– ¿Por qué les haría ese hombre una cosa así a aquellas chicas? -oí preguntar a la señora Schneider, pero no podía contestarle.
Yo había mirado a la cara a personas que habían matado con impunidad durante décadas, y seguía sin explicarme las razones de sus actos. Sentí una punzada de pesar por la pérdida de Walter Cole como colega. Ésa era la mejor aptitud de Walter: era capaz de mirar en su interior y, seguro de su propia rectitud innata, crear una imagen de aquello que no era correcto, un pequeño tumor de crueldad y mala voluntad, como la primera célula colonizada por un cáncer a partir de la cual podía reconstruir por completo la evolución de la enfermedad. Walter era como un matemático que, ante un sencillo cuadrado en una página, determinaba su evolución en otras dimensiones, otras esferas de la existencia más allá del plano de su existencia real, y a la vez conservaba la objetividad con respecto al problema en cuestión.
Ése era su punto fuerte y también, pensé, su debilidad. En última instancia, no hurgaba dentro de sí a demasiada profundidad porque temía lo que pudiese encontrar: su propia capacidad para el mal. Se resistía al impulso de entenderse a sí mismo plenamente con la excusa de que podía entender mejor a los demás. Entender es aceptar el potencial de uno tanto para el mal como para el bien, y yo dudaba que Walter Cole desease creerse capaz, a cualquier nivel, de cometer actos de extrema crueldad. Cuando llevé a cabo acciones que él consideraba moralmente inaceptables, cuando perseguí a aquellos que habían obrado mal y, con ello, obré mal yo mismo, Walter me dejó a la deriva pese a haberme utilizado para encontrar a esos individuos y saber lo que yo haría al dar con ellos. Por eso ya no éramos amigos: yo reconocí mi culpabilidad, mis profundos defectos -el dolor, la rabia, el cargo de conciencia, el deseo de venganza-, y me valí de todo eso. Quizá maté algo dentro de mí cada vez que recurrí a ello, quizá fuera ése el precio que había que pagar. Pero Walter era un buen hombre y, como muchos buenos hombres, su defecto consistía en que se creía mejor de lo que era.
La señora Schneider volvió a hablar.
– Fue por su madre, creo -susurró. Me apoyé contra la ventana y esperé a que continuase-. Una vez, cuando ese hombre, Caleb, estaba borracho, le habló a la señorita Emily de su madre. Era una mujer dura, señor Parker. El padre los había abandonado porque le tenía miedo y más tarde murió en la guerra. Ella pegaba a su hijo, le pegaba con palos y cadenas, y le hacía cosas aún peores. De noche, señor Parker, iba a buscarlo, a su propio hijo, y lo tocaba y lo obligaba a penetrarla. Luego, cuando estaba satisfecha, le hacía daño. Lo arrastraba por las piernas, o por el pelo, y le daba patadas hasta que escupía sangre. Lo encadenaba a la intemperie, como a un perro, desnudo, bajo la lluvia y la nieve. Todo eso le contó a la señorita Emily.
– ¿Le contó también dónde ocurrió?
Ella negó con la cabeza.
– Tal vez en el sur. No lo sé. Creo… -Permanecí callado cuando, arrugando la frente, agitó ante mí en el aire los dedos de la mano derecha-. Medina -dijo por fin con un brillo triunfal en la mirada-. A la señorita Emily le mencionó ese nombre, Medina.
Tomé nota.
– ¿Y qué fue de su madre?
La señora Schneider se revolvió en la silla para mirarme.
– La mató -se limitó a decir.
Detrás de mí se abrió la puerta, y una enfermera entró con una bandeja de pastas, una cafetera y dos tazas, supuestamente a instancias del doctor Ryley. La señora Schneider, un poco sorprendida en apariencia, asumió el papel de anfitriona y me sirvió el café, ofreciéndome azúcar y leche. Insistió en que probara alguna pasta, pero yo no acepté, dando por sentado que ella las agradecería más tarde. No me equivocaba. Tomó una, colocó el resto cuidadosamente en dos servilletas de la bandeja y las guardó en el último cajón del tocador. A continuación, mientras las nubes cargadas de nieve se apiñaban otra vez en el cielo y comenzaba a oscurecer, siguió hablando de Emily Watts.
– Era una mujer que hablaba poco, señor Parker, excepto aquella vez -dijo con su inglés cuidadosamente pronunciado en el que se advertían aún restos de su acento original-. Decía «hola» y «buenas noches», o hablaba del tiempo, pero nada más. Nunca volvió a hablar del niño. Si pregunta a los otros que están aquí internados, aunque sólo entre en sus habitaciones un momento, le hablaran de sus hijos, de sus nietos, de sus maridos o de sus esposas. -Sonrió-. Tal como he hecho yo, señor Parker.
Estaba a punto de decir algo, por ejemplo, que no me importaba, que me parecía interesante (era lo mínimo que podía hacer, algo sincero a medias y bienintencionado), cuando ella alzó una mano para impedírmelo.
– Ni se le ocurra decirme que le ha gustado. No soy una jovencita que necesita que le lleven la corriente. -Continuó hablando sin dejar de sonreír. Algo en ella, el vestigio de una antigua belleza, me dio a entender que en su juventud muchos hombres le habían seguido la corriente, y de muy buena gana-. La señorita Emily, en cambio, no hablaba de esas cosas, en su habitación no había fotografías, ni cuadros, y desde que yo llegué aquí, hace cinco años, las únicas palabras que me dirigió fueron «Hola, señora Schneider», «Buenos días, señora Schneider», «Hace un día magnífico, señora Schneider». Nada más, excepto esa vez, y creo que después se avergonzó, o quizá sintió miedo. No recibía visitas, y nunca volvió a hablar de ello hasta que vino aquel joven. -Me incliné y ella me imitó, de modo que quedamos a unos centímetros de distancia el uno del otro-. Vino unos días después de que yo llamara al señor Willeford, después de aparecer su anuncio en el periódico. Primero oímos unos gritos abajo y luego a alguien que corría. Un hombre joven, un hombre corpulento, con los ojos grandes y mirada de loco, pasó ante la puerta de mi habitación e irrumpió en la de la señorita Emily. La verdad, yo temí por ella, y por mí, pero agarré mi bastón -señaló un bastón con la empuñadura labrada en forma de ave y contera de metal- y lo seguí.
«Cuando llegué a la habitación, la señorita Emily se encontraba sentada junto a la ventana, como yo ahora, pero con las manos… así. -La señora Schneider se llevó las palmas de las manos a las mejillas y abrió mucho la boca en una expresión de asombro-. Y el joven la miró y pronunció una sola palabra. Le dijo: "¿Madre?". Así, como una pregunta. Pero ella negó con la cabeza y dijo "no, no, no", una y otra vez. El chico tendió los brazos hacia la señorita Emily, pero ella, apartándose de él, retrocedió hasta el rincón de la habitación y se dejó caer en el suelo.
»Entonces oí detrás de mí a las enfermeras. Venían con ese guarda gordo, ese al que la señorita Emily golpeó la noche que escapó, y a mí me obligaron a salir de la habitación mientras se llevaban al chico. Lo observé mientras lo sujetaban, señor Parker, y su cara…, su cara era la de alguien que ha visto morir a una persona, a una persona querida. Lloró y volvió a gritar "Mamá, mamá", pero ella no contestó.
»Vino la policía y se lo llevó. Luego la enfermera preguntó a la señorita Emily si era verdad lo que había dicho el chico. Y ella contestó que no, que no sabía de qué hablaba ese muchacho, que no tenía ningún hijo.
»Pero esa noche la oí llorar durante tanto rato que pensé que nunca pararía. Fui a verla y la abracé. Le aseguré que no debía tener miedo, que estaba a salvo, pero ella sólo dijo una cosa.