Walter permanecía más atrás. Me fijé en que tenía en la mano su vieja calibre 38. Yo ya sabía con certeza dónde estaba Ellen, suponiendo que siguiese con vida, pero, si se lo decía a Walter, se lanzaría hecho una furia contra los hombres de Tony Celli en un esfuerzo por llegar a ella, y así no conseguiría nada, aparte de que lo mataran.
Se oyó una voz.
– Eh, los de ahí dentro. No queremos que nadie salga herido. Entréguennos a Purdue y nos iremos. -Parecía Mifflin.
Ángel me miró y sonrió.
– Prométeme que, pase lo que pase, ahora te cargarás a ese cojo de mierda de una vez por todas.
Me coloqué junto a él y escruté la oscuridad por la ventana.
– Es un tanto molesto -coincidí. Me volví y me encontré a Louis a mi lado.
– La puerta debería aguantar. Si intentan entrar otra vez, los oiremos antes de que puedan causarnos el menor daño. -Echó una ojeada por la ventana-. Tío, no pensaba que llegase a oírme decir esto, pero me siento como John Wayne.
– Río Bravo -dije.
– La que sea. ¿Es una en la que sale James Caan?
– No, Ricky Nelson.
– Mierda.
Detrás de nosotros, Jennings y Ressler intentaban organizar un plan. Era como ver a dos niños esforzándose por sostener unos palillos chinos con los dedos de los pies.
– ¿Hay radio aquí? -pregunté.
Fue Ressler quien se dio por aludido.
– Sólo recibimos interferencias, nada más.
– Los han incomunicado.
Jennings se decidió a hablar.
– Si nos mantenemos firmes, desistirán. Esto no es la frontera. Sencillamente no pueden atacar una comisaría de policía y llevarse a un detenido.
– Sí es la frontera -dije-. Y pueden hacer lo que quieran. No van a marcharse sin él. Celli quiere el dinero que Purdue le quitó, o su propia gente lo matará. -Hice una pausa-. Aunque también podrías entregarles el dinero tú.
– No llevaba dinero encima cuando lo encontramos -respondió Ressler-. Ni siquiera llevaba una bolsa.
– Podría preguntársele dónde está -sugerí.
Vi que Billy Purdue me observaba con curiosidad. Ressler miró a Jennings, se encogió de hombros y se encaminó hacia la celda. En ese momento Ángel se lanzó de lado y Louis me empujó para obligarme a echarme a tierra. Proferí un alarido al caer sobre la moqueta con el costado herido.
– ¡Cuidado! -gritó Ángel.
La ventana delantera estalló hacia dentro y las balas acribillaron las paredes, las mesas, los archivadores, los apliques. Hicieron añicos las mamparas de cristal, reventaron el surtidor de agua y convirtieron los informes y carpetas en confeti. Ressler cayó al suelo con la parte posterior de la pierna roja y hecha jirones. A mi lado, Ángel se levantó y abrió fuego con la Glock. Al instante Louis se apostó junto a él y sonaron las atronadoras detonaciones de la Roadblocker.
– Aquí dentro van a hacernos picadillo -gritó Ángel.
Fuera, el fuego cesó. A nuestras espaldas sólo se oían el ruido del papel al posarse, los chirridos de los cristales rotos al pisarlos y el goteo del agua que aún quedaba en el surtidor destrozado. Miré a Louis.
– Podríamos contraatacar desde fuera -sugerí.
– Es una posibilidad -convino-. ¿Estás en condiciones?
– Más o menos -mentí. En el suelo, Jennings cortaba la pernera del pantalón de Ressler para llegar a la herida. Le pregunté-: ¿Hay alguna ventana que dé al exterior en una zona oscura, quizás oculta por un árbol o algo así?
Jennings alzó la vista y asintió.
– La ventana del lavabo de hombres, en el pasillo. Está al lado del muro y es muy estrecha para entrar desde fuera, pero desde dentro es posible acceder al antepecho.
– Parece una buena opción.
– ¿Y yo qué? -preguntó Ángel.
– Tú estás haciendo un trabajo de primera con esa Glock -contestó Louis.
– ¿Tú crees?
– Sí. Si le das a alguien, empezaré a creer en Dios, pero desde luego estás metiendo el miedo en el cuerpo a los chicos de Tony.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Walter. Eran las primeras palabras que me dirigía desde el funeral en Queens.
– Quédate aquí -dije-. Creo que he averiguado algo.
– ¿En cuanto a Ellen?
No pude contener una mueca de pesar al ver el dolor en sus ojos.
– No nos sirve de nada mientras los hombres de Tony Celli estén ahí fuera. Cuando acabemos con esto hablaremos.
Nos volvimos para marcharnos, pero por lo visto tenía que surgir un obstáculo tras otro. Rand Jennings continuaba de rodillas junto a Ressler. La pistola continuaba en su mano. Continuaba apuntándome.
– Tú no vas a ningún sitio, Parker.
Lo miré, pero no me detuve. El cañón del arma me siguió mientras pasaba ante él.
– Parker…
– Rand -dije-. Cállate.
Asombrosamente, obedeció.
Tras esto, los dejamos allí y fuimos al servicio de hombres. La ventana era de cristal esmerilado y quedaba sobre un par de lavabos. Escuchamos con atención por si se oía algún movimiento fuera. Luego descorrimos el pestillo, abrimos la ventana y retrocedimos. No hubo disparos, y en cuestión de segundos nos encaramamos al muro y nos descolgamos al terreno yermo situado detrás de la fachada norte del edificio; sólo se oyó el sordo tintineo de los cartuchos que Louis llevaba en los bolsillos del abrigo cuando saltó al suelo. Me dolía el costado, pero a esas alturas ya no me preocupaba. Cuando Louis se disponía a alejarse, le tendí una mano.
– Louis, el viejo de la casa de Meade Payne es Caleb Kyle.
Casi pareció sorprendido.
– ¿Qué me dices?
– Esperaba a Billy. Si me pasa algo, encárgate tú.
Asintió y dijo:
– Tío, te encargarás tú mismo. Si no te han matado ya, no te matarán nunca.
Sonreí y nos separamos, iniciando un movimiento de tenazas para llegar a la parte delantera del edificio y los hombres de Tony Celli.
30
Apenas recuerdo con claridad buena parte de lo que ocurrió después de adentrarme a trompicones en la oscuridad. Recuerdo que temblaba sin cesar, pero tenía la piel caliente y me brillaba la cara por el sudor. Llevaba la pistola de Jennings, pero aún me resultaba extraña y poco familiar al tacto. Lamentaba vagamente la pérdida de la Smith & Wesson. Había matado con ella y, al hacerlo, había matado algo en mí, pero era mi arma, y su historia a lo largo de los doce meses anteriores era un reflejo de la mía. Quizá fuese mejor que ahora se hallase sumergida en aguas profundas.
Nevaba y el mundo había enmudecido, su boca amordazada por los copos. Los pies se me hundían en la nieve mientras avanzaba arrimado a la pared, con el edificio a mi izquierda, el frío calándome las botas y los dedos entumeciéndoseme. Al otro lado del edificio, Louis se movía con paso firme, empuñando la enorme escopeta.
Me detuve en la esquina del edificio, donde la pared de la casa daba paso a la cerca de un metro de altura del aparcamiento. Le eché un vistazo, no advertí movimiento alguno y corrí a cubrirme tras un Ford último modelo, pero mis reacciones eran torpes e hice más ruido del que debía. Las manos me temblaban sin cesar, hasta el punto de que tuve que sujetar el cañón de la pistola con la mano izquierda. El dolor del costado era constante. Al bajar la vista, vi nuevas manchas de sangre en el jersey.
Un viento que parecía haber despertado con renovado vigor al avanzar la noche levantaba la nieve. Grandes cintas blancas me azotaban el rostro y los copos se me amontonaban en la lengua. Busqué la silueta oscura de Louis, pero no vi nada al otro lado del aparcamiento. Con la respiración entrecortada y el estómago revuelto, me arrodillé. Por un momento pensé que iba a desmayarme. Tomé un puñado de nieve y, agachando la cabeza con cuidado, me froté la cara con ella. No me encontré mucho mejor, pero el gesto me salvó la vida.