Una ráfaga de automática barrió la orilla cuando me adentré en el agua manteniendo la pistola en alto justo por encima del hombro. La laguna no era profunda, deduje: pese a la oscuridad, veía una serie de rocas que afloraban del agua a unos ochocientos metros, que era la mitad de lo que medía de ancho en la parte más estrecha. Pero esas rocas eran engañosas; me encontraba a menos de quince metros de la orilla, cruzando en diagonal hacia el lado opuesto, cuando el lecho empezó a descender y perdí pie con un chapoteo. Jadeando, salí a la superficie, y una luz pasó sobre mí y luego volvió, atrapándome en su haz. Tomé aire y me sumergí mientras las balas golpeaban la superficie del agua como gotas de lluvia. Las noté pasar junto a mí mientras me hundía cada vez más en las aguas negras. Tenía los pulmones a punto de estallar y el frío era tan intenso que parecía quemar.
Y en ese momento sentí un tirón en el costado y un hormigueo empezó a extenderse, transformándose lentamente en dolor, un dolor vivo e intenso, como dedos lancinantes a través de mi cuerpo. Me revolví igual que un pez atrapado en un sedal mientras la sangre tibia manaba de mi costado en el agua. Abrí la boca a causa del dolor y dejé escapar a la superficie preciosas burbujas de oxígeno; la pistola se me escapó entonces de la mano. Presa del pánico, subí desesperadamente y sólo conseguí serenarme lo suficiente para asomar la cabeza por encima del agua sin hacer ruido. Respiré hondo, manteniendo la cara casi a ras de la superficie, mientras el dolor se propagaba por mi cuerpo. Sentía una creciente insensibilidad en las piernas, los brazos y las puntas de los dedos. Y la herida de bala me ardía, pero no tanto como si hubiese estado fuera del agua.
En la orilla se movían siluetas, pero ahora sólo se veía una luz. Esperaban a que yo apareciese, temiendo aún el arma que ya no tenía. Tomé aire, volví a sumergirme y, manteniéndome apenas por debajo de la superficie, me alejé de ellos nadando con una sola mano. No salí hasta que rocé con los dedos el fondo de la laguna cerca de la orilla. Con el costado herido en alto, me arrastré por los bajíos buscando un punto por donde salir a tierra sin peligro. La automática volvió a sonar, pero esta vez las balas dieron detrás de mí a bastante distancia. Se oyeron otros disparos, pero eran a bulto, sin apuntar, probando suerte. Seguí adelante con la vista fija en la mayor oscuridad del bosque.
A mi derecha, vi un espacio abierto en la orilla y agua que caía sobre unas rocas: el río. Sabía que ese río atravesaba Dark Hollow. Podría haberme dirigido hacia la orilla opuesta y los bosques que se extendían más allá, pero si me caía entre los árboles o perdía el sentido de la orientación, lo mejor que podía esperar era la muerte por congelación, porque nadie sabía que estaba allí excepto los hombres de Tony Celli. Y si me encontraban, no tendría que preocuparme más por el frío.
Hice pie en el nacimiento del río, al borde de la laguna, pero en lugar de levantarme seguí a rastras hasta que unos árboles me ocultaron lo suficiente de aquellos hombres y pude ponerme en pie y entrar en el propio río. Sentí un intenso dolor en el costado, y a cada movimiento me traspasaba una nueva punzada. El agua fluía por la margen rocosa y sólo al segundo intento conseguí mantener el equilibrio. Me erguí y volví a echarme otra vez al agua cuando el haz de una linterna iluminó hacia donde yo me encontraba. Luego continué más allá del nacimiento del río, conté hasta diez y salí a trompicones a la orilla.
El viento había amainado y la nevada era menos impetuosa pero aún intensa, alrededor la tierra estaba completamente blanca. El dolor en el costado izquierdo se hizo más intenso cuando empecé a avanzar penosamente por la profunda capa de nieve, y me detuve contra el tronco de un árbol para examinarme la herida. Tenía un agujero irregular en la parte posterior de la cazadora, así como en el jersey y la camisa, y un pequeño orificio de entrada cerca de la décima costilla, con un orificio de salida mayor en la parte delantera más o menos a la misma altura. Dolía mucho pero la herida era superficiaclass="underline" la distancia entre los orificios de entrada y salida no era superior a tres centímetros. La sangre goteó entre mis dedos y se encharcó en la nieve. Debería haber interpretado eso como una advertencia, pero, asustado y dolorido, fui menos cauteloso de lo que debiera. Me agaché ahogando un grito de dolor y tomé dos puñados de nieve. Embutí la nieve en las heridas y seguí adelante, resbalando una y otra vez pero manteniéndome cerca del cauce para no extraviarme. Los dientes me castañeteaban descontroladamente y la ropa mojada se me adhería al cuerpo. Me ardían los dedos a causa del agua helada y sentía náuseas por la conmoción.
Sólo después de recorrer cierta distancia, deteniéndome de vez en cuando a descansar contra un árbol, recordé dónde me hallaba con respecto al pueblo. Frente a mí y a la derecha, quizás a unos doscientos metros, vi las luces de una casa. Oí el ruido de una cascada, vi el armazón de acero de un puente y supe dónde estaba y adónde iba.
Había una luz encendida en la ventana de la cocina de la casa de los Jennings cuando me precipité contra la puerta trasera. Dentro oí un ruido y la voz de Lorna, asustada, que decía:
– ¿Quién hay ahí?
Las cortinas de la puerta se separaron un poco y ella abrió los ojos desmesuradamente al ver mi cara.
– ¿Bird?
Una llave giró en la cerradura, al abrirse la puerta caí de bruces. Cuando, con su ayuda, me senté en una silla, le pedí que telefoneara a la habitación número 6 del motel India Hill y a nadie más, y a continuación cerré los ojos y dejé que el dolor se extendiera por mi cuerpo en oleadas.
La sangre manaba a borbotones por el orificio de salida mientras Lorna limpiaba la herida; antes me había enjuagado con un trapo y había retirado trozos de tela del interior con unas pinzas esterilizadas. Aplicó una torunda en la herida y me doblé en la silla al sentir de nuevo una intensa quemazón.
– Estate quieto -dijo, y obedecí. Cuando terminó, me obligó a volverme para ocuparse del orificio de entrada. Aunque parecía tener el estómago revuelto, continuó con la tarea. Al acabar, me preguntó-: ¿Estás seguro de que quieres que haga esto?
Asentí con la cabeza.
Tomó una aguja y vertió en ella agua hirviendo.
– Va a dolerte un poco -advirtió.
Era muy optimista. Me dolió mucho. Se me saltaron las lágrimas por la intensidad del dolor mientras daba dos puntos en cada herida. No era una atención médica muy ortodoxa, pero yo sólo necesitaba algo para mantenerme en pie durante unas horas. Cuando terminó, me aplicó un apósito adhesivo y luego tomó un rollo más largo y me envolvió con él el abdomen.
– Aguantará hasta que podamos llevarte a un hospital -dijo. Me dirigió una sonrisa breve y nerviosa-. Recibí clases de primeros auxilios en la Cruz Roja. Deberías darme las gracias por haber prestado atención.
Asentí para darle a entender que me hacía cargo. Era una herida limpia. Prácticamente era la única virtud de las balas de alta velocidad: en el impacto no se deformaban ni desgarraban la carne, sino que continuaban su alegre camino con casi toda su energía y su funda intactas.
– ¿Quieres contarme qué ha pasado? -preguntó Lorna.
Me levanté lentamente y sólo entonces advertí la sangre en las baldosas.
– Maldita sea -exclamé. Sentí unas repentinas náuseas, pero me sujeté a la mesa y cerré los ojos hasta que remitieron.
Lorna me rodeó el torso con el brazo.
– Tienes que sentarte, Bird. Estás débil y has perdido mucha sangre.