– Sí.
– ¿Sheriff Tannen? -pregunté, y acerté.
– Sí, soy yo -contestó ella-. No parece sorprendido.
– ¿Debería estarlo?
– Ya me han confundido con la secretaria varias veces. Me saca de quicio, se lo aseguro. El Dan es abreviatura de Danielle, por si aclara algo. Tengo entendido que ha preguntado usted por Caleb Kyle.
– Así es. Soy investigador privado y trabajo en las afueras de Portland, Maine. Estoy…
Me interrumpió para preguntar:
– ¿De qué conoce ese nombre?
– ¿Caleb?
– Ajá. Bueno, más concretamente Caleb Kyle. ¿De qué lo conoce?
Era una buena pregunta. ¿Por dónde debía empezar? ¿Por la señora Schneider? ¿Por Emily Watts? ¿Por mi abuelo? ¿Por Ruth Dickinson, Laurel Trulock y las otras tres chicas que acabaron colgadas de un árbol a orillas del Little Wilson?
– Señor Parker, le he hecho una pregunta.
Tuve la sensación de que la sheriff Tannen conservaría su puesto durante bastante tiempo.
– Perdone -dije-. Es complicado. Lo oí por primera vez de boca de mi abuelo cuando yo era joven, y en la última semana lo he oído otras dos veces.
Pasé a contarle lo que sabía. Ella me escuchó sin hacer comentarios y, cuando terminé, habló después de un largo silencio.
– Ocurrió antes de que yo naciera -dijo por fin-. O al menos una parte. El chico vivía en el campo con su madre, a unos siete kilómetros al sudeste de aquí. Nació, por lo que recuerdo sin consultar el expediente, en 1928 o 1929, pero nació con el apellido Brewster. Su padre era un tal Lyall Brewster, que fue a luchar contra Hitler y murió en el norte de África. Caleb y su madre tuvieron que valerse por sí mismos. Además, Lyall Brewster nunca llegó a casarse con Bonnie Kyle, que era como se llamaba la madre. Comprenderá ahora mi interés al oírle decir «Caleb Kyle». Poca gente lo conocería por ese nombre. La verdad es que nunca había oído que lo llamaran así. Aquí fue siempre Caleb Brewster, hasta el día en que mató a su madre.
»Ella era el mismísimo demonio, cuentan quienes la conocieron. Era muy reservada y no dejaba que el chico se apartara de ella. Pero él era listo, señor Parker; en la escuela destacó en matemáticas, en lectura, en todo aquello en lo que se aplicaba. Entonces la madre decidió que no le gustaba que el niño atrajera tanta atención y lo sacó de la escuela. Afirmó que le daría clases ella misma.
– ¿Cree que fue víctima de malos tratos?
– Creo que corrieron rumores. Recuerdo que alguien me contó que una vez lo encontraron vagando desnudo por la carretera que va a Kerville, sucio de tierra y excrementos de cerdo. La policía se lo llevó a su madre envuelto en una manta. Por entonces, no podía tener más de catorce o quince años. Le oyeron gritar en cuanto se cerró la puerta. Sin duda la madre usaba el palo con él, deduzco, pero por lo demás… -Hizo otra pausa, y la oí tragar un líquido al otro lado de la línea-. Agua -aclaró-, por si tiene dudas.
– No tenía ninguna.
– Bueno, da igual. En todo caso, no me consta que hubiese abusos sexuales. Eso salió a la luz en el juicio, pero también salió a la luz en el juicio de los hermanos Menéndez, y ya ve cómo acabaron. Como le he dicho, señor Parker, Caleb era listo. Incluso a los dieciséis o diecisiete años era más listo que la mayoría de la gente del pueblo.
– ¿Cree que se lo inventó?
No contestó de inmediato.
– No lo sé, pero era lo bastante listo para tratar de utilizarlo como atenuante. Debe recordar, señor Parker, que antes no se hablaba de eso tanto como hoy en día. Era poco habitual que alguien lo sacara a relucir. Posiblemente nunca llegaremos a saber con seguridad qué ocurrió en esa casa.
»Pero la inteligencia no era el único rasgo de Caleb Brewster. Aquí la gente recuerda que era malo, o peor que eso. Torturaba a los animales, señor Parker, y colgaba los restos de los árboles: ardillas, conejos, incluso perros. No había pruebas que lo relacionaran con ello, entiéndalo, pero la gente sabía que había sido él. Quizá se cansó de matar animales y decidió subir un peldaño. Hubo también otras cosas.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, vayamos por orden. Sabemos que mató a su madre y que dio de comer su cuerpo a los cerdos. Dos o tres días después del incidente en la carretera, el sheriff Garrett y un ayudante fueron a ver cómo estaba el chico. Lo encontraron sentado en el porche, bebiendo leche agria de una jarra. Había sangre en la cocina: en las paredes, en el suelo. Había empapado las tablas del suelo. El chico aún tenía el cuchillo al lado. La ropa de Bonnie Kyle estaba en la pocilga, junto con unos cuantos huesos, prácticamente lo único que los cerdos habían dejado. Eso y el anillo. Uno de los cerdos lo había expulsado entre sus heces. Me parece que ahora lo tienen expuesto en el Museo de la Frontera de Banderas, junto con corderos bicéfalos y puntas de flecha indias.
– ¿Qué pasó con Caleb?
– Lo procesaron como a un adulto y lo condenaron a prisión.
– ¿Cadena perpetua?
– Veinte años. Salió en el sesenta y tres o en el sesenta y cuatro, creo.
– ¿Rehabilitado?
– ¿Rehabilitado? No, por Dios. Supongo que ya había perdido la razón antes de matarla y nunca la recuperó. Pero alguien, tomando en consideración las circunstancias atenuantes, consideró oportuno ponerlo en libertad. Había cumplido la condena y no podían tenerlo encerrado para siempre, aunque habría sido una excelente idea. Y como he dicho, era listo. En la cárcel no se metió en líos. Pensaron que estaba mejorando. Yo personalmente creo que estaba a la espera.
– ¿Regresó a las afueras del pueblo? -pregunté. De nuevo siguió una pausa, y esta vez me pareció que el silencio no se rompió hasta transcurrido un buen rato.
– La casa seguía en pie -contestó Tannen-. Recuerdo que regresó al pueblo en autobús…, yo tendría diez u once años…, y que se encaminó hacia su antigua casa. La gente cambiaba de acera y luego se quedaba mirando cómo se alejaba. No sé cuánto tiempo pasó allí. No serían más de dos noches, pero…
– ¿Pero?
Exhaló un suspiro.
– Murió una chica. Lillian Boyce. Decían que era la chica más guapa del condado, y probablemente tenían razón. La encontraron junto al Hondo Creek, cerca de Tarpley. Presentaba numerosas heridas de arma blanca. Pero eso no fue lo peor. -Esperé, y tuve la impresión de que sabía lo que iba a oír aun antes de que lo dijera-. Estaba colgada de un árbol -explicó-. Como si alguien quisiese que la encontraran, como si fuese una advertencia para todos nosotros.
La línea pareció zumbar y, mientras la sheriff Tannen concluía su relato, sentí que el teléfono móvil me ardía en la mano.
– Cuando la encontraron, Caleb Brewster se había marchado otra vez. Aún hay una orden de búsqueda pendiente, que yo sepa, pero no pensaba que alguien llegara a atenderla. Al menos hasta ahora.
Después de colgar me quedé sentado en la cama durante un rato. Había un mazo de cartas en un estante de la habitación y, sin darme cuenta, empecé a barajarlas; los bordes de los naipes desfilaron borrosamente ante mis ojos. Vi la reina de corazones y la saqué, me acordé de Saul Mann cuando jugaba a «Encuentra a la Reina». De pie tras su mesa de caballete forrada de felpa, en apariencia hablando solo, colocaba las cartas ante sí y volteaba una con el borde de la otra. «Con cinco gana diez, con diez gana veinte.» Parecía no darse cuenta siquiera de que los apostantes se congregaban lentamente, atraídos por el movimiento seguro de sus manos y la promesa de dinero fácil, pero él observaba todo el rato. Observaba y esperaba, y poco a poco, de manera infalible, acudían a él. Era como un cazador que tiene la certeza de que, en algún momento, el ciervo se cruzará en su camino.