Iba a decirle que no se molestara, pero temí que pensase que pretendía hacerme el héroe. El doctor Archer, a sus sesenta años, era un hombre apuesto, de aspecto distinguido, elegante cabello plateado y tan buen trato con sus pacientes que algunas mujeres solitarias deseaban acostarse con él para que las sometiera a un reconocimiento médico íntimo e innecesario.
– Intentaba sacarme una pestaña del ojo -contesté.
– Utiliza un colirio. Comprobarás que no duele tanto y, después, aún conservarás el ojo.
Limpió la herida con una torunda y se inclinó hacia mí con la jeringuilla. Hice una mueca cuando me puso la inyección.
– Un chico mayor y valiente -masculló-. Si no lloras, cuando hayamos terminado te daré una chocolatina.
– Seguro que en la facultad de Medicina todos hablaban de lo gracioso que es en su trato con los pacientes.
– En serio, ¿qué te ha pasado? -preguntó a la vez que comenzaba a coser-. Esto parece una herida de arma blanca y te están saliendo moretones en el cuello.
– He intentado hacerle una llave a Billy Purdue y no he salido precisamente airoso.
– ¿Purdue? ¿Ese chiflado que estuvo a punto de matar a su mujer y a su hijo en un incendio? -Archer enarcó las cejas, que se alzaron en su frente como dos cuervos asustados-. Debes de estar aún más loco que él. -Continuó cosiendo-. Como médico tuyo, es mi deber advertirte que, si sigues cometiendo estupideces como ésa, es muy posible que en el futuro necesites un tratamiento más especializado que el que yo pueda ofrecerte. -Pasó la aguja una vez más y cortó el hilo-. Aunque imagino que la transición a la senilidad a ti no te representará un problema grave. -Se apartó un paso y examinó con orgullo su obra-. Magnífico -dictaminó con un suspiro-. Un bordado precioso.
– Si me miro en el espejo y veo que me ha cosido un corazoncito en la cara, no me quedará más remedio que prenderle fuego a su consulta.
Envolvió con cuidado las agujas usadas y las metió en un recipiente de protección.
– Los puntos se disolverán dentro de unos días -dijo-. Y no juguetees con ellos. Ya sé cómo sois los niños.
Lo dejé allí riéndose y me dirigí en coche al apartamento de Rita Ferris, cerca de la catedral de la Inmaculada Concepción y del cementerio del Este, donde están enterrados Burrows y Blythe, ese par de jóvenes necios. Murieron durante un innecesario combate naval en el que se enfrentaban el bergantín Enterprise de Estados Unidos y el británico Boxer, de los que eran los respectivos capitanes, frente a las costas de la isla de Monhegan durante la guerra de 1812. Recibieron sepultura en el cementerio del Este tras un multitudinario funeral doble que acabó con un desfile por las calles de Portland. Cerca de ellos se alza un monumento de mármol dedicado al teniente Kervin Waters, que resultó herido en la misma batalla y tardó en morir dos atroces años. Contaba sólo dieciséis años cuando le hirieron y dieciocho cuando murió. No sé por qué me acordé de ellos mientras me dirigía al apartamento de Rita Ferris. Después de conocer a Billy Purdue, quizá tenía plena conciencia de lo que era malgastar una vida joven.
Doblé por Locust y dejé atrás la iglesia anglicana de San Pablo a mi derecha y el mercadillo de beneficencia de San Vicente de Paúl a la izquierda. Rita Ferris vivía al final de la calle, frente a la escuela Kavanagh. Era un ruinoso edificio blanco de tres plantas al que se accedía por unos peldaños de piedra que conducían hasta una puerta, flanqueada a un lado por los timbres y los números de los apartamentos, y al otro por una hilera de buzones abiertos.
Una mujer negra acompañada de una niña pequeña, probablemente su hija, abrió la puerta de entrada cuando me acercaba y me miró con recelo. En Maine la población negra es escasa si se compara con otros estados: el noventa y nueve por ciento era aún blanco a principios de los años noventa. Se requiere mucho tiempo para salvar semejante diferencia, así que quizá su cautela fuese justificada.
Le dediqué a la mujer mi mejor sonrisa en un intento de tranquilizarla.
– He venido a ver a Rita Ferris. Está esperándome.
Si en algo cambió su expresión, fue para endurecerse aún más. Su perfil parecía labrado en ébano.
– Si le espera, llame al timbre -replicó, y me cerró la puerta en la cara.
Dejé escapar un suspiro y llamé. Rita Ferris contestó; se oyó el chasquido del pestillo, y subí por la escalera hasta el apartamento.
A través de la puerta cerrada del apartamento de Rita, en la segunda planta, oí que daban Seinfeld en el televisor y la tos blanda de un niño. Llamé dos veces con los nudillos y la puerta se abrió. Rita se hizo a un lado para dejarme entrar. Sostenía a Donald sobre la cadera derecha, vestido con un pelele azul. Llevaba el pelo recogido en un moño, una deformada sudadera azul, vaqueros y sandalias negras. La sudadera estaba manchada de comida y baba del niño. El apartamento, pequeño y bien arreglado pese a los gastados muebles, también olía a niño.
A varios pasos por detrás de Rita había una mujer. Mientras yo las observaba, ésta colocó una caja de cartón llena de pañales, latas de comida y verdura fresca en el pequeño sofá. En el suelo había una bolsa de plástico con ropa de segunda mano y un par de juguetes, y advertí que Rita tenía unos billetes en la mano.
Cuando me vio, se sonrojó, arrugó el dinero y se lo metió en el bolsillo del pantalón.
La otra mujer me miró con curiosidad y, me pareció, con cierta hostilidad. Debía de rondar los setenta años, tenía el cabello blanco, con permanente, y los ojos grandes y castaños. Llevaba un abrigo largo de lana, de aspecto caro, sobre un jersey de seda y unos pantalones de algodón entallados. Discretamente, en sus orejas, muñecas y cuello se veían destellos de oro.
Rita cerró la puerta cuando entré y se volvió hacia la mujer mayor.
– Éste es el señor Parker -dijo-. Ha ido a hablar con Billy por mí. -Se llevó la mano al bolsillo posterior del vaquero y señaló tímidamente con la cabeza a la mujer-. Señor Parker, le presento a Cheryl Lansing. Una amiga.
Le tendí la mano para saludarla.
– Encantado de conocerla -dije.
Tras vacilar por un instante, Cheryl Lansing me estrechó la mano con sorprendente fuerza.
– Igualmente.
Rita suspiró y decidió ampliar un poco su presentación.
– Cheryl nos echa una mano -explicó-. Nos trae comida, ropa y otras cosas. Sin ella no saldríamos adelante.
Ahora fue la mujer de mayor edad quien pareció incomodarse. Levantó la mano como quitándole importancia y dijo una o dos veces «Calla, criatura». Luego se ciñó el abrigo y besó a Rita suavemente en la mejilla antes de concentrar su atención en Donald. Le alborotó el pelo, y el pequeño sonrió.
– Me pasaré otra vez por aquí dentro de una o dos semanas -anunció a Rita.
Una expresión de pena apareció en el rostro de Rita, como si tuviera la sensación de que en cierto modo trataba con descortesía a su invitada.
– ¿Seguro que no quiere quedarse? -preguntó.
Cheryl Lansing me lanzó una mirada y sonrió.
– No, gracias. Esta noche aún me queda un largo caminó por delante, y sin duda el señor Parker y tú tenéis mucho de que hablar.
Dicho esto, me dirigió un gesto de despedida y se marchó. La observé mientras bajaba por la escalera: servicios sociales, supuse, quizás, incluso, una asistente de San Vicente de Paúl. Al fin y al cabo, estaban en la acera de enfrente. Rita pareció adivinarme el pensamiento.
– Es una amiga, sólo eso -dijo en voz baja-. Conocía a Billy. Sabía cómo era, cómo sigue siendo. Ahora quiere asegurarse de que estamos bien.
Cerró la puerta y echó la llave. A continuación me miró el ojo.
– ¿Eso se lo ha hecho Billy?
– Surgieron ciertas diferencias.
– Lo siento. No pensaba que fuese a agredirle. -Una expresión de sincera preocupación se reflejó en su cara, que de pronto me pareció hermosa pese a las ojeras y las arrugas que se abrían paso entre sus facciones al igual que grietas a través de yeso antiguo.