Entretanto, Ellen Cole y su novio seguían desaparecidos, al igual que Willeford. Tony Celli se había escondido, pero sin duda aún buscaba el rastro de Billy. No le quedaba otro remedio: si no lo encontraba, sería incapaz de restituir el dinero que había perdido y moriría asesinado para que a otros les sirviera de escarmiento. Yo sospechaba que ya era demasiado tarde para Tony el Limpio, que era demasiado tarde desde el momento mismo en que adquirió los bonos, quizás incluso desde el instante en que se le pasó por la cabeza utilizar dinero ajeno para asegurarse el futuro. Tony haría lo que fuese necesario para dar con Billy, pero todo lo que hiciese, toda la violencia que emplease y toda la atención que atrajese sobre sí mismo y sus superiores, reduciría sus probabilidades de supervivencia. Era como un hombre que, atrapado en la oscuridad de un túnel, se concentra en la única iluminación que ve ante sí, sin saber que lo que le parece la luz de la salvación es en realidad el fuego en el que se consumirá.
Asimismo había otras razones para sentir miedo. En la oscuridad, en alguna parte, aguardaba Stritch. Me imaginaba que aún quería el dinero, pero, sobre todo, quería vengar la muerte de su compañero. Pensé en el hombre muerto en el complejo de Portland, violado en sus últimos instantes por la abyección de Stritch, y pensé también en el miedo que sentí, en la certidumbre de que me habría dejado envolver por la muerte en aquella penumbra si hubiese decidido entrar.
Quedaba también el viejo del bosque. Debía contar aún con la posibilidad de que él supiese algo más de lo que me había dicho, de que su comentario sobre los dos jóvenes no se basara únicamente en las habladurías que había escuchado en el pueblo. Por esa razón, tenía que hacer un alto en el camino antes de regresar a Dark Hollow.
En Orono, la tienda aún estaba abierta. Sobre la puerta podía leerse stuckey trading, escrito en cursiva e iluminado desde abajo. Dentro olía a humedad y el calor era sofocante, la calefacción hacía el mismo ruido que si sus engranajes estuvieran triturando cristal mientras bombeaba aire viciado a través de los ventiladores. Unos tipos con cazadora de motorista examinaban escopetas de segunda mano mientras una mujer con un vestido que fue nuevo en los tiempos de Woodstock inspeccionaba una caja de discos de vinilo. Las vitrinas contenían relojes antiguos y cadenas de oro y, detrás del mostrador, en un armero, había arcos de caza en posición vertical.
No sabía muy bien qué buscaba, así que curioseé de estante en estante, fui repasando con la vista desde muebles antiguos hasta fundas para asientos de coche seminuevas, y finalmente algo me llamó la atención. En un rincón, junto a un perchero de ropa impermeable -básicamente gabardinas viejas y algún que otro chubasquero amarillo descolorido- había dos hileras de zapatos y botas. En su mayoría estaban raídos y gastados, pero las Zamberlain saltaban a la vista en el acto. Eran botas de hombre, bastante nuevas y considerablemente más caras que los otros pares, y era obvio que se les había prodigado cierto cuidado en fecha reciente. Alguien, quizás el dueño de la tienda, las había limpiado y encerado antes de ponerlas a la venta. Levanté una y olfateé el interior. Olía a lejía, y a algo más: a tierra, y a carne descompuesta. Levanté la segunda bota y percibí en ella el mismo tufo. Recordé que Ricky calzaba unas Zamberlain el día que vinieron a visitarme, y no era habitual que unas botas de esa calidad apareciesen en una tienda de artículos de segunda mano en un lugar perdido como aquél. Llevé el par de botas al mostrador.
El hombre que estaba detrás de la caja era bajo, y el pelo, oscuro, espeso y artificial, parecía salido de la cabeza de un maniquí de unos grandes almacenes. En la nuca, por debajo del peluquín, asomaban unos cuantos mechones de su propio cabello castaño claro como parientes locos relegados al desván. Unas gafas de montura redonda le colgaban de un cordón en torno al cuello y se perdían entre el vello del pecho. Vestía una camisa roja medio desabotonada que dejaba ver unas cicatrices en el torso. Tenía las manos delgadas y fuertes y le faltaban las dos falanges superiores de los dedos meñique y anular de la mano izquierda. Las uñas de los dedos que conservaba se veían bien cuidadas.
Me sorprendió mirándole la mano mutilada y la levantó a la altura de la cara. Con los dos muñones de los dedos perdidos daba la impresión de que intentase formar una pistola con la mano, igual que los niños en el patio del colegio.
– Los perdí en un aserradero -explicó.
– Hay que andarse con cuidado -contesté.
Se encogió de hombros.
– La maldita sierra estuvo a punto de cortarme también los otros dedos. ¿Ha trabajado alguna vez en un aserradero?
– No. Siempre he pensado que me gusta cómo me quedan los dedos en las manos. Me gustan tal cual.
Se miró los muñones pensativamente.
– Es curioso, pero siento como si todavía los tuviera, ¿sabe? Posiblemente no se imagina esa sensación.
– Creo que sí -respondí-. ¿Es usted Stuckey?
– Sí. Ésta es mi tienda.
Dejé las botas en el mostrador.
– Son buenas botas -dijo y alcanzó una con la mano mutilada-. No aceptaré menos de sesenta pavos por ellas. No hace ni dos horas que las he encerado y les he sacado brillo yo mismo.
– Huélalas.
Stuckey entornó los ojos y ladeó la cabeza.
– ¿Cómo dice?
– He dicho que las huela.
Me miró con extrañeza por un momento. Luego agarró una bota y olfateó dentro con actitud vacilante, contrayendo las aletas de la nariz como un conejo ante el cepo.
– Yo no huelo nada -dijo.
– Lejía. Huele a lejía, ¿no?
– Bueno, claro. Siempre desinfecto el calzado antes de venderlo. Nadie querría ponerse unas botas que apestasen.
Me incliné y levanté la segunda bota frente a él.
– Ésa es precisamente mi pregunta -dije en voz baja-. ¿A qué olían antes de limpiarlas?
No parecía que se dejase intimidar con facilidad. También él avanzó el cuerpo hacia mí, apoyó seis nudillos sobre el mostrador y enarcó una ceja.
– ¿Está usted chiflado?
En un espejo detrás del mostrador vi que los motoristas se habían dado media vuelta para contemplar el espectáculo.
– Estas botas tenían tierra cuando usted las compró, ¿verdad? -pregunté sin levantar la voz-. ¿Olían a descomposición, a descomposición humana?
Dio un paso atrás.
– ¿Quién es usted?
– Una persona corriente.
– Si fuese una persona corriente, ya habría comprado las malditas botas y se habría largado.
– ¿Quién le vendió estas botas?
Empezaba a adoptar una actitud hostil.
– Eso no es asunto suyo, caballero. Ahora salga de mi tienda.
No me moví.
– Oiga, amigo, puede hablar conmigo o puede hablar con la policía, pero hablar, hablará, ¿queda claro? No quiero causarle problemas, pero, si no me deja alternativa, lo haré.
Stuckey me miró fijamente y supo que iba en serio. Antes de que pudiese responder, nos interrumpió una voz.
– Eh, Stuck -preguntó uno de los motoristas-. ¿Todo bien ahí?
Él levantó la maltrecha mano izquierda para dar a entender que no ocurría nada y después volvió a centrar su atención en mí. Cuando habló, lo hizo sin el menor rastro de resentimiento. Stuckey era pragmático -en su negocio no le quedaba más remedio- y sabía cuándo le convenía rendirse.
– Fue un viejo del norte -dijo con un suspiro-. Viene una vez al mes más o menos y trae cosas que ha encontrado. La mayor parte basura, pero le doy unos pavos y se marcha. A veces trae algo aceptable.
– ¿Ha traído estas botas recientemente?
– Sí, hace muy poco. Ayer. Le di treinta pavos. Me dejó también una mochila, Lowe Alpine. La vendí en el acto. Eso era todo. No tenía nada más que ofrecer.