Sin embargo, no se reducía a eso, como yo bien sabía. En los tres últimos meses había ido dos veces a Boston con la intención de buscarla o intentar restablecer lo que habíamos perdido, pero en ambas ocasiones me había marchado sin que habláramos. Dejar mi tarjeta la última vez, mientras Louis esperaba en el vestíbulo, era lo más cerca que había estado de ponerme en contacto con ella. Quizá Caleb Kyle, de algún modo, tendiese un puente entre nosotros, un canal profesional que acaso nos permitiese recuperar al mismo tiempo la relación personal.
En el avión, escribiendo en mayúsculas y con letra clara, añadí al expediente elaborado por mi abuelo la información que me había facilitado la señora Schneider. Asimismo examiné las fotografías y me fijé en los detalles de aquellas jóvenes muertas hacía mucho tiempo, sus vidas documentadas más minuciosamente por mi abuelo después de su fallecimiento que por ninguna otra persona mientras vivían. En muchos sentidos, las conocía y se preocupaba por ellas tanto como sus propios padres. En algunos casos incluso más. Había sobrevivido a su esposa trece años y a su hija doce. Había llorado a muchas mujeres a lo largo de su vida, pensé.
Recordé algo que me comentó en una ocasión cuando yo ya era policía. Sentados en la casa de Scarborough con sendas tazas de café en la mesa, lo observé mientras él examinaba mi placa dándole vueltas en la mano, la luz reflejada en las gafas. Fuera lucía el sol, pero la casa estaba fresca y en penumbra.
– Es una extraña vocación -dijo por fin-. Todos esos violadores y asesinos, ladrones y traficantes de droga…, los necesitamos para existir. Sin ellos no tendríamos razón de ser. Dan sentido a nuestra vida profesional.
»Y ése es el peligro, Charlie, porque algún día tropezarás con alguno que amenace con cruzar la línea, alguno que no puedas dejar atrás cuando te quites la placa al final de la jornada. Tienes que evitarlo o, si no, tus amigos, tu familia, todos se verán manchados por su sombra. Un hombre así te convierte en su títere. Tu vida pasa a ser una prolongación de la suya, y si no lo encuentras, si no acabas con él, te obsesionará el resto de tus días. ¿Entiendes, Charlie?
Lo entendí, o eso creía. Incluso entonces, cuando se acercaba al final de su vida, continuaba manchado por el contacto que tuvo con Caleb Kyle. Mi abuelo albergaba la esperanza de que eso no llegara a sucederme, pero me sucedió. Me ocurrió con el Viajante y ahora volvía a repetirse. Había heredado la cruz de mi abuelo, su fantasma, su demonio.
Después de añadir mis anotaciones al expediente lo repasé una vez más buscando a tientas el camino para acceder a la mente de mi abuelo y, a través de sus esfuerzos, a la mente de Caleb Kyle. Al final del expediente se incluía una hoja de periódico doblada. Era una plana del Maine Sunday Telegram con fecha de 1977, doce años después de que al hombre que mi abuelo conocía como Caleb Kyle se lo tragase la tierra. En la hoja aparecía una fotografía tomada en Greenville de un representante de la Scott Paper Company, propietaria de buena parte de los bosques al norte del Greenville, en el acto de entrega del vapor Katahdin al Museo de la Marina de Moosehead para su restauración. Al fondo, un grupo de personas sonreía y saludaba con la mano, y detrás había una figura con el rostro vuelto hacia la cámara y una caja en los brazos que posiblemente contenía suministros. Incluso a lo lejos se le veía alto y fibroso; los brazos que sostenían la caja eran largos y delgados, las piernas esbeltas pero fuertes. La cara era sólo un borrón, enmarcada por un círculo en rotulador rojo cuidadosamente trazado.
Pero mi abuelo la había ampliado, la había ampliado una vez, y otra, y otra, colocando cada ampliación detrás de la fotografía anterior. Y la cara se hizo cada vez más grande hasta alcanzar las dimensiones de un cráneo real y convertirse los ojos en cuencas oscuras, la cara en una composición de puntos blancos y negros. El hombre de la imagen se había transformado en un espectro, con sus facciones indistinguibles, irreconocibles para cualquiera excepto mi abuelo, ya que mi abuelo había estado sentado junto a él en aquel bar, lo había olido, lo había escuchado mientras él le daba indicaciones para llegar a un árbol donde varias chicas muertas giraban en la brisa.
Ese hombre, creía mi abuelo, era Caleb Kyle.
Ya en el aeropuerto telefoneé al Departamento de Psicología de Harvard, di mi número de identidad y pregunté si Rachel Wolfe daba clase ese día. Me informaron de que la señorita Wolfe tenía un seminario con estudiantes de psicología a las dieciocho horas. Eran las 17:15. Conocía a personas que, si llegaba tarde al campus, podían proporcionarme su dirección, pero eso me llevaría tiempo y más tiempo, y por momentos empezaba a tomar conciencia de que eso era algo que no me sobraba. Paré un taxi y, tras alentar enérgicamente al taxista a ir por el túnel de Ted Williams para eludir los peores atascos de tráfico, llegué a Cambridge.
Frente al bar Grafton colgaba una pancarta de las elecciones universitarias, y cuando atravesé el campus en dirección al cruce de Quincy y Kirkland, muchos chicos llevaban pegatinas electorales en las bolsas y abrigos. Me senté a la sombra de la Iglesia de la Nueva Jerusalén, frente al William James Hall, y esperé.
A las 17:59, una silueta vestida con un abrigo de lana negro, botas de media caña y pantalón negro, el cabello rojo recogido con una cinta negra y blanca, se acercó por Quincy y entró en el Hall. Incluso a lo lejos, Rachel se conservaba atractiva, y advertí que un par de estudiantes le lanzaban furtivas miradas al pasar. Cuando entró en el vestíbulo, la seguí a corta distancia y observé cómo bajaba por la escalera hasta el Seminario 6 en el semisótano, para asegurarme de que no cancelaba la clase y se iba. Fui tras ella hasta que entró en el seminario y cerró la puerta; a continuación tomé asiento en una silla de plástico desde donde se veía el aula y esperé.
Al cabo de una hora se abrió la puerta y empezaron a salir los estudiantes, la mayoría con grandes cuadernos de espiral sujetos contra el pecho o asomando de los bolsos: los cuadernos de espiral eran una de las debilidades de Rachel. Me aparté para dejar pasar al último estudiante y luego entré en la clase, que era pequeña y estaba dominada por una única y amplia mesa, con sillas dispuestas alrededor y contra las paredes. En la cabecera de la mesa, bajo una pizarra, estaba sentada Rachel Wolfe. Vestía un jersey verde oscuro encima de una camisa blanca de hombre con el cuello levantado. Como siempre, llevaba un ligero toque de maquillaje, cuidadosamente aplicado, y los labios pintados de rojo oscuro.
Alzó la vista con actitud expectante y una media sonrisa en la cara, que se le borró en cuanto me vio. Cerré la puerta con delicadeza al entrar y ocupé la primera silla vacía de la mesa, que era la más alejada de ella.
– Hola -dije.
Con gran parsimonia, guardó sus bolígrafos y notas en un maletín de piel, se levantó y empezó a ponerse el abrigo.
– Te pedí que no intentases contactar conmigo -dijo mientras buscaba con dificultad la manga izquierda.
Me puse en pie, me acerqué a ella y le sostuve la manga para que metiese el brazo. Aunque un tanto avergonzado por irrumpir en su territorio de aquella manera, sentí también una momentánea punzada de resentimiento: Rachel no había sido la única que había sufrido en Louisiana durante la persecución del Viajante. El resentimiento desapareció enseguida y dio paso a la culpabilidad cuando la recordé entre mis brazos, con el cuerpo sacudido por los sollozos después de verse obligada a matar a un hombre en el cementerio de Metairie. Una vez más la recordé levantando el arma, el dedo en el gatillo, el fogonazo del cañón a la vez que el arma retrocedía en sus manos. Un profundo e insaciable instinto de supervivencia la había impulsado aquel espantoso día de verano. Creo que en ese momento, al mirarme, recordó lo que había hecho y sintió miedo de lo que yo representaba: la capacidad de violencia que brevemente había cobrado fuerza dentro de ella y cuyas ascuas ardían aún en los oscuros rincones de su alma.