Pedimos hamburguesas y patatas fritas. Las servían en cestas rojas de plástico con un paño en el fondo para absorber la grasa. Sentí que las arterias se me endurecían en cuanto olí la comida. Ángel y Louis bebieron Pete's Wicked; yo, una botella de agua.
La banda hizo una pausa y el público se dirigió en tropel hacia la barra y los lavabos. Tomé un sorbo de agua y recorrí la muchedumbre con la mirada. No había señales de Rand Jennings ni de su mujer; mejor así.
– Ahora deberíamos estar ante la casa de Meade Payne -dijo Louis-. Si Billy Purdue llega, no será en una carroza a plena luz del día.
– Si estuvieseis allí ahora, os congelaríais y no veríais nada -respondí -. Hacemos lo que podemos.
Tenía la sensación de que la situación se me iba de las manos. Quizá se me había ido de las manos desde el primer momento, cuando acepté quinientos dólares de Billy Purdue sin plantearme de dónde los había sacado. Seguía convencido de que Billy aparecería en Dark Hollow tarde o temprano. Sin la cooperación de Meade Payne, existía la probabilidad de que Billy se nos escabullera, pero tenía la sospecha de que se escondería con Meade durante un tiempo, o quizás incluso intentaría pasar a Canadá con su ayuda. La llegada de Billy alteraría la rutina en la casa de Payne, y confiaba en la sagacidad de Ángel y de Louis para detectar cualquier cambio.
Pero Billy seguía siendo una preocupación hasta cierto punto secundaria en comparación con Ellen Cole, si bien debía existir una conexión entre ellos, aunque yo aún no la hubiese descubierto. Un viejo los había guiado hasta el pueblo, tal vez el mismo viejo que había vigilado a Rita Ferris durante varios días antes de su muerte, o incluso el mismo que en otro tiempo los vecinos de un pueblo texano conocían como Caleb Brewster. Dark Hollow era demasiado pequeño para que se produjese esa clase de sucesos inconexos.
En ese preciso instante una mujer se abrió paso entre el gentío hasta la barra y pidió una copa. Era Lorna Jennings, llevaba un jersey rojo chillón que parecía un faro entre la multitud. La acompañaban otras dos mujeres, una morena esbelta con una blusa verde y otra de mayor edad con el cabello negro que lucía un suéter blanco de algodón con estampado de rosas. Por lo visto, esa noche las chicas salían solas. Lorna no me vio, o no quiso verme.
El público prorrumpió en aplausos cuando Larry Fulcher y su banda volvieron al escenario. Acometieron Blue Moon of Kentucky y al instante la pista de baile se convirtió en una masa en movimiento, las parejas se deslizaban de un lado a otro, sonrientes, con las mujeres girando sobre las puntas de los pies y los hombres guiándolas expertamente. Flotaban risas en el aire. Grupos de amigos y vecinos charlaban cerveza en mano y disfrutaban de una noche de buena vecindad y camaradería. Sobre la barra, una pancarta agradecía a todos el apoyo brindado a la banda del instituto de Dark Hollow. En la penumbra, las parejas jóvenes se besaban discretamente mientras sus padres llevaban más lejos sus juegos y caricias en la pista de baile. La música pareció subir de volumen; la gente empezó a moverse más deprisa; en la barra se oyó ruido de cristales rotos, seguido de una risa abochornada. Lorna se encontraba junto a una columna, y las otras dos mujeres, cada una a un lado, escuchaban la música en silencio. En la oscuridad cercana a las paredes, las figuras se movían, algunas eran poco más que unas siluetas: parejas que hablaban, jóvenes que bromeaban, una comunidad que se distendía. Aquí y allá se oía hablar del hallazgo del cadáver de Gary Chute, pero su muerte no afectaba de manera personal y no era un obstáculo para la celebración de esa noche. Observé besarse con pasión a un hombre y una mujer sentados en la barra junto a Lorna, sus lenguas visibles allí donde se unían las bocas, la mano de la mujer descendiendo furtivamente cada vez más por el costado de su compañero…
Descendiendo hasta quedar a la altura de un niño que estaba de pie ante ellos, iluminado por un círculo de luz que parecía proceder de dentro de él. Mientras las parejas pasaban alrededor y los grupos de hombres se movían entre la gente con bandejas cargadas de cervezas, el niño conservaba su propio espacio y nadie se aproximaba ni rompía el caparazón de luz que lo envolvía. Una luz que iluminaba su cabello rubio a la vez que realzaba el color de su pelele morado hizo brillar las uñas de sus diminutas manos cuando el niño levantó la izquierda y señaló hacia la penumbra.
– ¿Donnie? -me oí susurrar.
Y en el extremo opuesto de la barra surgió de la oscuridad una forma blanca. Stritch tenía la boca abierta esbozando una sonrisa, sus labios carnosos y blandos dividían la cara de oreja a oreja, y su calva resplandecía en la tenue luz. Se volvió en dirección a Lorna Jennings, me miró y se pasó el dedo índice de la mano derecha por el cuello mientras avanzaba hacia ella.
– Stritch -dije entre dientes, y me puse en pie de un salto.
Louis se levantó de inmediato y se llevó la mano a la SIG escrutando a la muchedumbre.
– No lo veo. ¿Estás seguro?
– Está al otro lado de la barra. Va a por Lorna.
Louis se dirigió hacia la derecha con la mano oculta bajo la chaqueta negra, los dedos en la pistola. Yo me encaminé hacia la izquierda, pero la muchedumbre amontonada nos bloqueaba el paso. Mientras me abría camino a empujones, la gente retrocedía y protestaba al derramársele la cerveza. («Amigo, eh, amigo, ¿dónde está el incendio?») Procuré no perder de vista el jersey rojo de Lorna, pero desaparecía en cuanto la gente se interponía en mi campo visual. A mi derecha distinguí a Louis, que avanzaba entre las parejas al borde de la pista de baile atrayendo miradas de curiosidad. A mi izquierda, Ángel rodeaba el local en un amplio arco.
Cuando me acerqué a la barra, hombres y mujeres se apiñaban para pedir bebidas, agitando su dinero, riendo, acariciándose. Seguí adelante a embestidas, volcando una bandeja llena de copas y haciendo caer de rodillas a un joven delgado con acné. Varias manos intentaron alcanzarme y se elevaron voces airadas, pero no presté atención. Un camarero, un gordo de piel oscura y barba poblada, levantó una mano cuando me encaramé a la barra y me resbalé en la superficie mojada.
– Eh, bájese de ahí -gritó, pero se calló en el acto al ver que tenía en la mano la Smith & Wesson y retrocedió hacia el teléfono que había junto a la caja.
Desde allí vi a Lorna con toda claridad. Cuando subí a la barra, volvió la cabeza con los ojos desorbitados, al igual que otras personas. Me di la vuelta y, a través de la clientela apretujada junto a la barra, vi forcejear a Louis; empecé a escrutar a la gente, intentando vislumbrar aquella calva blanca y abombada.
Yo lo vi primero. Lo separaban de Lorna unas veinte personas y seguía avanzando en dirección a ella. Alguno que otro miraba hacia él, pero mi presencia en lo alto de la barra con la pistola en la mano derecha concentraba la atención de la gente, Stritch volvió a sonreírme, y algo destelló en su mano: la hoja de una navaja corta y curva, de punta siniestramente afilada. Salté de la barra a la zona central, donde se hallaban la caja y las botellas, y un segundo salto me permitió llegar casi hasta Lorna; al chocar contra mis pies, los vasos salían volando y se hacían añicos al caer al suelo. La gente se apartó de mí y oí gritos. Me alejé de la barra y me abrí camino hacia Lorna.
– Atrás -dije-. Aquí estás en peligro.
Tenía la frente fruncida en un amago de sonrisa, hasta que vio el arma en mi mano.
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
Miré por encima de ella hacia donde había visto a Stritch por última vez, pero él retrocedió y se perdió de nuevo entre la muchedumbre. A continuación vi a Louis de pie sobre una mesa, lo suficientemente agachado para no convertirse en blanco de un disparo. Se volvió hacia mí y señaló la salida central. En el escenario, la banda seguía tocando, pero advertí que los músicos cruzaban miradas de preocupación.