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– ¿Ese viejo es de la zona de Dark Hollow?

– Sí, exacto, de Dark Hollow.

– ¿Sabe su nombre?

Volvió a entornar los ojos.

– Dígame una cosa, caballero, ¿qué es usted? ¿Un detective privado o algo así?

– Como le he dicho, sólo soy una persona corriente.

– Hace muchas preguntas para ser sólo una persona corriente.

Percibí que Stuckey se cerraba en banda otra vez.

– Soy curioso por naturaleza -expliqué, pero me identifiqué de todos modos-. ¿El nombre?

– Barley. John Barley.

– ¿Es ése su verdadero nombre?

– Y yo qué sé.

– ¿Le ha enseñado algún documento de identidad?

Stuckey estuvo a punto de echarse a reír.

– Si lo viera, sabría usted que no es la clase de individuo que lleva documentación.

Asentí, saqué la cartera y coloqué, uno por uno, seis billetes de diez dólares en el mostrador.

– Necesito un recibo -comenté.

Stuckey rellenó uno rápidamente con letras mayúsculas e inclinadas, lo selló e hizo una pausa antes de entregármelo.

– Ya sabe, no quiero problemas -dijo.

– Si me ha contado la verdad, no los tendrá.

Dobló el recibo por la mitad y lo metió en la bolsa de plástico con las botas.

– No se tome esto de manera personal, caballero, pero imagino que hace usted amigos con la misma facilidad que un escorpión.

Agarré la bolsa y me guardé la cartera en el abrigo.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Acaso vende aquí también amistad?

– No, caballero, desde luego que no -respondió con manifiesta contundencia-. Pero, en cualquier caso, dudo mucho que usted la comprara.

24

Ya había anochecido cuando emprendí el viaje de regreso. Nevaba en la carretera a Beaver Cove y más allá, donde la estrecha y sinuosa carretera flanqueada de árboles llevaba a Dark Hollow. Los copos parecían resplandecer en los haces de los faros, pequeños fragmentos dorados de luz precipitándose desde lo alto, como si el propio cielo se desintegrase y cayese sobre la tierra. Intenté telefonear en vano a Ángel y Louis con el móvil. Finalmente ya estaban en el motel cuando llegué. Louis abrió la puerta. Vestía un pantalón negro, con la raya tan bien planchada que parecía afilada, y una camisa de color crema. No me explicaba cómo conseguía mantener la ropa tan impecable. Algunas de mis camisas tenían más arrugas que las de Louis aun antes de estrenarlas.

– Ángel está en la ducha -informó cuando se hizo a un lado para dejarme entrar en la habitación. En el televisor, Wolf Blitzer movía los labios en silencio desde el jardín de la Casa Blanca.

– No está mal para variar.

– En eso te doy la razón. Si fuese verano, atraería a las moscas.

Por supuesto, no era verdad. Quizá diese la impresión de que Ángel tenía una relación distante con él jabón y el agua caliente, pero en realidad, bien mirado, era muy limpio. Simplemente presentaba un aspecto más desaliñado que la mayoría de las personas. De hecho, yo no conocía a nadie tan desaliñado como él.

– ¿Alguna novedad en la casa de Payne?

– Nada. El viejo salió y volvió a entrar. El joven salió y volvió a entrar. A la cuarta o quinta vez, ya empezaba a resultar aburrido. Pero Billy Purdue no ha dado señales, ni él ni nadie.

– ¿Crees que sabían que estabais allí?

– Es posible. Actuaban como si no lo supiesen, lo cual podría ser prueba tanto de lo uno como de lo otro. ¿Tú has descubierto algo?

Le enseñé las botas y le puse al corriente de mi conversación con Stuckey. Ángel salió de la ducha en ese momento, envuelto en cuatro toallas.

– Joder, Ángel -dijo Louis-. ¿Quién carajo eres? ¿El Mahatma Gandhi? ¿Qué haces con tantas toallas?

– Tengo frío -se lamentó-. Y el asiento de ese coche me ha dejado marcas en el culo.

– Como no me consigas toallas, yo sí voy a dejarte marcas en el culo con la puntera de mi zapato. Sécate ese culo blanco y flaco, vete a recepción y pídele toallas a la mujer, y vale más que te asegures de que estén suaves y sedosas, Ángel. No pienso frotarme la espalda con papel de lija.

Mientras Ángel, sin dejar de mascullar, se secaba y vestía, les conté en detalle mis conversaciones con Rachel, la sheriff Tannen y Erica Schneider, así como lo que había averiguado acerca de la visita de Billy Purdue a Santa Marta.

– Según parece, estamos acumulando mucha información, pero no sabemos qué significa -comentó Louis cuando acabé.

– Al menos sabemos qué significa una parte -contesté.

– ¿Crees que ese tal Caleb existe de verdad? -preguntó.

– Era lo bastante real para matar a su madre, y quizás a una muchacha del pueblo casi dos décadas después. Además, las chicas que murieron en el año sesenta y cinco no fueron víctimas de un retrasado mental. La forma de exponer los cadáveres tenía muchos significados. Fue un gesto de desprecio, una manera de causar conmoción, pero también fue un intento de presentar aquello como un acto de locura. Creo que el objetivo era inducir a la gente a pensar que sólo un loco era capaz de una cosa así, y el hecho de colocar una prenda de vestir en la casa de Fletcher les proporcionó al loco que andaban buscando.

– ¿Y adónde fue?

Me dejé caer en una de las camas.

– No lo sé -dije-, pero creo que se marchó al norte, al bosque.

– ¿Y por qué no volvió a matar? -añadió Ángel.

– Eso tampoco lo sé. Puede que matase y simplemente no se encontraran los cuerpos.

Sabía que en la Ruta Apalache algunos excursionistas habían sido asesinados y otros habían desaparecido sin dejar rastro. Me preguntaba si, por alguna razón, habían abandonado la ruta en busca de un atajo y, en lugar de eso, habían encontrado algo mucho peor que lo que hubieran imaginado jamás.

– O podría haber matado antes de llegar a Maine, sin que nadie lo relacionase con las muertes -continué-. Según Rachel, es posible que entrase en un periodo de latencia, y que acontecimientos recientes se hayan confabulado para despertarlo.

Ángel tomó una de las Zamberlain y la sostuvo entre las manos.

– Bueno, y sabemos qué significa esto, en el supuesto de que estas botas fuesen del novio de Ellen Cole.

Me miró y advertí tristeza en sus ojos. No quise contestarle, ni aceptar la posibilidad de que si Ricky estaba muerto, también Ellen podía estarlo.

– ¿Algún indicio de Stritch? -pregunté.

Louis se erizó.

– Casi puedo olerlo -dijo-. La mujer de recepción sigue muy alterada por lo de su gato. La policía cree que es cosa de niños.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Ángel.

– Voy a ver a John Barley -respondí, pero Louis negó con la cabeza.

– No es buena idea, Bird. Es de noche y él conoce el bosque mejor que tú. Podrías perderle la pista y a la vez toda posibilidad de averiguar de dónde sacó esas botas. Además, está el maldito perro: prevendrá al viejo, éste empezará a disparar, y puede que tengas que defenderte. Muerto no nos sirve de nada.

Tenía razón, desde luego, pero eso no me sirvió de consuelo.

– Entonces, en cuanto salga el sol -accedí a mi pesar. Quedó en el aire la idea de que quizá me había encontrado ya con Caleb Kyle y me había alejado de él porque me había amenazado con una escopeta.

– En cuanto salga el sol -convino Louis.

Los dejé y volví a mi habitación, allí marqué el número de la casa de Walter y Lee Cole en Queens. Contestó Lee después de sonar el timbre tres veces, y a su voz afloró esa mezcla de esperanza y temor que yo había oído centenares de veces por parte de padres, amigos y familiares, todos aguardando noticias de una persona desaparecida.

– Lee, soy Bird.

No dijo nada por un momento, pero oí sus pasos, como si se dirigiese a otro sitio para que alguien no la oyese, supuse que Lauren.