De pronto sonaron dos disparos en rápida sucesión, seguidos de lo que pareció el impacto entre dos cuerpos. Louis y yo nos movimos simultáneamente, con los pies helados, levantando las piernas para no arrastrarlas por la nieve. Corrimos a toda velocidad hasta meternos entre los arbustos protegiéndonos de las ramas con las manos, allí encontramos a Stritch.
Estaba de pie en un pequeño claro salpicado de piedras y bañado por la luz plateada de la luna, de espaldas a nosotros, rozando apenas la tierra con las puntas de los pies, las manos alrededor del tronco de una enorme picea.
De la espalda de su gabardina de color tostado brotaba algo rojo y denso que resplandecía con un brillo opaco bajo la luz. Al acercarnos a él, Stritch se estremeció y pareció aferrarse con más fuerza al árbol, como para separarse del afilado codillo de rama en el que estaba empalado. Cuando empezó a flaquearle la fuerza de los brazos, gimió y un borbotón de sangre le salió por la boca. Volvió la cabeza al oír nuestros pasos. Tenía los ojos muy abiertos, con expresión de asombro, y sus labios carnosos y húmedos sobre los dientes apretados por el esfuerzo para mantenerse erguido. La sangre manaba de las heridas que tenía en la cabeza, ríos oscuros que fluían por las pálidas facciones de su cara.
Cuando llegamos casi a su lado, abrió la boca y lanzó un grito al mismo tiempo que un violento temblor sacudía su cuerpo por última vez, le fallaban los brazos, y la cabeza le caía hacia delante hasta quedar apoyada contra la corteza del árbol.
Y mientras moría, recorrí el bosque con la mirada, sabiendo que Louis hacía lo mismo, conscientes ambos de que más allá de nuestro campo de visión alguien nos observaba, y de que encontraba cierto júbilo en lo que veía y en lo que había hecho.
26
Sentado en el despacho de Rand Jennings en la Comisaría de Policía de Dark Hollow, observaba cómo caía la nieve contra el cristal de la ventana en la oscuridad del amanecer. Jennings estaba sentado frente a mí, con las manos juntas formando una torre y las yemas de los dedos en contacto con el pequeño rollo de grasa que le colgaba bajo el mentón. Detrás de mí se hallaba Ressler, y, fuera del despacho, agentes uniformados, en su mayoría empleados a tiempo parcial convocados para la ocasión, corrían pasillo arriba pasillo abajo tropezándose unos con otros como hormigas cuyos señalizadores químicos hubiesen sido interferidos.
– Explícame quién era -dijo Jennings.
– Ya te lo he dicho -contesté.
– Repítelo otra vez.
– Se llamaba Stritch. Trabajaba por cuenta propia: asesinato, tortura, magnicidio, lo que fuese.
– ¿Qué hacía atacando a camareras en Dark Hollow, Maine?
– No lo sé. -Eso era mentira, pero si le contaba que Stritch pretendía vengar la muerte de su compañero, Jennings habría querido saber quién mató al compañero y cuál había sido mi participación en el asunto. Si le contaba eso, tenía muchas probabilidades de acabar en una celda.
– Pregúntele por ese negro de mierda -atajó Ressler. De manera instintiva, se me tensaron los músculos de los hombros y el cuello, y oí la risa burlona de Ressler a mis espaldas-. ¿Le molesta que hable así, gran hombre? ¿No le gusta que llame «negro de mierda» a alguien, y menos si es amigo suyo?
Respiré hondo y controlé mi creciente ira.
– No sé a qué se refiere. Y me gustaría verle hablar así en Harlem.
Jennings separó las manos y me señaló con el dedo índice.
– Mientes otra vez, Parker. Hay testigos que vieron a un hombre de color salir detrás de ti por aquella puerta, el mismo hombre de color que se alojó en el motel junto con un blanco flaco el día que tú llegaste, el mismo hombre de color que pagó la habitación en efectivo y por adelantado, la habitación que compartió con el mismo blanco flaco que le lanzó una botella a ese tal Stritch, y el mismo hombre de color… -Levantó la voz hasta casi gritar-. El puto hombre de color que ahora ha dejado el motel y ha desaparecido con su amigo como si se lo hubiera tragado la puta tierra. ¿Me oyes?
Yo sabía adónde habían ido Ángel y Louis. Estaban en el motel India Hill de la Carretera 6 en las afueras de Greenville. Ángel había tomado la habitación a su nombre y Louis procuraba pasar inadvertido. Comerían en el McDonald's cercano y esperarían a que yo les llamara.
– Como ya he dicho, no sé a qué te refieres. Yo estaba solo cuando encontré a Stritch. Quizá me siguió alguien al salir del bar, quizá pensó que necesitaría ayuda para atrapar a ese tipo, pero, si fue así, no lo vi.
– Y una mierda, Parker. Encontramos huellas de tres o cuatro personas en dirección a aquel claro. Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué ha atacado ese tipo a una camarera en mi pueblo?
– No lo sé -mentí una vez más. La conversación cojeaba tanto que si hubiese sido un caballo ya le habría pegado un tiro.
– No me vengas con ésas. Tú descubriste la presencia de ese individuo. Ibas a por él incluso antes de que se acercase a la chica. -Hizo una pausa-. Suponiendo que Carlene Simmons fuese su objetivo. -Adoptó una expresión pensativa sin apartar los ojos de mí. No me caía bien. Nunca me había caído bien y, después de lo ocurrido entre nosotros, ninguno de los dos tenía especial razón para limar asperezas, pero Jennings no era tonto. Se levantó y se acercó a la ventana, donde se quedó un rato observando la negrura. Por fin dijo-: Sargento, ¿nos disculpa?
A mis espaldas, oí cómo Ressler desplazaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra y después sus parsimoniosos pasos cuando se dirigió hacia la puerta y la cerró sin hacer ruido. Entonces Jennings se volvió hacia mí e hizo crujir los nudillos de la mano derecha presionándolos con la izquierda.
– Si te diera una paliza ahora, nadie fuera de este despacho intentaría detenerme aunque quisiese. Nadie se entrometería. -Hablaba con voz tranquila pero le brillaban los ojos.
– Si intentas darme una paliza, Rand, más te vale que alguien se entrometa. Es posible que agradezcas la ayuda.
Se sentó en el borde del escritorio de cara a mí, con la mano derecha todavía sujeta con la izquierda y apoyada en los muslos.
– He oído decir que te han visto en el pueblo con mi mujer.
Ahora no me miraba. Parecía concentrar toda la atención en sus manos, examinándose cada cicatriz y cada arruga, cada línea y cada poro. Eran manos de viejo, pensé, que no se correspondían con la edad real. En Jennings se advertía cierto cansancio, cierto hastío. Vivir con una persona que no te ama para que nadie más pueda tenerla acaba pasándole factura a un hombre. Y también le pasa factura a la mujer.
No respondí, pero adiviné qué estaba pensando. Determinadas cosas simplemente ocurren. Llámeselo destino o voluntad de Dios. Llámeselo mala suerte si uno intenta conservar un matrimonio agonizante para que no se pudra aún más, del mismo modo que algunos egomaníacos hacen congelar sus propios cadáveres en nitrógeno después de muertos con la esperanza de que, siglos después, la tecnología médica avance y pueda resucitarlos, como si el mundo fuera a desear tener un cadáver del pasado paseándose por el presente. Creo que el matrimonio de Randall había sido así, algo que él quería mantener tal como estaba, congelado en un país de nunca jamás, esperando el milagro que lo devolviese a la vida. Y de pronto yo había llegado como el deshielo de abril y todo el montaje había empezado a fundirse alrededor de él. Yo no tenía nada que ofrecerle a su mujer, o al menos nada que estuviese dispuesto a dar. Yo no sabía con certeza qué veía ella en mí. Quizás era más bien lo que yo representaba: ocasiones perdidas, caminos no tomados, segundas oportunidades.
– ¿Me has oído? -preguntó.
– Te he oído.
– ¿Es verdad?
En ese momento me miró, y vi que estaba asustado. Él no lo habría llamado así, no lo habría admitido siquiera, pero era miedo. Quizás en el fondo, muy en el fondo, todavía quería a su mujer, aunque de una manera tan extraña, de una manera tan ajena a la vida corriente, que había dejado de tener sentido tanto para él como para ella.