Purdue era su ex marido?

– Sí, son ellos.

– Cuentan que él mató a su propia familia.

– Se equivocan.

Permaneció un momento callada y por fin dijo:

– Pareces muy seguro de eso.

– No es esa clase de persona.

– ¿Y tú conoces a «esa clase de persona»?

Me observaba con atención. En sus ojos advertí emociones encontradas. Las percibía del mismo modo que había percibido la nieve que caía suavemente durante la noche. Incluían curiosidad, lástima y también algo más, algo que había permanecido latente muchos años, un sentimiento reprimido que ahora afloraba de manera gradual. Al notarlo, deseé alejarme de ella. Era preferible que ciertas cosas quedasen en el pasado.

– Sí, así es. Conozco a esa clase de persona.

– La conoces porque has matado a alguna de ellas.

Tardé un instante en contestar.

– Sí.

– ¿A eso te dedicas ahora?

Esbocé una sonrisa vacía.

– Parece formar parte de ello.

– ¿Merecían morir?

– No merecían vivir.

– No es lo mismo.

– Lo sé.

– Rand lo sabe todo sobre ti -dijo Lorna, y apartó el resto de su comida-. Anoche habló de ti. En realidad habló de ti a gritos, y yo le grité también. -Tomó un sorbo de café-. Creo que te tiene miedo. -Desvió la vista hacia la calle, resistiéndose a mirarme directamente y prefiriendo observar mi reflejo en el cristal-. Sé lo que te hizo en aquellos lavabos. Siempre lo he sabido. Lo siento.

– Yo era joven. Me curé.

Se volvió hacia mí.

– Yo no -dijo-. Pero no fui capaz de dejarlo, no entonces. Aún lo quería, o eso pensaba. Y era lo bastante joven para creer que nos quedaba una oportunidad juntos. Intentamos tener hijos. Pensamos que quizás así mejorarían las cosas. Perdí dos, Bird, el último hace tres años. Creo que no puedo llegar al final del embarazo. He sido tan inútil que ni siquiera he podido darle un hijo. -Apretó los labios y se apartó el pelo de la frente. A sus ojos les faltaba vida-. Ahora sueño con marcharme, pero si me voy, me voy sin nada. Es el acuerdo al que hemos llegado, y quizá tenga que ser así. Quiere que me quede, o eso dice, pero también yo he aprendido mucho en estos últimos años. He aprendido que los hombres ansían. Ansían y necesitan, pero después de un tiempo dejan de ansiar lo que tienen y buscan en otra parte. He visto cómo mira a otras mujeres, a las chicas con vestidos ceñidos que vienen al pueblo. Cree que una de ellas satisfará todos sus deseos, pero eso no ocurre y entonces vuelve a mí y me dice que lo siente, que ahora ya lo sabe. Pero sólo lo sabe mientras la culpabilidad sigue viva, y al final ésta pasa y él empieza a desear otra vez.

»Los hombres son muy estúpidos, muy egocéntricos. Todos se creen distintos, creen que ese anhelo, ese vacío en su interior, es algo peculiar de ellos, y que de algún modo los disculpa de todo aquello que hacen. Pero no es así, y entonces culpan a las mujeres por retenerlos, como si sin ellas estuvieran mejor, fueran superiores. Y las ansias crecen y tarde o temprano empiezan a cebarse en sí mismas, y ese patético caos se viene abajo como músculos y tendones separándose de los huesos.

– ¿Y no ansían también las mujeres? -pregunté.

– Sí, claro que ansiamos. Y la mayor parte del tiempo nos morimos de hambre. Como mínimo así es por aquí. Tú también ansias, Charlie Parker. Y deseas, quizá más que la mayoría. En otro tiempo me deseaste porque era distinta, porque era mayor y porque no habrías sido capaz de tenerme, pero pudiste. Me deseaste porque te parecía inalcanzable.

– Te deseé porque te quería.

Lorna sonrió con el recuerdo.

– Me habrías dejado. Quizá no inmediatamente, tal vez al cabo de unos años, pero me habrías dejado en cuanto envejeciese, en cuanto empezasen a aparecer las arrugas, en cuanto me secase y no pudiese tener hijos, en cuanto una chica guapa se acercase a ti y te deslumbrase con una sonrisa y empezases a pensar: «Todavía soy joven, puedo conseguir algo mejor que esto». Entonces te habrías ido o te habrías descarriado y habrías vuelto con el rabo entre las patas y la polla en la mano. Y yo no habría podido resistir ese dolor, Charlie, no viniendo de ti. Me habría muerto. Me habría quedado hecha un ovillo y me habría muerto por dentro.

– Ésa no debió de ser la razón por la que te quedaste con él. -Me interrumpí, porque nada bueno podía salir de aquello-. En todo caso es agua pasada. Lo hecho, hecho está.

Apartó la mirada y en su frente aparecieron arrugas de dolor.

– ¿Le fuiste infiel alguna vez a tu mujer? -preguntó.

– Sólo con la botella.

Dejó escapar una risa apagada y me miró a través del cabello que le caía sobre la cara.

– No sé si eso es peor o mejor que una mujer. Peor, creo. -La sonrisa desapareció, pero en sus ojos quedó una especie de ternura-. Ya en aquellos tiempos rebosabas dolor, Bird. ¿Cuánto más dolor has acumulado desde entonces?