Ese hombre sabía quién era yo o, más importante, sabía de quién era nieto. Le atraía, pensé, torturar al nieto como había torturado al abuelo. Treinta años después iniciaba otra vez el juego.
Le hice una señal a John Barley y le dije:
– Venga, nos vamos.
Se levantó lentamente y miró hacia los árboles, como si esperase ver de nuevo aquella figura.
– ¿Adónde?
– Va a enseñarme dónde está enterrado el coche, y luego va a contarle a Rand Jennings lo que me ha contado a mí.
En lugar de moverse, continuó mirando con miedo hacia los árboles.
– No quiero volver allí -dijo.
Sin prestarle atención, agarré su escopeta, la descargué y la arrojé al interior de la casa. Empuñando aún la pistola, le indiqué que se pusiera en marcha. Tras un titubeo, se movió.
– Puede llevarse al perro -dije cuando pasó por mi lado-. Si hay algo ahí fuera, él lo percibirá antes que nosotros.
28
La nieve empezó a caer casi en el momento en que perdimos de vista la casa del viejo, pesadas concentraciones de gotas de agua cristalizada cubrieron el camino y sumaron su peso al de las precipitaciones anteriores. Cuando llegamos al Mustang, teníamos los hombros y el cabello blancos, y el perro retozaba a nuestro lado intentando atrapar los copos con la boca. Hice ocupar al anciano el asiento del acompañante, saqué unas esposas del maletero y le até la mano izquierda, cruzada sobre el cuerpo, al apoyabrazos de la puerta. Temía que intentase golpearme dentro del coche o huir al bosque a la menor oportunidad. El perro se colocó en el asiento trasero, dejando huellas de barro en la tapicería.
En la carretera la visibilidad era mala y el limpiaparabrisas apartaba la nieve con dificultad. Al principio avanzamos a cuarenta y cinco kilómetros por hora, luego a treinta y cinco y más adelante a treinta. Pronto sólo veía ante mí un velo blanco y las altas siluetas de los árboles a ambos lados, pinos y abetos erguidos como campanarios bajo la nieve. El anciano permaneció en silencio, visiblemente incómodo junto a mí, con la mano derecha apoyada en el salpicadero para mayor seguridad.
– Más vale que no me haya mentido, John Barley -dije.
Tenía la mirada inexpresiva, ensimismada, como la de un hombre que acaba de oír su sentencia de muerte y sabe que es definitiva e inapelable.
– No importa -contestó, y detrás de él el perro empezó a gimotear-. Cuando nos encuentre, dará igual lo que usted crea.
De pronto, a unos veinticinco metros por delante, con la perspectiva alterada por la ventisca, vi lo que parecían unos faros. Cuando nos acercamos, aparecieron ante nosotros las siluetas de dos coches detenidos aparentemente en plena carretera, obstruyendo el paso. Detrás brillaron otros faros, pero lejos, y cuando seguí avanzando me pareció que retrocedían hasta desaparecer y que el resplandor que despedían se reflejaba de pronto en los árboles a mi derecha, entonces comprendí que el coche de detrás se había colocado de través y había parado dejándonos encajonados. A menos de diez metros de los coches de delante aminoré la marcha.
– ¿Qué pasa? -preguntó el viejo-. Quizás ha habido un accidente.
– Puede ser -contesté.
Tres figuras, oscuras en contraste con la nieve y los haces de luz, avanzaron hacia nosotros. Advertí algo familiar en la que se hallaba en el centro y en su modo de moverse. Era de baja estatura. El abrigo le colgaba suelto sobre los hombros y debajo asomaba el brazo derecho en cabestrillo. Cuando quedó iluminado por los faros del Mustang, vi los puntos oscuros en las heridas de su frente y la desagradable contracción de su labio leporino.
Mifflin esbozó una sonrisa torcida. Alcancé de inmediato las llaves de las esposas con una mano a la vez que desenfundaba la Smith & Wesson con la otra. A mi lado, el anciano intuyó que estábamos en apuros y comenzó a tirar de las esposas.
– ¡Suélteme! -gritó-. ¡Suélteme!
Detrás, el perro empezó a ladrar. Le lancé las llaves al viejo y él se dispuso a liberarse mientras yo, con la pistola contra el volante, echaba marcha atrás y pisaba a fondo el acelerador, con la esperanza de sacar al coche de detrás de la carretera.
Lo embestimos en medio de un ruido de metal aplastado y cristales rotos, y los cinturones de seguridad se tensaron cuando el impacto nos lanzó contra el parabrisas. El perro rodó hacia delante entre los dos asientos y aulló al golpearse contra el salpicadero.
Delante, ahora eran cinco las siluetas que se dirigían hacia nosotros por la nieve, y oí abrirse una puerta detrás. Cambié de nuevo la marcha y me dispuse a apretar el acelerador, pero el Mustang se caló, y todo quedó en silencio. Me incliné para girar la llave de contacto, sin embargo, el anciano ya estaba abriendo la puerta y el perro, en su regazo, olfateaba a través del resquicio. Intenté detenerlo, y de pronto el parabrisas estalló y una lluvia negra y roja, salpicada de esquirlas de cristal como estrellas, llenó el coche, golpeándome la cara y el cuerpo y cegándome. Parpadeé y recuperé la visión justo a tiempo de ver el rostro destrozado del viejo deslizándose hacia mí y los restos del perro sobre sus muslos. Sin pérdida de tiempo, abrí la puerta del conductor de un empujón, salté del coche y rodé por la calzada a la vez que nuevos disparos perforaban el capó y atravesaban el interior haciendo añicos la luna trasera. Percibí movimiento detrás y a la izquierda, me volví y disparé. Un hombre envuelto en una cazadora oscura de aviador, con expresión de asombro y sangre en la mejilla, se contorsionó sobre la nieve y se desplomó a tres metros de mí. Eché un vistazo al punto de colisión donde el Mustang había embestido su Neon y vi el cuerpo de un segundo hombre que permanecía erguido entre la puerta del conductor y la carrocería del coche, al parecer aplastado por el impacto cuando intentaba salir.
Me di la vuelta, corrí hacia la cuneta y me adentré en el bosque patinando por la pendiente mientras las balas golpeaban la carretera por encima de mí y la nieve y la tierra a mi alrededor. Oí gritos a mis espaldas mientras avanzaba entre los árboles, con tallos que se partían bajo mis pies, ramas que me arañaban la cara, retorcidas raíces que me tiraban de las piernas. Los haces de unos faros horadaron la noche y oí el tableteo de un arma automática; la ráfaga traspasó hojas y ramas por encima de mí y a mi derecha. Mientras corría, aún notaba la sangre caliente del viejo sobre mí. La sentía resbalar por mi cara, percibía su sabor en la boca.
Seguí corriendo pistola en mano, oyendo mi respiración áspera y entrecortada al pasar el aire por la garganta. Intenté cambiar de dirección para volver a la carretera, pero unas luces brillaron casi a la misma altura a derecha e izquierda mientras avanzaban para cortarme el paso. Continuaba nevando y los copos se prendían en mis pestañas y se fundían en mis labios, me helaban las manos y casi me cegaban al entrarme en los ojos.
De pronto el terreno cambió y tropecé con una roca. Me torcí el tobillo dolorosamente y, mientras intentaba correr deslizándome por el terreno, descendí por el último tramo de la pendiente hasta hundir los pies en agua gélida y hallarme ante la superficie oscura de una laguna, la luz invernal se ahogaba en sus negras aguas. Me di la vuelta y busqué un camino de regreso, pero las luces y los gritos se acercaban. Vi una luz a mi izquierda y otra que se aproximaba por entre los árboles a la derecha, y comprendí que estaba rodeado. Respiré hondo y, con una mueca de dolor, me palpé el tobillo. Dirigí el cañón de la pistola hacia el haz de luz de la derecha, apunté a baja altura y disparé. Se oyó un grito de dolor y el ruido de un cuerpo al desplomarse. Disparé dos veces más al frente hacia los hombres que se acercaban en la oscuridad y oí que alguien ordenaba: «Apagad las luces, apagad las luces».