Con el rostro contraído, retorció el cordón de su bata. -Sí -respondió por fin-. Pensé que a lo mejor así la ayudaba. -El cordón se tensó y, a juzgar por el miedo que se reflejó en su voz, habría cabido pensar que no se tensaba alrededor de las manos sino del cuello-. La señorita Emily estaba tan triste…
– ¿Por qué, señora Schneider? ¿Por qué estaba triste?
– Una noche, hará quizás un año, me la encontré llorando -contestó sin soltar el cordón-. Me acerqué a ella y la abracé. Luego ella empezó a hablar. Me contó que era el cumpleaños de su hijo…, un chico, dijo, pero que no se lo había quedado por miedo.
– ¿Miedo de qué, señora Schneider?
– Miedo del padre del niño. -Tragó saliva y miró por la ventana-. ¿Qué mal puede hacer ya hablar de estas cosas? -susurró casi para sí misma, y luego se volvió hacia mí-. Me contó que, cuando era joven, su padre… Su padre era un mal hombre, señor Parker. Le pegaba y la obligaba a hacer ciertas cosas, ¿me entiende? Sexo, ja? Incluso cuando ella era ya un poco mayor, él se negó a dejarla marchar porque la quería cerca. -Asentí con la cabeza, pero guardé silencio mientras las palabras salían de la anciana como ratas de un saco-. Entonces llegó otro hombre al pueblo, y ese hombre le hizo el amor y se la llevó a su cama. Ella no le habló del sexo con su padre, pero al final sí le habló de las palizas. Y ese hombre fue a buscar a su padre a un bar y le pegó, y le dijo que no tocara nunca más a su hija. -Subrayó cada palabra moviendo el dedo, espaciando meticulosamente cada sílaba para darles mayor énfasis-. Le dijo al padre que, si le pasaba algo a su hija, lo mataría. Después de eso la señorita Emily se enamoró de ese hombre.
»Pero ese hombre, señor Parker, tenía algo mal aquí -se tocó la cabeza- y aquí. -Se llevó el dedo al corazón-. La señorita Emily no sabía dónde vivía, ni de dónde venía. Él iba a buscarla cuando quería. Desaparecía durante días, a veces semanas. Olía a madera y a savia; y en una ocasión, cuando volvió a su lado, tenía sangre en la ropa y debajo de las uñas. Le explicó que había atropellado un ciervo con el camión. Otra vez le dijo que había estado cazando. Dio dos razones distintas para un mismo hecho, y ella empezó a sentir miedo.
»Fue entonces cuando comenzaron a desaparecer aquellas chicas, señor Parker: dos chicas. Y una vez, cuando la señorita Emily estaba con ese hombre, olió algo en él, el olor de otra mujer. Tenía en el cuello heridas, como si alguien le hubiera arañado. Discutieron, y él le dijo que eran imaginaciones suyas, que se había cortado con una rama.
»Pero ella sabía que había sido él, señor Parker. Sabía que él se había llevado a las chicas, pero no entendía por qué. Y entonces, entonces estaba embarazada de él, y él lo sabía. Al principio le dio miedo decírselo, pero cuando él se enteró se alegró mucho. Quería un hijo, señor Parker. Así se lo dijo a ella: "Quiero un hijo".
»Pero la señorita Emily no podía dejar a un niño en manos de un hombre así, me contó. Estaba cada vez más asustada. Y él quería al niño, señor Parker, lo quería con toda su alma. Siempre le preguntaba a ella por el bebé, y la advertía que no hiciera nada que pudiera serle perjudicial. Pero en él no había amor, o si lo había, era un amor extraño, un amor malo. Ella sabía que él se llevaría al niño si podía, y que ya no volvería a verlo. Sabía que era un mal hombre, incluso peor que su padre.
»Una noche, cuando se encontraban en el camión de él junto a la casa del padre, le dijo que tenía dolores. En el retrete, fuera de la casa, había dejado un papel de periódico y, dentro del papel… -Buscó con esfuerzo las palabras-. Dentro había tripas, sangre, despojos. ¿Me entiende? Y gritó y se embadurnó de sangre y manchó el inodoro. Luego lo llamó a él y le dijo…, le dijo que había perdido al bebé. -La señora Schneider volvió a interrumpir el relato. Alcanzó una manta de la cama y se envolvió los hombros para protegerse del frío. Después continuó-: Cuando se lo dijo, pensó que la mataría. Él aulló como un animal, señor Parker, y, agarrándola por el pelo, la levantó en el aire y la golpeó una y otra vez. La llamó débil e inútil. Le dijo que había matado a su hijo. Luego se dio media vuelta y se marchó. Y ella lo oyó revolver en el cobertizo entre las herramientas que su padre tenía allí guardadas. Y cuando oyó el sonido de la sierra, se alejó de la casa y se adentró en el bosque a todo correr. Pero él la siguió, y ella lo oyó acercarse entre los árboles. Se quedó callada, sin respirar siquiera, y él pasó de largo y ya no regresó jamás.
«Después encontraron a las chicas colgadas de un árbol, y la señorita Emily supo que él las había dejado allí. Pero nunca volvió a verlo y acudió aquí, a las hermanas de Santa Marta, y creo que quizá les contó de qué tenía miedo. Ellas la acogieron hasta que tuvo al bebé y luego se lo quitaron. Desde entonces nunca volvió a ser la misma, y pasados muchos años regresó aquí y las hermanas cuidaron de ella. Cuando se vendió la residencia, utilizó el poco dinero que tenía para quedarse. Éste no es un sitio caro, señor Parker. Usted mismo puede verlo. -Levantó la mano para mostrar la pequeña y anodina habitación. Tenía la piel fina igual que el papel. La luz del sol se filtraba como la miel a través de sus dedos.
– Señora Schneider, ¿le dijo la señorita Emily cómo se llamaba ese hombre, el padre del niño?
– No lo sé -contestó ella.
Exhalé un débil suspiro, pero, al hacerlo, me di cuenta de que no le había dado tiempo de acabar, que tenía algo que añadir.
– Sólo sé su nombre de pila -prosiguió. Trazó ante mí un delicado movimiento en el aire con la mano, como si invocase el nombre del pasado-. Se llamaba Caleb.
Nevaba, dentro y fuera; una ventisca de recuerdos. Muchachas moviéndose a merced de la brisa, mi abuelo observándolas, la rabia y el dolor brotando en su interior, el hedor a descomposición envolviéndolo como un manto de podredumbre. Las miró, también como padre y esposo, y pensó en todos los jóvenes a quienes ellas no besarían, los amantes cuyo aliento no sentirían en sus mejillas en plena noche y a quienes nunca ofrecerían consuelo con el calor de sus cuerpos. Pensó en los hijos que no tendrían, en el potencial para procrear acallado ya en ellas para siempre, en los agujeros abiertos en sus vientres allí donde sus matrices habían sido desgarradas. Dentro de cada una de ellas habían existido posibilidades inimaginables. Con sus muertes, un número infinito de existencias había llegado a su fin, universos potenciales se habían perdido para siempre, y el mundo menguaba un poco tras su fallecimiento.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Con la nevada, el jardín parecía menos adusto, los árboles menos desnudos, pero era todo una ilusión. Las cosas son como son, y los cambios en la naturaleza sólo esconden su verdadera esencia durante un tiempo. Y pensé en Caleb, adentrándose en la reconfortante oscuridad del bosque mientras lamentaba con rabia la muerte de su hijo nonato, traicionado por el cuerpo demasiado delgado, demasiado débil de la mujer a la que había protegido e inseminado. Después mató a tres muchachas en rápida sucesión, alimentando su furia hasta consumirla, y las colgó de un árbol como adornos para que las encontrase un hombre que no era como él, un hombre tan distinto a él que sintió la muerte de cada una de esas jóvenes como una pérdida personal. El de Caleb era un mundo en el que las cosas mutaban en sus contrarios: la creación en destrucción, el amor en odio, la vida en muerte.
Cinco muertes, pero seis chicas desaparecidas; uno de los casos quedó sin explicación. En el expediente, mi abuelo había rotulado su nombre en un fajo de hojas, en las que había reconstruido minuciosamente sus movimientos el día de su desaparición. Incluía una foto de la chica grapada en un ángulo: Judith Mundy, regordeta y corriente, con un aire de rusticidad transmitido por generaciones que habían labrado una tierra exigua e inexorable donde crearse un espacio firme y ganarse mal que bien el pan. Judith Mundy, perdida y ahora olvidada, excepto por sus padres, que siempre sentirían su ausencia como un abismo en el que gritaban su nombre sin recibir siquiera un eco como respuesta.