En la puerta estaba Louis, empuñando una enorme escopeta Ithaca Mag-10 Roadblocker con la culata de goma aún firmemente apoyada en el hombro.
– Este tipo acaba de recibir el apretón de manos de un calibre diez -dijo.
En la parte trasera de la casa se oyeron más disparos y el sonido de un coche al acelerar. Louis saltó por encima del cadáver y, seguido de cerca por mí, cruzó la puerta destrozada de la cocina y salió al jardín. Ángel estaba de pie junto a la verja, con una Glock de nueve milímetros en la mano. Nos miró y se encogió de hombros.
– Se ha escapado, el cabrón repugnante ese. Ni siquiera lo he visto hasta que estaba en el coche.
– Mifflin -dije con hastío.
Louis gruñó.
– ¿Sigue vivo ese bicho raro?
Movió la cabeza en un gesto de asombro.
– Quizá tendríamos que hacerlo volar al espacio y esperar a que se consuma al volver a entrar en la atmósfera -musitó Ángel.
Sin más abrigo que las vendas en la mitad superior del cuerpo me estremecí de frío. Estaban empapadas de sangre. Los oídos me zumbaban a causa del ruido de los disparos en el espacio cerrado de la casa. Louis se quitó el abrigo y me lo puso sobre los hombros. A pesar del frío, sentía llamaradas dentro de mí.
– Oye -dijo Ángel-. Deberías cuidarte más. A este paso, vas a pillar un resfriado de muerte.
Los tres nos sobresaltamos al oír un ruido a nuestras espaldas, pero en la puerta sólo estaba Lorna. Me acerqué a ella y le apoyé una mano en el hombro.
Cruzó los brazos como en un abrazo y mantuvo la mirada fija en mí para no ver los cadáveres que yacían en el suelo detrás de ella.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Volvemos a Dark Hollow. Necesito a Billy Purdue vivo.
– ¿Y Rand?
– Haré lo que pueda. Será mejor que lo llames y le digas lo que ha pasado.
– Lo he intentado. No hay línea. Deben de haber cortado los cables antes de entrar.
– Ve a telefonear desde la casa de un vecino. Con un poco de suerte llegaremos a Dark Hollow pasados unos minutos.
Eso suponiendo que no hubiesen cortado las líneas desde fuera del pueblo, en cuyo caso todo Dark Hollow estaría incomunicado.
Era hora de irse, pero Lorna levantó la mano.
– Espera -dijo, y volvió a subir. Regresó con una gruesa camisa de algodón, un jersey y una cazadora acolchada de LL Bean, junto con una caja de munición para el 38. Me ayudó a vestirme y me acarició la mano-. Cuídate, Bird.
– Lo mismo digo.
Detrás de mí, Ángel arrancó el Mercury. Louis estaba en el asiento delantero. Yo me subí a la parte trasera y nos alejamos. Volví la vista atrás y vi a Lorna de pie en el jardín, observándonos hasta que nos perdimos de vista.
29
Las carreteras estaban vacías y sólo rompían el silencio el ronroneo del motor del Mercury y el suave golpeteo de los copos de nieve contra el parabrisas. El costado me ardía intensamente y, una o dos veces, cerré los ojos y tuve la sensación de perder el conocimiento durante un par de segundos. Tenía sangre en los dedos y una mancha ocre en el pantalón desde la entrepierna hasta la parte baja del muslo. Sorprendí a Louis lanzándome atentas miradas por el retrovisor y levanté la mano para indicarle que seguía con ellos. El gesto habría sido más convincente si no hubiese tenido la mano cubierta de sangre.
Cuando nos detuvimos en el aparcamiento de la Comisaría de Policía, había aparcados delante de nosotros dos coches patrulla, junto con un Trans-Am del 74 de color naranja que, por su aspecto, necesitaría un milagro para arrancar, así como otro par de vehículos que llevaban estacionados el tiempo suficiente para que la nieve hubiese desdibujado sus contornos, incluido un Toyota de alquiler de Bangor. No había señales de Tony Celli ni de ninguno de sus hombres.
Entramos por la puerta delantera. Ressler estaba de pie detrás del escritorio examinando la conexión del teléfono. Detrás de él había un agente de menor edad a quien no reconocí, probablemente otro contratado a tiempo parcial, y más allá, frente a las dos celdas, se hallaba Jennings. Sentado en una silla junto al escritorio estaba Walter Cole. Pareció sobresaltarse al verme llegar. Tampoco a mí me resultó agradable encontrármelo allí.
– ¿Qué coño quieres? -dijo Jennings, y su voz indujo a Ressler a erguirse y a lanzar una mirada cauta primero a Louis y a Ángel y luego a mí. Al parecer, no le complació ver nuestras armas y deslizó la mano hasta la que llevaba al cinto. Abrió más los ojos al ver las marcas que tenía en la cara y la sangre de mi ropa.
– ¿Qué pasa con los teléfonos? -pregunté.
– No hay línea -contestó Ressler al cabo de un momento-. Las comunicaciones están cortadas. Quizá sea por el mal tiempo.
Pasé por delante de él para dirigirme a las celdas. Una estaba vacía. En la otra se hallaba Billy Purdue, sentado con la cabeza entre las manos. Tenía la ropa sucia y las botas manchadas de barro. Presentaba el aspecto de angustia y desesperación de un animal atrapado en un cepo. Tarareaba en voz baja, como un niño intentando aislarse del mundo. No pedí permiso a Rand Jennings para hablar con él. Quería respuestas, y él era el único que podía proporcionármelas.
– Billy -dije con brusquedad.
Alzó la vista y me miró.
– La he cagado, ¿verdad? -contestó, y siguió tarareando la misma canción.
– No lo sé, Billy. Necesito que me hables de aquel hombre que viste, el viejo. Descríbemelo.
Oí la voz de Jennings a mis espaldas.
– Parker, aléjate del detenido.
No le hice caso.
– ¿Me escuchas, Billy?
Aún tarareando, con los brazos alrededor del cuerpo, se balanceaba hacia delante y hacia atrás.
– Sí, te oigo. -Contrajo el rostro como si se concentrara-. Es difícil. Apenas lo vi. Era… viejo.
– Haz un esfuerzo, Billy. ¿Bajo? ¿Alto?
Reanudó el tarareo y de pronto se interrumpió.
– Alto -dijo durante la pausa-. Puede que tan alto como yo.
– ¿Flaco? ¿Robusto?
– Delgado. Era un hombre delgado pero fibroso, ¿entiendes?
Se puso en pie mostrando interés, esforzándose por traer a la memoria la figura que había visto.
– ¿Y el pelo?
– Mierda, el pelo, no sé… -Retomó la canción, pero esta vez añadió las palabras, aunque sólo a medias, como si no conociera bien la letra-. «Come all you fair and tender ladies, take warning how you court your man…»
Y entonces reconocí por fin la canción: Fair and Tender Ladies. La había cantado Gene Clark junto con Carla Olson, aunque la canción era mucho más antigua. Al reconocerla, recordé dónde la había oído antes: Meade Payne la tarareó mientras volvía a su casa.
– Billy -dije-. ¿Has estado en casa de Meade Payne?
Negó con la cabeza.
– No conozco a ningún Meade Payne.
Me agarré a los barrotes de la celda.
– Billy, esto es importante. Sé que ibas a ver a Meade. No le crearás ningún problema si lo admites.
Me miró y dejó escapar un suspiro.
– No llegué hasta allí. Me detuvieron antes de entrar en el pueblo.
Hablé en voz baja y clara, procurando que la tensión no se reflejara en mi voz.
– Entonces, ¿dónde has oído esa canción, Billy?