Yo había accedido a abordar a Billy como favor a Rita, después de que ella me telefonease y nos reuniésemos en su apartamento. Y cuando le dije a Billy Purdue que Rita no volvería a su lado y que tenía la obligación legal de pagarle el dinero que le debía, él se fue a por el bate de béisbol y las cosas se complicaron.
– La quiero -dijo. Dio una calada al cigarrillo y de sus orificios nasales se elevaron dos columnas de humo como exhalaciones de un toro especialmente irascible-. ¿Quién va a cuidar de ella en San Francisco?
Me levanté como pude y me enjugué parte de la sangre del cuello con la manga de la chaqueta, que quedó húmeda y manchada. Por suerte la chaqueta era negra, aunque el hecho mismo de que eso me pareciera una suerte decía mucho acerca del día que estaba teniendo.
– Billy, ¿cómo van a sobrevivir ella y Donald si no le das el dinero que has de pagarle por orden del juez? -pregunté-. ¿Cómo va a arreglárselas Rita sin eso? Si te preocupas por ella, tienes que pagarle.
Me miró y luego bajó la vista. Deslizó la puntera del zapato por el mugriento linóleo.
– Siento haberte hecho daño, tío, pero… -Se llevó la mano a la nuca y se rascó entre el pelo oscuro y desgreñado-. ¿Vas a ir a la policía?
Si hubiera tenido intención de «ir a la policía», no habría informado de ello a Billy Purdue. El arrepentimiento de Billy era tan sincero como el de Exxon cuando naufragó el Exxon Valdez. Además, si acudía a la policía, meterían a Billy en chirona y Rita seguiría sin recibir su dinero. Pero había algo raro en el tono de su voz cuando preguntó por la policía, algo que yo debería haber percibido pero pasé por alto. Billy tenía la camiseta negra empapada de sudor, y manchas de barro seco en los bajos del pantalón. Por su organismo corría tal cantidad de adrenalina que a su lado las hormigas parecían tranquilas. Eso debería haberme hecho deducir que a Billy no le preocupaba la policía en el caso de una posible denuncia por agresión o por impago de la pensión para el mantenimiento de su hijo. No hay nada como ver las cosas en retrospectiva.
– Si le pagas el dinero, te dejaré en paz -dije.
Se encogió de hombros.
– No tengo mucho. No llego a los mil dólares.
– Billy, le debes casi dos mil dólares. Me parece que no acabas de entender la situación.
O quizá sí la entendía. La caravana era un estercolero; conducía un Toyota con agujeros en el suelo, y ganaba cien dólares semanales, o a lo sumo ciento cincuenta, con el transporte de basura y madera. Si dispusiera de dos mil dólares, estaría en otra parte. Sería además otra persona, porque Billy Purdue nunca tendría dos mil dólares en su haber.
– Tengo quinientos -admitió por fin, pero en su mirada se reflejó algo nuevo cuando lo dijo, un vago asomo de astucia.
– Dámelos -respondí.
Billy no se movió.
– Billy, si no me pagas, vendrá la policía y te encerrará hasta que pagues. Si te encierran, no ganarás dinero para pagarle a nadie, y eso me parece un círculo vicioso.
Pensó en ello durante un momento y al final metió la mano bajo el inmundo sofá al fondo de la caravana y sacó un sobre arrugado. Me dio la espalda, contó quinientos dólares y volvió a guardar el sobre. Me tendió el dinero con gran artificio, como un mago que hace aparecer el reloj de un espectador después de un truco especialmente impresionante. Eran billetes nuevos, con números de serie consecutivos. A juzgar por el aspecto del sobre, habían dejado atrás a muchos amigos.
– ¿Vas al cajero automático del Fleet Bank, Billy? -pregunté. Me parecía poco probable. La única manera de que Billy Purdue sacase dinero de un cajero automático era arrancándolo de la pared con un bulldozer.
– Dile algo de mi parte -pidió-. Dile que quizás haya más en el sitio de donde ha salido éste, ¿queda claro? Dile que quizá ya no soy un perdedor. ¿Me entiendes? -Esbozó una sonrisa de superioridad, la clase de sonrisa que te dirige un tonto de remate cuando cree saber algo que tú ignoras. Sospeché que si Billy Purdue lo sabía, se trataba de algo que no me interesaba compartir con él. Me equivocaba.
– Te entiendo, Billy. Dime que no sigues trabajando para Tony Celli. Dímelo.
Aunque el brillo de opaca astucia permaneció en su mirada, su sonrisa vaciló un poco.
– No conozco a ningún Tony Celli.
– Permíteme que te refresque la memoria. Un mafioso de Boston, un fulano alto que se hace llamar Tony «el Limpio». Empezó controlando putas, y ahora quiere controlar el mundo. Anda metido en drogas, porno, préstamos con usura, todo aquello contra lo que existe alguna ley, así que hoy por hoy sus esperanzas de recibir un premio al mérito civil son tan bajas que ni entran en la clasificación. -Guardé silencio por un instante-. Trabajaste para él, Billy. Te estoy preguntando si aún lo haces.
Sacudió la cabeza como si intentase expulsar un tapón de agua del oído y a continuación desvió la mirada.
– Bueno, en fin, puede que de vez en cuando haya hecho alguna que otra cosa para Tony. Sí, por supuesto. Sale más a cuenta que transportar basura. Pero no veo a Tony desde hace mucho tiempo. Mucho mucho tiempo.
– Más vale que digas la verdad, Billy, si no, mucha gente va a querer hablar muy seriamente contigo.
No respondió y yo no insistí. Cuando agarré los billetes de su mano, se acercó y volví a levantar la pistola. Su cara quedó a un par de centímetros de la mía, y el cañón del arma contra su pecho.
– ¿Por qué haces esto? -preguntó, y me llegó su aliento y vi avivarse de nuevo las ascuas del resplandor rojo de antes. La sonrisa había desaparecido por completo-. Rita no puede permitirse un detective privado.
– Es un favor -contesté-. Conocía a su familia.
Dudo que me oyese siquiera.
– ¿Cómo va a pagarte? -Volvió la cabeza a un lado mientras reflexionaba sobre su propia pregunta. Luego añadió-: ¿Te la estás tirando?
Le sostuve la mirada.
– No. Y ahora retrocede.
Continuó donde estaba y, al cabo de un momento, con expresión ceñuda, se apartó despacio.
– Más te vale -dijo mientras yo abandonaba la caravana y salía a la oscura noche de diciembre.
El dinero debería haberme puesto sobre aviso, claro está. Era imposible que Billy Purdue lo hubiese ganado honradamente, y tal vez tendría que haberle presionado al respecto, pero estaba dolorido y deseaba alejarme de él.
Mi abuelo, que fue también policía hasta que topó en el norte con aquel tétrico árbol de extraños frutos que le marcaría de por vida, contaba a veces un chiste que era algo más que un chiste. Un hombre le dice a un amigo que se marcha a una partida de cartas. «Pero si está amañada», afirma el amigo. «Lo sé», dice él. «Pero es la única partida del pueblo.»
Ese chiste, el chiste de un muerto, volvería a acudir a mi memoria en los días posteriores, cuando las cosas empezaron a torcerse. Me acordaría también de otros comentarios de mi abuelo, comentarios que distaban mucho de ser chistes, aunque habían sido motivo de risa para muchos. Menos de setenta y dos horas después de las muertes de Emily Watts y varios hombres en Prouts Neck, Billy Purdue se convertiría en la única partida del pueblo, y las fantasías de un viejo cobrarían vida de forma violenta.
Al pasar por Oak Hill, me detuve en el banco y saqué doscientos dólares de mi cuenta por el cajero automático. El corte que tenía debajo del ojo ya no sangraba, pero supuse que, si intentaba limpiarme la costra, la hemorragia empezaría de nuevo. Fui a la consulta de Ron Archer en Forest Avenue, que visitaba dos noches por semana, y me dio tres puntos.
– ¿Qué estabas haciendo? -preguntó mientras se preparaba para inyectarme un anestésico.