– Sí -dije a la vez que me apartaba de la mesa y, con paso vacilante, me encaminaba hacia la puerta trasera-. Eso es lo que me preocupa.
Retiré la cortina y miré hacia fuera. Aún nevaba, pero a la luz de la cocina vi el revelador rastro rojo desde el río hasta la puerta, la sangre tan densa y oscura que simplemente absorbía la nieve al caer.
Me volví hacia Lorna.
– Lo siento, no debería haber venido aquí.
Tenía una expresión solemne y los labios apretados, pero de pronto esbozó otra sonrisa y dijo:
– ¿Y adónde ibas a ir? He llamado a tus amigos. Están de camino.
– ¿Dónde está Rand?
– En el pueblo. Han encontrado a ese hombre, Billy Purdue, el que estaban buscando. Rand va a retenerlo hasta la mañana. Entonces llegarán el FBI y otras muchas personas para hablar con él.
Por eso se encontraban allí los hombres de Tony Celli. La noticia de la captura de Billy Purdue debía de haber corrido como la pólvora por las agencias y los departamentos de policía implicados, y Tony Celli estaba atento. Me pregunté cuánto habrían tardado en localizarme al llegar. En cuanto vieron el Mustang, debieron de saber que estaba allí y decidieron matarme para no arriesgarse a que me entrometiera.
– Los hombres que me han disparado quieren a Billy Purdue -expliqué en voz baja-. Y matarán a Rand y a sus hombres si no se lo entregan.
Algo titiló en la ventana, como el reflejo de una estrella fugaz. Tardé un segundo en deducir qué era: el haz de una linterna. Agarré a Lorna de la mano y la llevé a la parte delantera de la casa.
– Tenemos que salir de aquí -dije.
El pasillo estaba a oscuras, y a la derecha había un comedor. Agachándome a pesar del dolor en el costado, escruté el jardín delantero por el hueco que quedaba bajo las persianas.
Vi dos figuras al fondo del jardín. Una empuñaba una escopeta. La otra tenía el brazo en cabestrillo.
Regresé al pasillo. Lorna me miró a la cara y dijo:
– Hay alguien también delante, ¿no?
Asentí.
– ¿Por qué quieren matarte?
– Piensan que me entrometeré, y pretenden hacerme pagar por algo que ocurrió en Portland. Debéis de tener algún arma en la casa. ¿Dónde está?
– Arriba. Rand guarda una en el tocador.
Me guió escalera arriba hasta su dormitorio. Había una cama de pino rústica y grande, con almohadas y la colcha amarillas. Frente a un enorme armario había un tocador de pino rústico a juego. En un rincón se alzaba una pequeña estantería repleta de libros. Una radio sonaba suavemente en otro rincón, The Band cantando Evangeline, con la voz de Emmylou Harris entrando y saliendo de la estrofa y el estribillo. Lorna sacó calcetines, calzoncillos y camisetas de hombre de un cajón y los tiró al suelo hasta que encontró el revólver. Era un Charter Arms Undercover de calibre 38, con un cañón de siete centímetros y medio, la auténtica arma de un agente de la ley. Las cinco recámaras estaban cargadas, y al lado había un cargador de velocidad, también lleno. Cerca, en una funda de Propex, vi una segunda arma, un Ruger Mark 2 de cañón estrecho.
– Rand lo utiliza a veces para tirar al blanco -explicó Lorna, señalando una caja casi vacía de cartuchos Long Rifle del 22 en un rincón del cajón.
– Dios bendiga a los paranoicos -comenté.
En el armario junto a la cama había una botella de agua grande de plástico, casi vacía. Me apoyé en el tocador para mantener el equilibrio. En el espejo, mi piel presentaba una palidez cadavérica. Tenía ojeras a causa del dolor y el agotamiento y la cara salpicada de cortes de cristal y manchada de savia y de la sangre del viejo. Lo olía en mí. Olía también a su perro.
– ¿Tienes cinta adhesiva?
– Quizás abajo, pero hay un rollo de esparadrapo en el armario del baño. ¿Te sirve?
Asentí con la cabeza, tomé la botella y la seguí hasta el baño de azulejos amarillos y blancos, cargando el Ruger mientras caminaba. Abrió el armario y me dio el rollo de esparadrapo de dos centímetros y medio de ancho. Vacié el agua mineral en el lavabo, introduje el fino cañón del Ruger en la botella y la fijé con varias vueltas de esparadrapo.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Lorna.
– Fabricando un silenciador -contesté.
Pensé que si los hombres de Celli registraban la casa podía eliminar a uno de ellos con el rifle calibre 22 silenciado si era necesario y ganar así un poco de tiempo, cinco o quizá diez segundos. En un enfrentamiento armado a corta distancia, diez segundos son una eternidad. Abajo se oyó una patada en la puerta trasera, seguida de un ruido de cristales rotos y el chirrido de la puerta al abrirse. Me coloqué el revólver del 38 al cinto y retiré el seguro del Ruger.
– Métete en la bañera y agacha la cabeza -susurré.
Lorna se quitó las sandalias y se deslizó sigilosamente en la bañera. Yo me descalcé, dejé los zapatos en el suelo embaldosado, salí en silencio al rellano y volví al dormitorio. La radio seguía sonando, pero The Band había dado paso a Neil Young, y su voz aguda y lastimera resonaba en la habitación.
«Don't let it bring you down…»
Me aposté en la oscuridad junto a la ventana. El Ruger me resultaba incómodo en comparación con la Smith & Wesson, pero al menos era un arma. Lo amartillé y esperé.
«It's only castles burning…»
Oí cómo subía por la escalera, observé la sombra a medida que avanzaba delante de él, la vi detenerse y luego acercarse a la habitación, siguiendo la música. Tensé el dedo en el gatillo y respiré hondo.
«Just find someone who's turning…»
Abrió la puerta de par en par con el pie, aguardó un momento y entró como una flecha con la escopeta en alto. Tragué saliva y expulsé el aire de los pulmones.
«… And you will come around.»
Apreté el gatillo del Ruger y el extremo de la botella estalló con un ruido sordo como el de una bolsa de papel al reventar. Fue un tiro limpio, justo al corazón. Avancé y disparé otra vez mientras, tambaleándose, caía contra la pared y se deslizaba lentamente hacia abajo, dejando un rastro rojo y oscuro en la pintura de color crema. Agarré la escopeta, una Mossberg con culata de pistola, en el momento en que se le escapó de la mano. Dejé el Ruger, pasé por encima del cuerpo sin que mis pies descalzos produjeran sonido alguno en el suelo y volví al pasillo.
– ¿Terry? -llamó una voz desde abajo, y vi la mano de un hombre en torno a la empuñadura de una Magnum 44, luego el brazo, el cuerpo, la cara.
Alzó la vista y le acerté en la cabeza, la detonación de la escopeta sonó como un cañonazo. Sus facciones desaparecieron en una bruma roja y cayó de espaldas. Cargué, y estaba a punto de llegar a la escalera cuando una bala se incrustó en la pared cerca de mi oreja izquierda, y vi un fogonazo en la oscuridad del comedor. Disparé, cargué, disparé, cargué: dos tiros a la oscuridad. Se rompieron cristales y se desintegraron trozos de yeso, y no hubo más disparos. La puerta delantera estaba entornada. Lo que quedaba del cristal estalló y volaron astillas de madera por el impacto de nuevos disparos procedentes de la cocina. Me quedé en la escalera, encajé la escopeta entre los balaustres, la giré y disparé la última bala.
En la cocina, una sombra se separó de la pared y avanzó hasta el extremo del largo pasillo descerrajando una ráfaga de disparos, que hizo saltar la madera de la barandilla y levantó una nube de polvo amarillo de la pared que tenía al lado, a medida que las balas se iban acercando. Me llevé la mano al revólver del 38, lo saqué del cinto y disparé tres veces. Oí un grito de dolor a la vez que, con el rabillo del ojo, advertí un movimiento en la puerta delantera. Me distrajo y, mientras me volvía, el pistolero herido de la cocina abandonó su posición a cubierto y salió al pasillo con el arma en alto en una mano y sujetándose el hombro con la otra. Enseñó los dientes y de pronto sonó un ruido, más estridente que cualquier otro disparo que yo hubiese oído jamás, y en su torso apareció un agujero lo bastante grande para pasar por él el puño de un hombre. Me pareció ver la cocina a través del orificio, los cristales del suelo, el fregadero, el borde de una silla. El pistolero permaneció en pie durante una décima de segundo y después se desplomó como un títere con los hilos cortados.