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– Busco a una persona, una chica que quizá pasó por aquí hace un par de días.

El viejo esbozó algo así como una sonrisa y dejó a la vista una dentadura amarillenta, mellada tanto arriba como abajo.

– Yo ya no recibo a chicas aquí -dijo sin apartar de mí el arma-. No me encuentran guapo.

– Es rubia, de algo menos de un metro sesenta y cinco. Se llama Ellen Cole.

– No los he visto -contestó el viejo, y blandió el arma en dirección a mí-. Ahora lárguese de mi propiedad.

No me moví. El perro arremetió contra mí y me mordisqueó los dobladillos del pantalón. Estuve tentado de darle una patada, pero imaginé que se agarraría a mi pierna al instante. Manteniendo la mirada fija en el viejo, pensé en lo que acababa de decir.

– ¿Qué quiere decir con «los»? Yo sólo he mencionado a una chica.

El viejo entornó los ojos al tomar conciencia de su error. Accionó el mecanismo de carga de la escopeta, y el pequeño perro enloqueció. Hincó sus dientes blancos y afilados en el dobladillo mojado de una de las perneras de mis vaqueros y comenzó a tirar.

– Hablo en serio -amenazó el viejo-. Márchese y no vuelva, o le pegaré un tiro ahora mismo y asumiré el riesgo de que me detengan. -Silbó al perro-. Apártate, muchacho, no quiero que salgas herido.

El perro se dio media vuelta de inmediato, corrió de regreso al Plymouth e, impulsándose con las fuertes patas traseras, entró por la ventanilla abierta. Sin dejar de ladrar, me observó desde el asiento delantero.

– No me obligue a volver, viejo -dije con calma.

– Para empezar, yo no le he obligado a venir, y desde luego no voy a obligarlo a volver. No tengo nada que decirle. Ahora lo repito por última vez: lárguese de mi propiedad.

Me encogí de hombros, me volví y me marché. No me quedaba otra opción, no a menos que me arriesgara a que me volaran la cabeza. Miré atrás una sola vez y lo vi todavía en el porche con la escopeta entre las manos. Además yo debía hablar con otras personas y supuse que tendría ocasión de ver otra vez a aquel viejo.

Ése fue mi primer error.

20

Después de dejar al viejo, me dirigí hacia el sur. Sus palabras me inquietaban. Quizá no significaban nada, supuse; al fin y al cabo, podría haber visto a Ricky y a Ellen juntos en el pueblo, y la noticia de que alguien andaba preocupado por su desaparición debía de haber corrido muy deprisa, llegando incluso hasta aquel rincón perdido donde vivía el viejo. Si resultaba que había algo más detrás de eso, sabía dónde encontrarlo.

Recorrí los pueblos previstos, dedicándoles más tiempo a Guilford y Dover-Foxcroft que a los otros, pero fue en vano. Paré en una cabina para llamar a Dave Martel, de Greenville, y accedió a reunirse conmigo en Santa Marta a fin de allanarme el camino con el doctor Ryley, el director. Quería hablar con él acerca de Emily Watts.

Y de Caleb Kyle.

– He oído que ha estado preguntando por esa chica, Ellen Cole -comentó cuando me disponía a colgar.

Guardé silencio por un instante. No me había puesto en contacto con él desde que había regresado a Dark Hollow. Pareció advertir mi desconcierto.

– Oiga, éste es un sitio pequeño. Las noticias vuelan. Esta mañana temprano he recibido una llamada de Nueva York interesándose por ella.

– ¿Quién era?

– Su padre -contestó Martel-. Va a venir otra vez. Por lo visto tuvo un encontronazo con Rand Jennings, y éste le dijo que no se acercara a Dark Hollow si quería ayudar a su hija. Cole me ha telefoneado para ver si yo podía decirle algo más que Jennings le ocultaba. Probablemente también ha llamado al sheriff del condado.

Suspiré. Darle un ultimátum a Walter Cole era como ordenar a la lluvia que cayese hacia arriba y no hacia abajo.

– ¿Ha dicho cuándo vendrá?

– Mañana, supongo, creo que va a quedarse aquí en lugar de ir a Dark Hollow. ¿Quiere que le avise cuando llegue?

– No -respondí-. No tardaré en enterarme.

Lo puse en antecedentes sobre el caso y le expliqué que me había implicado a instancias de Lee, no de Walter. Martel dejó escapar una breve risotada.

– También he oído que estaba usted presente cuando encontraron a Gary Chute. Desde luego lleva una vida complicada.

– ¿Se sabe algo más al respecto?

– Daryl guió a la guardia forestal hasta donde creía recordar que encontró a Chute… Un viaje espantoso, por lo que oído…, y van a traer la furgoneta para examinarla en cuanto limpien de nieve la carretera. El cuerpo va camino de Augusta. Según uno de los agentes a tiempo parcial que ha estado aquí esta mañana, parece que Jennings advirtió magulladuras en el cuerpo, como si lo hubieran golpeado antes de morir. Van a interrogar a la esposa para ver si perdió la paciencia con él y mandó a alguien a liquidarlo.

– Poco convincente.

– Muy poco -convino-. Nos veremos en la residencia.

El coche de Martel ya estaba aparcado frente a la entrada principal de Santa Marta cuando llegué, y él y el doctor Ryley me esperaban junto a la recepción.

El doctor Ryley era un hombre de mediana edad con buena dentadura, un buen traje a medida y los untuosos modales de un vendedor de ataúdes. Cuando le estreché la maño, se la noté blanda y húmeda. Tuve que resistir la tentación de secarme la palma en los vaqueros cuando me la soltó. No era difícil de entender por qué Emily Watts le había descerrajado un tiro.

Nos dijo lo mucho que lamentaba lo ocurrido y nos informó de las nuevas medidas de seguridad adoptadas a raíz de aquello, que al parecer se reducían a cerrar las puertas con llave y ocultar cualquier objeto que pudiera emplearse para dejar inconsciente al guarda. Después de un tira y afloja con Martel, accedió a que hablara con la señora Schneider, la mujer que ocupaba la habitación contigua a la de la difunta Emily Watts. Martel decidió esperar en el vestíbulo por temor a que la anciana se asustase si llegábamos en grupo. Se sentó, arrastró una segunda silla frente a él con la puntera del zapato, apoyó los pies en ella y pareció quedarse dormido.

Erica Schneider era una judía alemana que huyó a Estados Unidos con su marido en 1938. Él era joyero y salió de su país con suficientes piedras preciosas para permitirle establecerse en Bangor. Llevaron una vida holgada, me contó, al menos hasta que murió su marido y las facturas que él le había mantenido ocultas durante casi cinco años afloraron a la superficie. Se vio obligada a vender la casa y la mayor parte de sus pertenencias, y finalmente enfermó a causa del estrés. Sus hijos la internaron en la residencia, aduciendo que casi todos ellos vivían a corta distancia de allí, aunque en realidad apenas se molestaban en visitarla, añadió. Se pasaba la mayor parte del tiempo viendo la televisión o leyendo. Cuando las temperaturas lo permitían, salía a pasear por el jardín.

Me senté a su lado en la pequeña y ordenada habitación, con la cama hecha cuidadosamente, el único armario estaba lleno de viejos vestidos oscuros y una limitada selección de cosméticos en el tocador que aún se aplicaba a conciencia todas las mañanas. De pronto se volvió hacia mí y dijo:

– Tengo la esperanza de morir pronto. Quiero marcharme de aquí.

No contesté. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir? Cambiando de tema, le pregunté:

– Señora Schneider, procuraré que quede entre nosotros esta conversación, pero necesito saber una cosa: ¿telefoneó usted a un hombre de Portland llamado Willeford y habló con él de Emily Watts?

No dijo nada. Por un momento tuve la impresión de que iba a echarse a llorar, porque desvió la mirada como si sintiese una molestia en los ojos.

– Señora Schneider -insistí-, necesito su ayuda, de verdad. Han muerto asesinadas varias personas y ha desaparecido una chica, y pienso que quizá todo esto guarde relación con la señorita Emily. Si puede contarme algo al respecto, cualquier cosa que me permita poner fin a este asunto, se lo agradeceré sinceramente.