Se calló de repente, y vi que le temblaban las manos. Apoyé la mía sobre las suyas para tranquilizarla. Ella, con los ojos cerrados, deslizó la mano derecha para cubrir la mía y me la apretó con fuerza. Y por un momento, creo, me convertí en su hijo, uno de los que nunca la visitaban y la había dejado allí, en el frío norte, para que muriese inexorablemente igual que si la hubiesen arrastrado hasta los bosques de Piscataquis o Aroostock y la hubiesen abandonado allí. Volvió a abrir los ojos y me soltó la mano. Al hacerlo, el temblor había remitido.
– Señora Schneider, ¿qué dijo? -pregunté con delicadeza.
– Dijo: «Ahora me matará».
– ¿A quién se refería? ¿A Billy, el joven que vino a verla? -Pero creo que ya conocía la respuesta.
La señora Schneider negó con la cabeza.
– No, al otro, al hombre del que se escondía; y temía que, si la encontraba, nadie podría ayudarla ni salvarla de él. Fue el que vino después -concluyó la anciana-. Se enteró de lo que había ocurrido y vino.
Esperé. Algo rozó suavemente la ventana y, al mirar, vi un copo de nieve resbalar por el cristal, fundiéndose a medida que descendía.
– Fue la noche antes de que huyese. Hacía frío, recuerdo que tuve que pedir una manta más de tanto frío como hacía. Cuando desperté, estaba muy oscuro, negro, sin luna. Y oí un ruido fuera, un chirrido.
»Me levanté de la cama, el suelo estaba tan helado que se me cortó la respiración. Me acerqué a la ventana y descorrí un poco la cortina, pero no vi nada. Entonces se oyó otra vez aquel ruido, miré hacia abajo y… -Estaba aterrorizada. Noté cómo afloraba a oleadas un horror arraigado y profundo que le había llegado a lo más hondo del alma-. Había un hombre, señor Parker. Trepaba por la cañería, palmo a palmo. Tenía la cabeza vuelta hacia abajo, así que no le vi la cara. Y en todo caso estaba tan oscuro que era sólo una sombra. Pero la sombra llegó a la ventana de la señorita Emily, y vi que empujaba con la mano, intentando abrirla por la fuerza. Oí gritar a la señorita Emily, y yo grité también y corrí al pasillo para llamar a una enfermera. Y la señorita Emily seguía gritando y gritando sin parar. Pero cuando llegaron, el hombre había desaparecido y no encontraron el menor rastro de él en el jardín.
– ¿Cómo era ese hombre, señora Schneider? ¿Alto? ¿Bajo? ¿Grande? ¿Pequeño?
– Ya se lo he dicho: estaba muy oscuro. No lo vi bien. -Hizo un esfuerzo por recordar, pero movió la cabeza en un gesto angustiado.
– ¿Podría haber sido Billy?
– No. -Su respuesta fue tajante-. La silueta era distinta. No era tan grande como el chico. -Levantó las manos como que si quisiera abarcar los enormes hombros de Billy-. Cuando le hablé a la enfermera del hombre, sospecho que pensó que eran imaginaciones mías, que éramos dos viejas alimentando nuestros mutuos miedos. Pero no es cierto. Señor Parker, no vi a ese hombre con claridad, pero lo sentí. No se trataba de un ladrón que venía a robar a unas ancianas. Quería algo más. Quería hacer daño a la señorita Emily, castigarla por algo ocurrido hacía mucho tiempo. Ese chico, Billy, el chico que la llamó «mamá», fue el que al venir provocó la situación. Quizá la provoqué yo, señor Parker, al llamar a ese tal Willeford. Quizá la culpa sea mía.
– No, señora Schneider -dije-. Sea cual sea la causa, tuvo lugar hace mucho tiempo.
Me miró con una expresión cercana a la ternura y, alargando el brazo, apoyó una mano suavemente en mi rodilla para recalcar sus siguientes palabras.
– La señorita Emily tenía miedo, señor Parker -susurró-, tanto miedo que deseaba morir.
La dejé allí sola, con sus recuerdos y su culpabilidad. El invierno, ladrón de la luz del día, hizo titilar luces a lo lejos cuando Martel y yo nos dirigíamos hacia nuestros coches.
– ¿Ha averiguado algo? -quiso saber.
En lugar de contestar de inmediato, miré hacia el norte, hacia el bosque, hacia aquel vasto espacio despoblado.
– ¿Podría sobrevivir un hombre ahí? -pregunté.
Martel arrugó la frente.
– Dependería de cuánto tiempo se quedara, de la clase de ropa y las provisiones…
– No me refiero a eso -le interrumpí-. ¿Podría sobrevivir durante mucho tiempo, años incluso?
Martel pensó por un momento. Cuando habló, no se tomó a broma la pregunta sino que respondió muy en serio, y con ello se ganó aún más mi estima.
– No veo por qué no. La gente ha sobrevivido ahí desde que se colonizó el país. Aún quedan vestigios de granjas que lo demuestran. No sería una existencia fácil y supongo que requeriría volver a la civilización de vez en cuando, pero habría posibilidades.
– ¿Y ahí nadie lo molestaría?
– La mayor parte de ese territorio está intacto desde hace casi cincuenta años. Si uno se adentra lo suficiente en el bosque, es muy posible que ni siquiera lleguen a molestarlo los cazadores o la guardia forestal. ¿Piensa que alguien se ha refugiado ahí?
– Sí, eso creo. -Le estreché la mano y abrí la puerta del Mustang-. El problema es, me temo, que ha vuelto a salir.
21
Ya tenía un rastro, empezaba a conocerlo gradualmente, pero necesitaba saber más para comprenderlo, para dar con él antes de que él mismo encontrase a Billy Purdue, antes de que volviese a matar. Estaba a punto de hallar una conexión: flotaba a mi alrededor como el título de una melodía que se recuerda sólo en parte. Necesitaba a alguien capaz de reunir todas mis sospechas a medio formar y moldearlas hasta crear una unidad coherente, y sólo conocía a una persona en quien podía confiar hasta ese punto.
Necesitaba hablar con Rachel Wolfe.
Regresé a Dark Hollow, metí en la bolsa unas cuantas cosas para pasar la noche y puse encima el expediente de Caleb Kyle. Louis y Ángel acababan de volver en sus respectivos coches cuando yo salía. Les expliqué mis intenciones y partí camino de Bangor para tomar el vuelo a Boston.
Cuando estaba en las afueras de Guilford, tres coches por delante del mío vi un camión Ford amarillo cuyo tubo de escape arrojaba humo negro a la carretera. Aceleré y, al adelantar, eché por curiosidad un vistazo al conductor. En la cabina iba el viejo que me había amenazado con la escopeta. Tras permanecer delante de él durante un rato, entré en una gasolinera de Dover-Foxcroft para dejarlo pasar. Después lo seguí cuatro o cinco coches por detrás hasta Orono, donde se desvió hacia el aparcamiento de unas ruinosas galerías comerciales y estacionó frente a una tienda llamada Stuckey Trading. Consulté la hora en mi reloj. Si me demoraba más, perdería el avión. Observé al viejo mientras sacaba un par de sacos negros de la caja del camión y se encaminaba hacia la tienda. Finalmente, dando una palmada de frustración al volante, pisé el acelerador en dirección a Bangor y el aeropuerto.
Sabía que Rachel Wolfe daba seminarios en Harvard y que la universidad financiaba sus investigaciones sobre el vínculo entre estructuras cerebrales anómalas y conducta delictiva. Ya no atendía a pacientes particulares ni, que yo supiera, participaba en la elaboración de perfiles criminales.
Rachel había actuado extraoficialmente como asesora del Departamento de Policía de Nueva York en varios casos, incluidos los asesinatos del Viajante. Así la conocí, así acabamos siendo amantes, y fue eso lo que al final nos separó. Rachel, cuyo hermano policía había muerto a manos de un perturbado, creía que, explorando la mentalidad criminal, impediría que otros padecieran tragedias similares. Pero la mentalidad del Viajante no se parecía a la de ningún otro y, mientras intentábamos darle caza, Rachel había estado a punto de perder la vida. Había dejado claro que no deseaba verme y, hasta hacía poco, yo había respetado ese deseo. No quería causarle más dolor, pero ahora tenía la sensación de que no podía acudir a ninguna otra persona.