– ¿Qué canción?
– La que estabas tarareando, Fair and Tender. ¿Dónde la has oído?
– No me acuerdo.
Desvió la mirada y supe que sí se acordaba.
– Inténtalo.
Se pasó las manos por el pelo y se agarró los enmarañados bucles de la nuca como si temiese lo que podían hacer sus manos en caso de no encontrar algo en que ocuparlas, entonces empezó a balancearse otra vez.
– El viejo, el que vi delante de la casa de Rita…, quizá la cantaba él, en un susurro, para sí. No puedo quitármela de la cabeza. -Se echó a llorar.
Sentí que se me secaba la garganta.
– Billy, descríbeme a Meade Payne.
– ¿Cómo? -preguntó. Parecía sinceramente desconcertado.
A mis espaldas, oí decir a Jennings:
– Te lo advierto por última vez, Parker. Aléjate del detenido.
Sus pisadas resonaron cuando se acercó a mí.
– Ése es Meade, el del retrato de la pared -contestó Billy levantándose mientras hablaba. Señaló una fotografía enmarcada de tres hombres que colgaba de la pared cerca del escritorio de la entrada, una versión parecida a la que había en el restaurante. Me aproximé a ella apartando a Rand Jennings de un codazo. En el centro del grupo había un joven con el uniforme de la infantería de Estados Unidos; tenía el brazo derecho alrededor de Rand Jennings y el izquierdo alrededor de un anciano que sonreía con orgullo a la cámara. En una placa bajo la fotografía rezaba: agente Daniel Payne, 1967-1991.
Rand Jennings. Daniel Payne. Meade Payne. Pero el anciano de la fotografía era un hombre cargado de espaldas, de baja estatura -aproximadamente un metro sesenta y cinco-, mirada amable y una calva con manchas en la piel y una orla de cabello blanco. Un centenar de arrugas surcaban su rostro.
No era el hombre que yo había conocido en casa de Payne.
Y lentamente las piezas empezaron a encajar en mi mente.
Todo el mundo tenía perro. Meade Payne lo había mencionado en su carta a Billy, pero yo allí no había visto ningún perro. Pensé en la figura que Erica Schneider había visto trepar por la cañería. Un hombre viejo no podía trepar por una cañería, pero un hombre joven sí. Y recordé el comentario de Rachel sobre Judith Mundy: había sido utilizada como ganado de cría.
Ganado de cría. Para criar un niño.
Y me acordé del viejo Saul Mann, de cómo se deslizaban sus manos por encima de los naipes, cómo hacía desaparecer ágilmente la reina, o cómo retiraba el guisante de debajo de un tapón para embolsarse los cinco pavos de un incauto. Nunca insistía, nunca los llamaba, ni intentaba obligarlos a acercarse, porque sabía lo que hacía.
Caleb sabía que Billy regresaría junto a Meade Payne. Quizá le sonsacó el nombre de Meade a Cheryl Lansing antes de matarla, o éste había salido a la luz en las investigaciones de Willeford. Comoquiera que lo averiguase, Caleb sabía que si eliminaba todos los obstáculos y todas las opciones, Billy tendría que volver con Meade Payne.
Porque Caleb comprendía lo que todos los timadores y cazadores comprenden: que a veces es mejor poner el cebo, esperar y dejar que la presa acuda.
Al darme la vuelta, Jenning me apuntaba con su Coonan. Supuse que le había hecho caso omiso durante demasiado tiempo.
– Ya me he cansado de tus gilipolleces, Parker. Tirad las armas y echaos al suelo, tú y tus amigos -dijo-. Ahora mismo.
También Ressler desenfundó su pistola y, en el despacho del fondo, el agente más joven ya se había llevado al hombro una escopeta de repetición Remington.
– Parece que hemos venido sin invitación a un congreso de policías nerviosos -comentó Ángel.
– Jennings, no tengo tiempo para esto -dije-. Debes escucharme…
– Cállate -ordenó Jennings-. Te lo digo por última vez, Parker, deja… -De pronto se interrumpió y miró el arma que yo llevaba al cinto-. ¿De dónde has sacado esa pistola? -preguntó, y un tono amenazador apareció lentamente en su voz como un pistolero en un funeral. Levantó el percutor y avanzó tres pasos hacia mí, hasta que el arma quedó a unos centímetros de mi cara. Había reconocido ya la cazadora y el jersey.
A mis espaldas, oí un sonoro suspiro de Ángel.
– Maldita sea, dime de dónde has sacado esa pistola o te mato.
No había manera de suavizar lo ocurrido, así que ni siquiera lo intenté.
– He caído en una emboscada en la carretera. El viejo que vivía junto al lago, John Barley, está muerto. Ha muerto en mi coche. A mí me han perseguido, he llegado a tu casa y Loma me ha dado el arma. Puede que encuentres unos cuantos cadáveres en la sala de estar cuando vuelvas, pero Lorna ha salido ilesa. Escúchame, Rand, la chica…
Rand Jennings bajó el percutor con delicadeza, puso el seguro y me golpeó violentamente en la sien izquierda con el cañón. Retrocedí tambaleándome mientras él se disponía a asestarme otro golpe, pero Ressler intervino y le sujetó el brazo.
– Te mataré, cabrón. Te mataré.
Estaba rojo de ira, pero también reflejaba un gran dolor, y la toma de conciencia de que las cosas nunca volverían a ser como antes después de aquello, de que el cascarón se había roto por fin y la vida que había vivido hasta entonces se le escapaba en ese instante, mientras hablaba, disipándose en el aire como gas.
Noté que la sangre me resbalaba por la mejilla y un penetrante dolor en la cabeza. De hecho, me dolía todo el cuerpo, pero, con el día que había tenido, no era de extrañar.
– Puede que no te llegue la ocasión de matarme. Los hombres que me han tendido la emboscada trabajan para Tony Celli. Quiere a Billy Purdue.
Jennings volvió a respirar de manera más pausada y le hizo un gesto a Ressler, que le soltó el brazo con cautela.
– Nadie va a llevarse al detenido -dijo Jennings.
En ese preciso momento se apagaron las luces y empezó el caos.
Por unos segundos, el edificio quedó sumido en una oscuridad absoluta. Finalmente se activó el sistema de iluminación de emergencia y cuatro fluorescentes proyectaron un tenue resplandor desde las paredes. Oí gritar a Billy Purdue en su celda:
– ¡Eh! ¿Qué pasa ahí? Díganme qué ocurre. ¿Por qué se ha ido la luz?
En la parte trasera del edificio sonaron tres golpes, como mazazos, seguidos del sonido de una puerta al chocar contra la pared. Pero Louis ya se había puesto en movimiento, empuñando aún la enorme Roadblocker. Lo vi pasar frente a la celda de Billy Purdue y aguardar en el rincón, donde empezaba el pasillo que conducía a la puerta posterior. Advertí que contaba mentalmente hasta tres antes de volverse, colocarse a un lado y disparar dos veces hacia el pasillo. Lo perdimos de vista por un momento, disparó otra vez y retrocedió hasta reaparecer en nuestro campo de visión. Jennings, Ressler y yo corrimos hacia él, mientras el policía joven y Ángel se dirigían rápidamente a la puerta delantera acompañados de Walter.
En el pasillo yacían muertos dos hombres, sus rostros ocultos bajo pasamontañas negros, ambos con vaqueros negros y cazadoras cortas negras.
– Han elegido mal su equipo de camuflaje -dijo Louis-. Deberían haber consultado el pronóstico del tiempo. -Retiró el pasamontañas de uno de los cadáveres y se volvió hacia mí-. ¿Lo conoces?
Negué con la cabeza y Louis soltó el pasamontañas.
– Probablemente ni siquiera merecía la pena -dije.
Avanzamos con cautela en dirección a la puerta abierta. Ráfagas de nieve penetraban en el corredor impulsadas por el viento.
Louis agarró una escoba y la utilizó para empujar la puerta y cerrarla; tenía la cerradura astillada por los golpes recibidos. A continuación, ayudó a Ressler a acarrear un escritorio de la oficina por el pasillo y, con él, atrancaron la puerta. Dejamos a Louis vigilando y regresamos a la sala de la entrada, donde Ángel y el policía joven, apostados a los lados de una ventana, intentaban atisbar a los hombres que se movían en el exterior. No podían quedar muchos, calculé, pero Tony Celli se encontraba entre ellos.