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– Si me lo preguntas, es porque ya lo sabes.

– ¿Intentas quitármela otra vez?

Casi sentí lástima por él.

– No he venido a quitarle la mujer a nadie. Si ella te abandona, sus razones tendrá; no será porque un hombre del pasado se la lleve contra su voluntad. Si tienes problemas con tu mujer, resuélvelos. Yo no soy tu consejero matrimonial.

Se levantó del escritorio y dejó que las manos le colgaran a los costados con los puños cerrados.

– No te hagas el listo conmigo. Voy a…

Me puse en pie y avancé hasta que quedamos cara a cara. Así, incluso si intentaba pegarme, no disponía de espacio suficiente para darle impulso al golpe. Hablé en voz baja y clara.

– No vas a hacer nada. Si te conviertes en un estorbo, te quitaré de en medio. En cuanto a Lorna, será mejor que ni siquiera hablemos de ella, porque muy posiblemente la cosa se pondría fea y uno de los dos saldría herido. Hace años fue a mí a quien no te cansaste de dar patadas en un suelo cubierto de orina mientras tu compinche miraba. Pero desde entonces he matado a hombres, y te quitaré de en medio si te cruzas en mi camino. ¿Alguna pregunta más, jefe?, porque si quieres acusarme de algo, ya sabes dónde encontrarme.

Salí, recogí mi pistola del escritorio de la entrada y me dirigí hacia el Mustang. Me sentía helado y sucio, con los pies todavía ateridos de frío y mojados. Pensé en Stritch, retorciéndose y forcejeando contra el árbol, sosteniéndose con las puntas de los pies en un vano esfuerzo por sobrevivir. Y pensé en la fuerza que había hecho falta para clavarlo en el codillo. Stritch era un hombre achaparrado y robusto, con el centro de gravedad bajo. No es fácil mover a una persona así. Tenía el cuello de la gabardina roto allí por donde su asesino lo había agarrado, utilizando contra él el peso de su propio cuerpo, tomando el impulso necesario para empalarlo en el árbol. Estábamos buscando a alguien fuerte y rápido, alguien que había comprendido que Stritch era una amenaza para sí mismo.

O para otra persona.

Un viento gélido barrió la calle mayor de Dark Hollow y salpicó el coche de nieve cuando apareció el motel a la vista. Fui a mi habitación, introduje la llave en la cerradura y la hice girar, pero la puerta ya estaba abierta. Me aparté a la derecha, desenfundé la pistola y empujé la puerta con suavidad para abrirla por completo.

Lorna Jennings estaba sentada en mi cama, descalza, con las piernas encogidas y las rodillas en alto bajo la barbilla, iluminada por la lámpara de la mesilla de noche. Tenía las manos en torno a los tobillos y los dedos entrelazados. El televisor estaba encendido, retransmitiendo un programa de entrevistas, pero el sonido era casi inaudible.

Me miró con una expresión casi de amor y cercana al odio. El mundo que ella se había creado allí -un capullo de indiferencia en torno a sentimientos enterrados y el corazón moribundo de un mal matrimonio- se desmoronaba a su alrededor. Movió la cabeza con la mirada aún fija en mí. Parecía al borde del llanto. Luego se volvió hacia la ventana, que pronto dejaría entrar la cruda luz invernal en la habitación.

– ¿Quién era ese hombre? -preguntó.

– Se llamaba Stritch.

Con las manos junto a los pies descalzos, deslizó su alianza con el pulgar y el índice casi hasta el extremo del dedo y la hizo girar hasta que por fin se la quitó y la sostuvo entre las yemas de los dedos. No me pareció buena señal.

– Iba a matarme, ¿verdad? -Formuló la pregunta con normalidad, pero en su voz se advirtió cierto temblor.

– Sí.

– ¿Por qué? No lo había visto nunca. ¿Qué podía haberle hecho yo?

Apoyó la mejilla izquierda en la rodilla en espera de mi respuesta. Le resbalaban lágrimas por la cara.

– Quería matarte porque pensaba que significas algo para mí. Buscaba venganza, y vio en ti una oportunidad para resarcirse.

– ¿Y significo algo para ti? -preguntó casi en un susurro.

– Hace mucho tiempo te quise -me limité a responder.

– ¿Y ahora?

– Todavía me preocupas lo suficiente para impedir que alguien te haga daño.

Movió la cabeza en un gesto de negación y la apoyó en la mano derecha. Ahora lloraba sin rebozo.

– ¿Lo has matado tú?

– No. Alguien se me ha adelantado.

– Pero lo habrías matado, ¿verdad?

– Sí.

Tenía los labios contraídos en un mohín de dolor y tristeza, y las lágrimas le caían por la cara y salpicaban las sábanas. Tomé un pañuelo de papel de la caja del tocador y se lo ofrecí. A continuación me senté a su lado en el borde de la cama.

– Santo Dios, ¿por qué has tenido que venir? -dijo. Los sollozos sacudían su cuerpo. Brotaban de tan hondo que la interrumpían al hablar, como pequeñas pausas de pena-. A veces pasaban semanas enteras sin que me acordara de ti. Cuando me enteré de que te habías casado, sentí que algo ardía dentro de mí, pero pensé que quizás ayudaría, que quizá cauterizaría la herida. Y así fue, Bird, de verdad. Pero ahora…

Le toqué el hombro pero ella se apartó.

– No -dijo-. No, no me toques.

Pero yo no la escuché. Avancé con todo mi cuerpo sobre la cama, me arrodillé junto a ella y la atraje hacia mí. Se resistió y me golpeó el cuerpo, la cara y los brazos con la palma de la mano. De pronto hundió el rostro en mi pecho, y la resistencia cesó. Me rodeó con los brazos, apretando la mejilla contra mí, y de entre sus dientes apretados salió un sonido semejante a un aullido. Deslicé las manos por su espalda, rozando con las yemas de los dedos el tirante del sujetador bajo el jersey, que se levantaba un poco en la parte inferior, dejando a la vista media luna de piel por encima de los vaqueros y los adornos de encaje de las bragas.

Movió la cabeza bajo mi mentón. Frotó la mejilla contra mi cuello y fue subiendo hasta que nuestras mejillas se rozaron. Sentí un deseo repentino. Me temblaban las manos tanto por el efecto retardado de la persecución de Stritch como por la proximidad de Lorna. Habría sido tan fácil dejarse llevar, recrear, aunque fuese brevemente, un recuerdo de juventud.

Le besé con delicadeza la sien y me aparté.

– Lo siento -dije.

Me levanté y me acerqué a la ventana. Detrás de mí, la oí entrar en el baño, cerrar la puerta y abrir el grifo. Por un instante me había sentido joven otra vez, consumido por el deseo de algo que no tenía derecho a poseer. Pero ese joven había desaparecido, y el hombre que había ocupado su lugar ya no albergaba sentimientos tan intensos por Lorna Jennings. Fuera, la nieve caía igual que los años, cubriendo el pasado con la impoluta blancura de las posibilidades no expresadas.

Oí abrirse la puerta del baño. Cuando me di la vuelta, Lorna estaba desnuda ante mí.

La miré por un momento antes de hablar.

– Creo que te has olvidado algo en el baño -dije. No hice ademán de acercarme a ella.

– ¿No quieres estar conmigo? -preguntó.

– No puedo, Lorna. Si lo hiciese, sería por las razones menos indicadas y, para serte sincero, no sé si podría asumir las consecuencias.

– No, no es eso -dijo. Una lágrima rodó por su mejilla-. Estoy más vieja. No soy igual que cuando me conociste.

Era verdad: no era como la recordaba. Tenía hoyuelos en la parte superior de los muslos y en las nalgas y pequeños pliegues de grasa en el vientre. Se le veían los pechos menos firmes y porciones de carne blanda empezaban a colgarle bajo los brazos. El leve trazo de una variz serpenteaba a través de la mitad superior de su pierna izquierda. En la cara se le dibujaban finas arrugas junto a la boca y tres líneas irradiaban de la comisura de cada ojo.

Y sin embargo, aunque los años la habían transformado, la estaban cambiando incluso en ese instante, no habían conseguido mermar su belleza. Al contrario, conforme envejecía, su feminidad, la sensación de ella como mujer, parecía haberse realzado. La frágil belleza de su juventud había resistido los duros inviernos del norte y las dificultades de su matrimonio adaptándose sin desvanecerse, y esa fuerza había encontrado expresión en su rostro, en su cuerpo, revistiéndola de una dignidad y una madurez que antes estaban ocultas, que sólo de vez en cuando se mostraban en sus rasgos. Mientras nos mirábamos a los ojos, supe que la mujer a quien yo había amado, por quien aún sentía algo parecido al amor, permanecía en el fondo intacta.