– Yo no lo elegí, pero fui culpable de lo que lo causó.
Sentí como si las personas que me rodeaban se hubiesen esfumado, se hubiesen convertido en meras sombras, y el pequeño círculo de luz solar en torno a la mesa representase los límites del mundo y, más allá, en la oscuridad, figuras desdibujadas vagasen y temblasen como fantasmas de estrellas.
– ¿Y qué hiciste, Bird? -Y con delicadeza, una delicadeza extrema, noté el contacto de su mano en la mía.
– Como tú has dicho, hice daño a otras personas. Y ahora intento compensarlo.
En la penumbra las siluetas parecieron acercarse, pero no eran las personas que comían en el restaurante de un pueblo pequeño, plagado de habladurías e insignificantes suspicacias de una comunidad cerrada; eran las siluetas de los extraviados y de los malditos, y entre ellas estaban las de aquellas a quienes en otro tiempo yo había llamado amiga, amante, hija.
Lorna se puso en pie y, alrededor, el restaurante volvió a cobrar nitidez y los espectros del pasado se convirtieron en sustancia del presente. Bajó la vista para mirarme y la mano me ardió suavemente allí donde me había tocado.
– «Lo hecho, hecho está» -dijo repitiendo mis palabras-. ¿Es eso lo que sientes con respecto a nosotros?
Las líneas entre nuestro pasado y nuestro presente se habían desdibujado de algún modo y estábamos hurgando en viejas heridas que deberían haber cicatrizado mucho tiempo antes. No contesté, así que se puso la chaqueta, sacó cinco dólares del bolso y los colocó en la mesa. A continuación se dio media vuelta y se alejó, y me dejó el recuerdo del roce de su mano y la tenue presencia de su perfume, como una promesa expresada pero no cumplida todavía. Ella sabía que Rand se enteraría de que nos habían visto juntos, de que habíamos hablado largo y tendido en el restaurante. Pienso que, incluso por entonces, ella estaba presionándolo. Estaba presionándonos a los dos. Casi me parecía oír el tictac del reloj que contaba las horas y los minutos que faltaban para que su matrimonio se autodestruyese por fin.
Ante ella, se abrió la puerta y Ángel y Louis entraron en el restaurante. Me miraron y yo asentí con la cabeza a modo de respuesta. Lorna advirtió el gesto antes de salir y, cuando pasó junto a ellos, los saludó con una media sonrisa. Se sentaron frente a mí mientras yo la observaba cruzar la calle y dirigirse hacia el norte con su chaqueta blanca, la cabeza gacha como un cisne.
Ángel pidió dos cafés y se puso a silbar suavemente mientras esperaba a que se los sirvieran. Silbaba The Way We Were.
Cuando acabaron de desayunar, repasé con ellos los detalles del descubrimiento del cadáver de Chute la noche anterior y nos dividimos las tareas pendientes para el día. Louis iría al lago y buscaría un punto elevado desde donde seguir vigilando la casa de Payne, ya que la misión de reconocimiento de la noche anterior no había servido de nada. Antes de marcharse, dejaría a Ángel en Greenville, donde éste alquilaría un Plymouth antiguo en una gasolinera. Desde Greenville se dirigiría hacia Rockwood, Seboomook, Pittston Farm y Jackman, West Forks y Bingham, todos los pueblos al oeste y al sudoeste del lago Moosehead. Yo abarcaría Monson, Abbot Village, Guilford y Dover-Foxcroft, al sur y al sudeste. En cada pueblo enseñaríamos la fotografía de Ellen Cole, preguntaríamos en tiendas y moteles, cafeterías y restaurantes, bares y oficinas de información turística. Siempre que fuese posible, hablaríamos con la policía local y con los viejos lugareños que ocupaban sus reservados preferidos en bares y restaurantes, y a quienes sin duda no pasaba inadvertida la presencia de forasteros en el pueblo. Sería un trabajo agotador y frustrante, pero tenía que hacerse.
Mientras hablábamos, noté a Louis tenso. Recorría rápidamente con la mirada una y otra vez el restaurante y la calle.
– No vendrá por nosotros a plena luz del día -aseguré.
– Podría habernos liquidado anoche -contestó.
– Pero no lo hizo.
– Quiere que sepamos que está aquí. Le gusta el miedo.
No hablamos más de él.
Antes de partir hacia los pueblos que me correspondían, decidí seguir la ruta que tal vez habían tomado Ellen y su novio el día que se marcharon de Dark Hollow. En el camino me detuve en una estación de servicio y le pedí al encargado que le pusiera unas cadenas al Mustang. No sabía en qué estado encontraría las carreteras a medida que avanzase hacia el norte.
Una y otra vez lanzaba vistazos al retrovisor, consciente de que Stritch se encontraba en la zona, pero no me siguió ningún coche ni adelanté a otros vehículos en la carretera. A unos tres kilómetros del pueblo había un indicador de vista panorámica. La carretera que llevaba hacia allí era empinada y el Mustang sorteó con dificultad algunas curvas. En un punto, dos tortuosas carreteras secundarias se bifurcaban hacia el este y el oeste, pero continué por la ruta principal hasta un pequeño aparcamiento desde donde se veía una gran extensión de montañas, con el lago Ragged resplandeciente al oeste y el Parque Nacional de Baxter y Katahdin al nordeste. El aparcamiento ponía fin a la carretera de acceso público. A partir de allí, las pistas eran para uso de la compañía maderera, y debían de poner a prueba los amortiguadores de la mayoría de los coches. El paisaje era de una blancura, una frialdad y una belleza sobrecogedoras. Comprendí por qué la mujer del motel había enviado allí a los chicos e imaginé la maravillosa vista que ofrecería el lago bañado de luz dorada.
Regresé hasta el cruce, donde la carretera secundaria en dirección este presentaba una gruesa capa de nieve. Continuaba a lo largo de unos dos kilómetros hasta morir entre árboles caídos y espesa maleza. El terreno era muy boscoso a ambos lados, los oscuros árboles contrastaban con la nieve. Retrocedí y tomé la carretera hacia el oeste, que gradualmente torcía al noroeste para bordear una laguna. La laguna tenía una superficie aproximada de dos kilómetros de largo y ochocientos metros de ancho, y junto a las orillas crecían esqueléticas hayas y frondosos pinos. En la orilla occidental, un pequeño sendero serpenteaba entre los árboles. Dejé el coche y seguí a pie. No tardé en tener empapados los bajos del pantalón y empecé a notar su peso.
Llevaba unos diez minutos andando cuando percibí un olor a humo y me llegaron los ladridos de un perro. Abandoné el sendero y ascendí por una pendiente entre los árboles; en lo alto había una casa pequeña, que difícilmente podría tener más de dos habitaciones. Tenía un tejado en voladizo, un porche estrecho y ventanas cuadradas de cuatro paneles con la pintura descascarillada. Posiblemente la casa había sido blanca en otro tiempo, pero la mayor parte de la pintura había desaparecido y sólo quedaban retazos bajo los aleros y los marcos de las ventanas. A un lado había tres o cuatro cubos grandes de basura, de los que se utilizan para reciclaje industrial. Al otro se veían aparcados un viejo camión Ford amarillo y, a un metro y medio de éste, los restos herrumbrosos de un Oldsmobile azul, sin ruedas desde hacía tiempo y con una gruesa capa de polvo incrustada en las ventanillas. Advertí movimiento dentro, y al cabo de un momento un pequeño perro negro sin raza definida, con la cola cortada y enseñando los dientes, saltó por una ventanilla abierta de la parte trasera y corrió hacia mí. Se detuvo a un metro y empezó a ladrar con estridencia.
Se abrió la puerta de la casa y apareció un viejo de barba rala. Vestía un mono azul y un largo impermeable rojo. Llevaba el cabello en apelmazadas greñas y tenía las manos casi negras de suciedad. Me fijé especialmente en las manos porque sostenían una escopeta Remington A-70 de repetición apuntando hacia mí. Cuando el perro vio salir al viejo, ladró con mayor vehemencia y ferocidad y agitó con desesperación el muñón que tenía por cola.
– ¿Qué quiere? -preguntó el viejo arrastrando un poco las palabras. Al hablar, un lado de su boca permaneció inmóvil, y supuse que padecía algún tipo de lesión muscular o nerviosa en la cara.