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– No te preocupes -dije, mintiendo en parte-. No he venido por motivos personales sino profesionales.

– Razón de más para no querer oírlos. -Dio media vuelta con el maletín bajo el brazo-. Discúlpame, tengo trabajo.

Tendí una mano para tocarle el brazo y me lanzó una mirada de furia. La retiré.

– Rachel, espera. Necesito tu ayuda.

– Déjame marchar, por favor. Me cortas el paso.

Me aparté y ella pasó ante mí con la cabeza gacha. Tenía ya la puerta abierta cuando volví a hablar.

– Rachel, escúchame sólo un momento. Si no es por mí, al menos por Walter Cole.

Se detuvo en la puerta pero no se volvió.

– ¿Qué pasa con Walter?

– Su hija Ellen ha desaparecido. No estoy seguro, pero quizá tenga algo que ver con un caso en el que estoy trabajando. Puede que también guarde relación con Thani Pho, la estudiante que asesinaron.

Rachel permaneció callada por un instante. Luego respiró hondo, cerró la puerta y se sentó en la silla que yo había ocupado antes. Para equilibrar la situación, yo me senté en la suya.

– Tienes dos minutos -dijo.

– Necesito que leas un expediente y me des tu opinión.

– Ya no me dedico a eso.

– Me he enterado de que trabajas en un estudio sobre la conexión entre los crímenes violentos y los trastornos cerebrales, algo que implica escanogramas del cerebro.

Sabía algo más que eso. Rachel participaba en una investigación sobre las disfunciones de dos áreas del cerebro, la amígdala y el lóbulo frontal. Por lo que yo entendí al leer una copia de un artículo que ella había publicado en una revista de psicología, la amígdala, una pequeña zona de tejido del cerebro inconsciente, genera las sensaciones de alarma y emoción y nos permite responder a la angustia de los demás. En el lóbulo frontal se registran las emociones, y es ahí, también, donde surge la conciencia y donde se construyen los planes. Asimismo, es la parte del cerebro que controla nuestros impulsos.

Ahora se creía que, en los psicópatas, el lóbulo frontal no respondía frente a una situación emocional, debido posiblemente a un defecto en la propia amígdala o en los procesos utilizados para enviar señales a la corteza cerebral. Rachel, y otros como ella, insistían en la necesidad de realizar un estudio a gran escala con escanogramas de asesinos convictos, aduciendo que podía establecerse una conexión entre las lesiones cerebrales y la conducta criminal psicopática.

Frunció el entrecejo.

– Según parece, sabes mucho sobre mí. No estoy segura de si me gusta la idea de que andes espiándome.

Volví a sentir una punzada de resentimiento, tan intensa que contraje la boca involuntariamente.

– No es así, pero veo que conservas un ego fuerte y saludable.

En sus labios apareció una sonrisa, débil y fugaz.

– El resto de mí no es tan robusto. Tendré cicatrices de por vida, Bird. Voy a terapia dos veces por semana y he tenido que abandonar mi propia consulta. Todavía me acuerdo de ti y todavía me das miedo. A veces.

– Lo siento. -Quizá fuesen imaginaciones mías, pero creía advertir que esa pausa, ese «a veces», implicaba que también se acordaba de mí de otras maneras.

– Lo sé. Háblame de ese expediente.

Y le hablé, resumiéndole brevemente el historial de los asesinatos y añadiendo parte de lo que la señora Schneider me había contado y parte de lo que yo mismo sospechaba o había adivinado.

– Casi todo está aquí. -Levanté el ajado expediente marrón-. Me gustaría que le echases un vistazo a ver qué se te ocurre.

Alargó el brazo y deslicé el expediente por la mesa hacia ella. Hojeó con rapidez las anotaciones a mano, las copias en papel carbón, las fotografías. Una de ellas mostraba la escena del crimen a orillas del Little Wilson.

– Dios mío -susurró, y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, advertí en ellos una nueva luz, la chispa de la curiosidad profesional, pero también algo más, algo que me había atraído de ella desde el principio.

Era empatía.

– Podría llevarme un par de días -dijo.

– No tengo un par de días. Lo necesito esta noche.

– Imposible. Lo siento, pero con tan poco tiempo no podría empezar siquiera.

– Rachel, nadie me cree. Nadie aceptará que este hombre haya existido o, lo que es peor, que quizá siga vivo. Pero está allí. Lo presiento, Rachel. Necesito comprenderlo, aunque sólo sea un poco. Necesito algo, cualquier cosa, para hacerlo real, para sacarlo de ese expediente y formarme una imagen reconocible de él. Por favor. Tengo una maraña de detalles en la cabeza, y necesito que alguien me ayude a darles sentido. No puedo acudir a nadie más y, en todo caso, eres la mejor psicóloga criminalista que conozco.

– Soy la única psicóloga criminalista que conoces -respondió, y la sonrisa apareció de nuevo en sus labios.

– Eso también.

Se levantó.

– No puedo tener nada para ti esta noche, pero quedemos mañana en la librería de la cooperativa a eso de las once. Te daré lo que haya conseguido hasta entonces.

– Gracias -dije.

– No hay de qué.

Y dicho esto se fue.

Me alojé donde siempre me alojaba durante mis visitas a Boston, el Nolan House de la Calle G, en el sur de la ciudad. Era un hotel residencia tranquilo, con muebles antiguos y un par de restaurantes cerca. Me puse en contacto con Ángel y Louis, pero en Dark Hollow no había novedades.

– ¿Has visto a Rachel? -preguntó Ángel.

– Sí, la he visto.

– ¿Cómo se lo ha tomado?

– No parecía muy contenta de verme.

– Traes malos recuerdos.

– Toda mi vida ha sido así. Quizás alguien, algún día, me vea y tenga pensamientos felices.

– Imposible -contestó-. Relájate y dile que te hemos preguntado por ella.

– Lo haré. ¿Algún movimiento en casa de Payne?

– El tipo joven ha ido al pueblo a comprar leche y comida, eso es todo. Ni rastro de Billy Purdue, ni de Tony Celli, ni de Stritch, pero Louis aún se comporta de una manera rara. Stritch ronda cerca, de eso estamos seguros. Cuanto antes vuelvas, mejor.

Me duché, me puse una camiseta limpia y unos vaqueros, y en el pasillo del Nolan House, entre las guías y revistas, encontré un ejemplar del magnífico atlas de carreteras Gousha de 1995. Aparecían ocho Medinas -Texas, Tennessee, Washington, Wisconsin, Nueva York, Dakota del Norte, Michigan y Ohio- y una Medinah, en Illinois. Descarté todos los pueblos de la zona norte confiando en que mi abuelo estuviese en lo cierto con respecto al origen sureño de Caleb, lo cual me dejaba Tennessee y Texas. Probé primero con Tennessee, pero en la oficina del sheriff del condado de Gibson nadie recordaba a un Caleb Kyle que, durante los años cuarenta, quizás había matado a su madre en la granja donde vivían; pero, como un ayudante me dijo servicialmente, eso no significaba que no hubiese ocurrido; sólo significaba que allí nadie lo recordaba. Telefoneé a la policía del estado, por si acaso, pero obtuve la misma respuesta: ningún Caleb Kyle.

Eran casi las ocho y media cuando empecé a llamar a Texas. Resultó que Medina estaba en el condado de Banderas, no en el condado de Medina, así que mi primera llamada al sheriff del condado de Medina no me sirvió de gran cosa. Pero sí tuve suerte la segunda vez, mucha suerte, y no pude por menos de preguntarme cómo se habría sentido mi abuelo de haber llegado hasta ese punto y haber descubierto la verdad sobre Caleb Kyle.

22

Me dijo un ayudante del sheriff que su jefe se llamaba Dan Tannen. Aguardé a que le pasaran la llamada directamente al despacho. Tras un par de chasquidos, una voz femenina dijo: