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Se sentó y se puso a Donald en equilibrio sobre la rodilla. Era un niño grande, con enormes ojos azules y una permanente expresión de ligera curiosidad. Me sonrió, levantó un dedo, lo bajó otra vez y miró a su madre. Ella le sonrió, y el niño soltó una carcajada y le dio hipo.

– ¿Le traigo un café? -dijo Rita-. Le ofrecería una cerveza, pero no tengo.

– No bebo, gracias. Sólo he venido para darle esto.

Le entregué los setecientos dólares. Pareció paralizada de asombro hasta que Donald intentó agarrar un billete de cincuenta dólares para llevárselo a la boca.

– Eh, eh -dijo Rita y alejó el dinero de su hijo-. Bastante caro resulta ya mantenerte. -Separó dos billetes de cincuenta y me los ofreció-. Acéptelos, por favor. Por lo que ha pasado, por favor.

Le cerré la mano que me tendía con el dinero y la aparté con delicadeza.

– No lo quiero -respondí-. Como le dije, se trata de un favor. He tenido una charla con Billy. Me parece que en estos momentos dispone de un poco de efectivo y quizás empiece a cumplir con sus obligaciones. Si no lo hace, el asunto podría quedar en manos de la policía.

Rita asintió con la cabeza.

– Billy no es mala persona, señor Parker. Simplemente está confuso, y muy resentido, pero quiere a Donnie más que a nada en el mundo. Creo que haría cualquier cosa para impedir que lo alejase de él.

Eso era lo que a mí me preocupaba. Aquella llama roja en la mirada de Billy se encendía con excesiva facilidad, y en su interior habían anidado rabia y rencor suficientes para mantenerla viva durante mucho tiempo.

Me levanté para irme. En el suelo, junto a mis pies, vi uno de los juguetes de Donald, un camión rojo de plástico con un capó amarillo que chirrió cuando lo recogí y lo dejé en una silla. El ruido distrajo a Donald por un instante, pero enseguida centró de nuevo su atención en mí.

– Pasaré por aquí la semana que viene, para ver cómo van las cosas.

Le tendí un dedo a Donald, y él me lo agarró con su pequeña mano. De pronto me asaltó la imagen de mi propia hija haciendo eso mismo y me invadió una profunda tristeza. Jennifer estaba muerta. Había muerto junto con mi esposa a manos de un asesino que, convencido del escaso valor de ambas, las había destrozado y exhibido a modo de advertencia para otros. También él estaba muerto, capturado y abatido en Louisiana, pero eso no me proporcionaba el menor consuelo. Así no se cuadran los libros de cuentas. [1]

Con delicadeza, retiré el dedo del puño de Donald y le di una palmadita en la cabeza. Rita me siguió hasta la puerta con Donald otra vez en la cadera.

– Señor Parker… -empezó a decir.

– Bird -dije a la vez que abría la puerta-. Así me llaman mis amigos.

– Bird, quédate, por favor. -Con la mano libre me tocó la mejilla-. Por favor. Ahora voy a acostar a Donald. No tengo otra manera de agradecértelo.

Cuidadosamente le aparté la mano y le besé la palma. Olía a crema para las manos y a Donald.

– Lo siento, no puedo -dije.

Pareció un poco desilusionada.

– ¿Por qué no? ¿No me encuentras guapa?

Alargué el brazo y le acaricié el pelo, y ella inclinó la cabeza bajo mi mano.

– No es eso -contesté-. No es eso ni mucho menos.

Rita sonrió. Fue una sonrisa débil pero una sonrisa al fin y al cabo.

– Gracias -dijo, y me rozó la mejilla con los labios.

Nuestra ensoñación se vio perturbada por Donald, a quien se le ensombreció el rostro cuando toqué a su madre y de repente empezó a pegarme con su manita.

– ¡Eh! -dijo Rita-. Basta ya.

Pero el niño continuó pegándome hasta que aparté la mano.

– Se muestra muy protector conmigo -aclaró ella-. Seguro que ha pensado que querías hacerme daño.

Donald, con el pulgar en la boca, hundió la cabeza en el pecho de su madre y me miró con recelo. Rita, enmarcada por la luz del apartamento, permaneció en el rellano a oscuras cuando bajé por la escalera. Le levantó la mano a Donald para despedirse de mí, y yo le devolví el gesto.

Fue la última vez que los vi vivos.

2

Al día siguiente de hablar con Rita Ferris por última vez me levanté temprano. En la oscuridad inmóvil y opresiva me dirigí en coche al aeropuerto para tomar el primer vuelo a Nueva York. En los boletines informativos dieron las primeras noticias de un tiroteo en Scarborough, pero aún se conocían pocos detalles.

Desde el JFK tomé un taxi que me llevó por Van Wyck y Queens Boulevard, donde el tráfico era denso, hasta la esquina de la calle Cincuenta y Uno. Una pequeña multitud se había congregado ya en el cementerio de New Calvary: corrillos de policías uniformados que fumaban y hablaban en voz baja ante la verja; mujeres de luto, bien peinadas y maquilladas con delicadeza, intercambiaban solemnes gestos de asentimiento; hombres más jóvenes, algunos casi adolescentes, con el cuello de la camisa demasiado apretado, visiblemente incómodos, y con corbatas negras prestadas que tenían el nudo mal hecho, demasiado pequeño, demasiado fino. Algunos de los policías me miraron y saludaron con la cabeza, y yo les devolví el saludo. Conocía a muchos por el apellido, pero ignoraba sus nombres de pila.

El coche fúnebre se acercó desde Woodside, seguido de tres limusinas negras, y entró en el cementerio. Los asistentes, en grupos de dos y de tres, comenzaron a avanzar tras los automóviles y, lentamente, nos encaminamos hacia la tumba. Vi un montículo de tierra con esteras verdes encima, y coronas y otras ofrendas florales alrededor. La concurrencia había aumentado: más policías de uniforme, otros de paisano, más mujeres, unos cuantos niños. Reconocí a varios subjefes, media docena de capitanes y tenientes, todos allí para presentar sus últimos respetos a George Grunfeld, el viejo sargento del distrito Treinta, quien finalmente había sucumbido al cáncer dos años antes de la edad de jubilación.

En mi opinión, era un buen hombre, un policía honesto, chapado a la antigua, que tuvo la desgracia de trabajar en un distrito donde habían corrido durante años rumores de extorsión y corrupción. Con el tiempo, los rumores dieron paso a las denuncias: sistemáticamente se decomisaban armas y drogas, sobre todo cocaína, y volvían a venderse; se llevaban a cabo redadas ilegales en las casas; se recurría a las amenazas. El distrito, que abarcaba hasta la calle Ciento Cincuenta y Uno y Amsterdam Avenue, se sometió a investigación. Al final se condenó a treinta y tres agentes, que habían intervenido en dos mil procesos, y a muchos de ellos por perjurio. Sumado al incidente de Dowd en el distrito Setenta y Cinco -más armas y tráfico de cocaína, más sobornos-, este hecho dio mala prensa al Departamento de Policía de Nueva York. Yo suponía que aún saldrían más cosas a la luz: se decía que Midtown South estaba en el punto de mira como consecuencia de un acuerdo con las prostitutas de la zona, que proporcionaban sexo recreativo a los agentes de servicio.

Quizá por eso había asistido tanta gente al funeral de Grunfeld. El representaba algo bueno y esencialmente honrado, y su fallecimiento era de lamentar. Yo estaba allí por razones muy personales. Me arrebataron a mi mujer y a mi hija en diciembre de 1996, cuando aún era inspector de homicidios en Brooklyn. La violencia y la brutalidad con que las arrancaron de este mundo, y la incapacidad de la policía para descubrir al asesino, provocaron un creciente distanciamiento entre mis compañeros y yo. Para ellos, el asesinato de Susan y Jennifer me había contaminado y puesto de manifiesto la vulnerabilidad incluso de un policía y su familia. Deseaban convencerse de que yo era la excepción, de que en cierta manera, como borracho, me lo había ganado a pulso, para así no tener que plantearse la alternativa. En cierto sentido tenían razón: me lo había ganado a pulso, y habíamos pagado por ello mi familia y yo, pero nunca perdoné a mis compañeros por obligarme a afrontar ese hecho solo.

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[1] Véase Todo lo que muere, Tusquets Editores, colección Andanzas 531, Barcelona, 2004 (N. del E.)