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27

Mientras me dirigía hacia la casa del viejo conocido como John Barley, volvió a mi mente la imagen de Stritch empalado en el árbol. No podía saber lo de Caleb Kyle, no podía sospechar que lo perseguían por los dos lados. Confiaba en poder matarnos a Louis y a mí, vengando así a su compañero y, a la vez, poniendo fin al precio que pesaba sobre su cabeza, pero no se imaginaba lo de Caleb.

Tenía la certeza de que Caleb había matado a Stritch, aunque ignoraba cómo había descubierto su existencia; supuse que se había tropezado con él cuando los dos estrechaban el cerco en torno a Billy Purdue. En última instancia, quizá se redujera al hecho de que Caleb Kyle era un depredador, y los depredadores no sólo se adaptan a la naturaleza de su presa sino también a la naturaleza de quienes podrían convertirlos a ellos mismos en presa. Caleb no habría sobrevivido más de tres décadas sin una facultad muy desarrollada para percibir el peligro inminente. En este caso, Stritch había representado una amenaza potencialmente letal para Billy Purdue, y Caleb se lo había olido. Billy era la clave para dar pon Caleb Kyle, el único que lo había visto y había sobrevivido, la única persona que quedaba con vida capaz de describirlo. Pero mientras me acercaba a la carretera que llevaba a la cabaña de John Barley, sabía que tal vez la descripción de Billy no fuese necesaria. Salí del coche pistola en mano.

Ya había oscurecido en el momento en que llegué a la casa del viejo. Se veía luz en una de las ventanas cuando ascendí por la suave cuesta hasta el patio. Me aproximé desde el oeste avanzando contra el viento, intentando que entre el perro en su improvisada perrera y yo mediara siempre la casa. Estaba casi en la puerta cuando el perro percibió por fin mi olor, lanzó un agudo aullido desde el coche y vino a interceptarme, una forma borrosa corriendo por la nieve. De inmediato, la puerta de la casa se abrió de par en par y apareció el cañón de una escopeta. Agarré el arma y tiré del viejo a través del vano. A mi lado, el perro se puso muy nervioso, tan pronto saltaba ante mí como mordisqueaba los bajos de mi pantalón. El anciano yacía en tierra, sin aire a causa de la caída y con el arma todavía en la mano. Me sacudí el perro de encima y acerqué la pistola a la oreja del anciano.

– Suelte la escopeta o le juro por Dios que lo mataré aquí mismo -dije.

Sacó el dedo de la guarda del gatillo y apartó lentamente la mano de la culata. Emitió un suave silbido y dijo:

– Tranquilo, Jess, tranquilo. Buen chico.

El perro gimoteó un poco y a continuación se alejó a cierta distancia, contentándose con trazar círculos alrededor de nosotros y gruñir mientras yo, de un tirón, ponía al viejo en pie. Señalé hacia una silla del porche y él se sentó pesadamente frotándose el codo derecho, que se había rasguñado contra el suelo.

– ¿Qué quiere? -preguntó John Barley. En lugar de mirarme mantuvo la vista fija en el perro. Éste se aproximó con cautela a su dueño y me dirigió un grave gruñido antes de sentarse a su lado, donde Barley podía rascarle con delicadeza detrás de la oreja.

Yo llevaba al hombro mi mochila Timberland y se la arrojé al viejo. Él la agarró y, con cara de no entender nada, me miró por primera vez.

– Ábrala -ordené.

Al cabo de un momento, abrió la cremallera de la mochila y echó un vistazo al interior.

– ¿Las reconoce?

Negó con la cabeza.

– No, creo que no.

Amartillé la pistola. Los gruñidos del perro se elevaron en una octava.

– Viejo, esto es una cuestión personal. No me saque de quicio. Sé que le vendió estas botas a Stuckey en Bangor. Le pagó treinta dólares por ellas. Y ahora, ¿quiere decirme de dónde las sacó?

Hizo un gesto de indiferencia.

– Las encontré, supongo.

Me acerqué a él, y el perro se levantó erizando el pelo del cuello. Me enseñó los dientes. Mantuve al viejo encañonado por un momento y luego, lentamente, moví el arma para apuntar al perro.

– No -dijo Barley, bajando la mano para contener al animal y cubrir su pecho-. A mi perro no, por favor.

Al amenazar al perro, me sentí mal, y eso me indujo a preguntarme si aquel viejo podía ser Caleb Kyle. Pensaba que reconocería a Caleb en cuanto lo viese, que percibiría su verdadera naturaleza. En John Barley sólo advertía miedo: miedo de mí y, sospechaba, de algo más.

– Dígame la verdad -susurré-. Dígame de dónde han salido estas botas. Intentó deshacerse de ellas después de hablar conmigo. Quiero saber por qué.

Parpadeó y tragó saliva. Tras mordisquearse el labio inferior por un momento, pareció tomar una decisión y habló.

– Se las quité al cadáver del chico. Lo desenterré, me hice con las botas y volví a cubrirlo. -Se encogió de hombros otra vez-. Al fin y al cabo, él ya no las necesitaba.

Estuve a punto de golpearlo con la pistola, pero me contuve a duras penas.

– ¿Y la chica?

El viejo negó dos veces con la cabeza, como si intentase sacudirse un insecto del pelo.

– Yo no los maté -declaró, y por un momento pensé que iba a llorar-. No le haría daño a nadie. Sólo quería las botas.

Se me revolvió el estómago. Me acordé de Lee y de Walter, de los ratos que habíamos pasado con ellos, con Ellen. No quería tener que anunciarles que su hija había muerto. De nuevo dudé de que aquel viejo andrajoso, aquel pordiosero, fuese Caleb Kyle.

– ¿Dónde está la chica? -pregunté.

Ahora frotaba el cuerpo del perro metódicamente, con enérgicos movimientos desde la cabeza hasta casi la cola.

– Yo sólo sé dónde está el chico. La chica no sé dónde puede estar.

Bajo la luz procedente de la ventana, la cara del viejo despedía un apagado resplandor amarillo que le daba un aspecto enfermizo. Tenía los ojos húmedos y las pupilas eran apenas dos puntos. Empezó a temblar ligeramente a medida que el miedo se adueñaba de él. Bajé la pistola y dije:

– No voy a hacerle daño.

El viejo negó con la cabeza, y lo siguiente que dijo me puso la carne de gallina.

– No es de usted de quien tengo miedo -musitó.

Me contó que los vio cerca de Little Briar Creek. La chica y el chico iban delante, y una figura, casi una sombra, en el asiento de atrás. Él volvía de cazar conejos con su perro cuando oyó detenerse el coche más abajo después de que el motor emitiese un ruido áspero, como un rechinar de piedras. Aún no había anochecido, pero ya estaba oscuro a su alrededor. Vio fugazmente a los dos jóvenes cuando pasaron ante los faros. La chica llevaba unos vaqueros y una parka roja; él iba de negro, con una cazadora de cuero abierta a pesar del frío.

El chico levantó el capó y echó un vistazo dentro, utilizando una linterna de bolsillo para iluminar el motor. John Barley lo vio mover la cabeza en un gesto de negación, oyó que le decía a ella algo y que luego juró a pleno pulmón en el silencio del bosque.

La puerta trasera se abrió y salió el tercer pasajero. Era alto, y algo le indicó a John Barley que era viejo, aún más viejo que él. Y por razones que ni siquiera ahora comprendía, sintió un escalofrío y, junto a él, oyó lanzar un gañido al perro. Al lado del coche, la figura se detuvo y pareció escrutar el bosque, como para identificar el origen del inesperado ruido. Barley le dio unas suaves palmadas al perro y lo hizo callar. Pero vio que el perro dilataba y contraía aceleradamente los orificios de la nariz y notó que se estremecía. El animal había olfateado algo y, fuera lo que fuese, se había amedrentado y había contagiado al dueño su inquietud.

El hombre se inclinó hacia el interior del coche en el lado del conductor y la luz de los faros se desvaneció. «Eh», protestó el chico. «¿Qué hace? Ha apagado las luces.» El haz de la linterna se desplazó y alumbró primero el rostro del hombre que se acercaba y luego el brillo de algo que tenía en la mano.

«Eh», repitió el chico, ahora en voz más baja. Se colocó ante la chica y la obligó a retroceder, protegiéndola de la navaja. «No haga eso.»