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A la primera cuchillada la linterna cayó. Al intentar apartarse, el chico tropezó, y Barley le oyó decir: «Corre, Ellen, corre». Entonces el viejo se cernió sobre él como un nubarrón largo y oscuro, y Barley vio la navaja alzarse y caer, alzarse y caer, y oyó el ruido de la hoja por encima del susurro de los árboles que se mecían suavemente.

Y luego la figura salió tras la chica. Barley la oyó avanzar torpemente por el bosque, a trompicones. No llegó lejos. Le llegó un grito seguido de un sonido, como un golpe sordo, y a continuación todo quedó en silencio. Al lado de Barley, el perro se revolvió y dejó escapar un gemido casi inaudible.

El hombre alto tardó un rato en regresar. La chica no estaba con él. Levantó al muchacho sujetándolo por debajo de los brazos y lo llevó a rastras hasta la parte trasera del coche, donde lo metió en el maletero. Abrió la puerta del conductor y, lentamente pero sin vacilaciones, fue empujando el coche cuesta abajo por el camino de tierra que llevaba al lago Ragged.

Barley ató el perro a un árbol y, con delicadeza, le envolvió el hocico con su pañuelo. Tras darle una palmada y asegurarle que regresaría, siguió al coche guiándose por los crujidos de las ruedas en la tierra.

A casi un kilómetro camino abajo, poco antes del lago, llegó a un claro junto a un cenagal de castores, árboles caídos y retorcidos en el agua oscura. En el claro había un hoyo y pilas de tierra recién excavada como túmulos funerarios. Uno de los lados del hoyo descendía en pendiente, y el viejo bajó el coche por allí. Al detenerlo, quedó casi horizontal, con la parte trasera un poco levantada. Luego el hombre se encaramó al techo y, desde allí, saltó al borde del hoyo. Barley oyó entonces cómo sacaba una pala del suelo, y después el suave movimiento de la tierra al desplazarse cuando volvió a hincarla profundamente, seguido del chirriante golpeteo al caer la primera palada sobre el techo del coche.

En total, el viejo tardó casi una hora en enterrar el coche. Pronto la nieve cubriría la tierra y, al acumularse durante las ventiscas, nivelaría cualquier desigualdad en el terreno. El hombre recogía la tierra y la lanzaba metódicamente, sin cambiar de ritmo, sin detenerse a recobrar el aliento, y John Barley, pese a todo lo que había visto, envidió su fortaleza.

Pero justo cuando el viejo acababa de circundar la fosa cubierta para asegurarse de que había hecho bien el trabajo, Barley oyó un ladrido no muy lejos, seguido de un largo aullido, y supo que Jess se había quitado el pañuelo del hocico. Abajo, el hombre se quedó inmóvil y ladeó la cabeza. Después lanzó la pala con fuerza al cenagal y se puso en movimiento, repechando sin esfuerzo la cuesta con sus largas piernas en dirección a los grañidos del perro.

Sin embargo, Barley ya se había puesto en marcha con rapidez y sigilo. Pasando sobre troncos caídos, siguió las sendas de ciervos y arces para no romper ramas nuevas y evitar así poner sobre aviso al otro hombre. Al llegar a donde estaba el perro, lo encontró tirando de la cuerda, meneando la cola y emitiendo ahogados gañidos de alegría y alivio. Se resistió un poco cuando Barley volvió a colocarle el pañuelo. Luego lo desató, lo tomó en brazos y corrió a casa. Paró una vez para mirar atrás, casi seguro de haber oído a su perseguidor a corta distancia, pero no vio nada. Cuando llegó a la cabaña, atrancó la puerta, recargó la escopeta con letales cartuchos del número uno y se sentó en una silla. No descansó un solo instante hasta que amaneció, y entonces concilió un sueño inquieto e intermitente, interrumpido por pesadillas en que sentía que le caía tierra en la boca abierta.

– ¿Por qué no le ha contado a nadie lo que vio? -pregunté. Aun entonces, no sabía si dar crédito o no a sus palabras. ¿Cómo podía creer que era quien afirmaba ser, y que semejante historia era verdad? Pero cuando lo miré a los ojos, no vi el menor asomo de malicia, sólo el miedo de un anciano a la muerte cercana. Ahora el perro yacía a su lado, sin dormir, con los ojos abiertos, lanzándome una mirada de vez en cuando para cerciorarse de que no me había movido mientras el viejo me contaba la historia.

– No quería complicaciones -contestó-. Pero volví para ver si encontraba algún rastro de la chica, y a por las botas. Eran unas buenas botas, y quizá quería asegurarme de que lo que había visto no eran imaginaciones mías. Soy viejo, y a veces la cabeza me engaña. Pero no eran imaginaciones mías, a pesar de que la chica había desaparecido y ni siquiera había restos de sangre en la tierra que indicasen dónde podía haber estado. Supe que no eran imaginaciones mías en cuanto vi el hoyo y mi pala golpeó contra el metal. Iba a quedarme las botas y la mochila, quizás en parte con la idea de llevárselas a la policía para que no pensasen que estaba loco cuando les contase esta historia. Pero… -Se interrumpió. Esperé-. La noche siguiente, después de lo ocurrido, estaba sentado aquí en el porche con Jess y noté que empezaba a temblar. No ladró ni hizo nada, sólo empezó a sacudirse y gimotear. Miraba hacia el bosque, allí. -Levantó un dedo y señaló un lugar donde las ramas de dos arces rayados casi se tocaban, como amantes tendiéndose las manos en la oscuridad-. Y había allí alguien de pie, observándonos. No se movía, no hablaba, sólo nos observaba. Y supe que era él. Lo sentí en lo más profundo de mí, y lo percibí en el perro. De pronto dio la impresión de que se desvanecía en el bosque, y no volví a verlo.

»Pero adiviné qué quería. Era una advertencia. No creo que él supiese con certeza qué había visto yo, y no iba a matarme a menos que estuviera seguro, pero en ese momento lamenté haber vuelto a por las botas. Y si yo contaba algo, se enteraría y vendría a por mí. Lo supe. Entonces vino usted a hacer preguntas y supe que tenía que desprenderme de ellas. Vacié la mochila y se la vendí a Stuckey junto con las botas, y me alegré por lo que me dio. Al volver quemé la ropa del chico. No había nada más de provecho.

– ¿Había visto antes a ese hombre? -pregunté.

Barley negó con la cabeza.

– Nunca. No es de por aquí, o lo habría reconocido. -Se inclinó-. Usted no debería haber venido. -En su voz advertí un tono casi de resignación-. Él se enterará y vendrá a por mí. Vendrá a por los dos.

Contemplé la noche que se avecinaba, las sombras de los árboles. No había estrellas en el cielo y una nube ocultaba la luna. Según los partes meteorológicos, volvería a nevar; anunciaban treinta centímetros para la semana siguiente, quizá más. Y de pronto, atemorizado, me arrepentí de haber dejado el coche en la carretera, y lamenté tener que atravesar la oscuridad del bosque para llegar hasta él.

– ¿Ha oído en alguna ocasión el nombre de Caleb Kyle? -pregunté.

Parpadeó una vez, como si lo hubiese abofeteado, pero en realidad no parecía sorprendido.

– Claro que lo he oído. Es una leyenda. Nunca ha existido nadie con ese nombre, al menos por estos lugares -contestó, pero el mero hecho de preguntárselo había sembrado dudas en él, y casi oí los engranajes de su cabeza y vi en sus ojos desorbitados que me había comprendido.

Así que Caleb había seguido la pista a Ellen y Ricky, se había ganado su confianza. Él les había aconsejado la visita a Dark Hollow, tal como me había explicado la mujer del motel, y no dudaba que había sido Caleb quien saboteó el motor del coche y luego les indicó dónde parar, cerca del lago Ragged, donde había una fosa esperando. Lo que no entendía era por qué lo había hecho. No tenía sentido, a menos que…

A menos que hubiese estado vigilándome desde el principio, desde que empecé a ayudar a Rita Ferris. Cualquiera que se pusiese del lado de Rita pasaría a ser considerado, automáticamente, una amenaza para los intereses de Billy. ¿Secuestró a Ellen Cole, la mató como mató a su novio, para castigarme por inmiscuirme en los asuntos del hombre que creía que era su hijo? Si Ellen aún vivía, toda esperanza de encontrarla residía en comprender la mentalidad de Caleb Kyle, y quizás en encontrar a Billy Purdue. Pensé en Caleb observándome mientras dormía, después de matar a Rita y a Donald, después de dejar el juguete del niño en la mesa de mi cocina. ¿Qué pasaba por su cabeza en ese momento? ¿Y por qué no me mató cuando tuvo ocasión? En alguna parte, fuera de mi alcance, se hallaba la respuesta a esas preguntas. Apreté los puños en un gesto de frustración por mi incapacidad para entenderlo, y de pronto caí en la cuenta.