Por encima de mí, a mi izquierda, una forma se movió detrás de uno de los coches patrulla. Vi cómo un zapato negro de charol se alzaba en la nieve, y después un pantalón oscuro con copos adheridos aún al dobladillo y el faldón de un abrigo azul agitado por el viento. Me erguí sin soltar el arma, hasta que tuve la cabeza y la pistola por encima del capó del Ford. Y cuando la figura, advirtiendo el movimiento, se dio media vuelta, le disparé una sola vez en el pecho y observé desapasionadamente cómo caía de espaldas en la nieve acumulada contra la pared. El hombre quedó allí desmadejado, con el mentón apoyado en el pecho y la nieve alrededor ennegrecida por la sangre.
Y en ese instante ocurrió algo dentro de mí. Mi mundo se oscureció igual que la nieve ensangrentada y mi mente comenzó a perder el control. Los contornos del universo se desdibujaron y toda mi perspectiva se redujo a un punto. Y mientras el mundo se desplazaba y ladeaba, me pareció sentir y oír al mismo tiempo el sonido de una hoja al penetrar en la carne y luego un ruido como el de un melón partido por la mitad de un solo golpe. Seguí la diminuta lente de claridad por encima de la cerca y más allá de la carretera, donde una pequeña pendiente descendía hasta los árboles. En la nieve yacía un hombre con el cuerpo abierto desde el pecho hasta el ombligo y la cabeza destrozada cubierta de copos de nieve. En torno al cadáver había huellas, profundas y firmes. Las huellas se apartaban del cuerpo y se dirigían hacia el pueblo, seguidas de un segundo rastro cuyas pisadas aparecían distorsionadas por una cojera. Había sangre entre las huellas de los zapatos de Mifflin. Mientras seguía los rastros, se oyeron nuevas detonaciones en la comisaría de policía, entre ellas el sonido del arma de Louis.
Me dirigí hacia el sur durante cinco o diez minutos, quizá más, y por fin llegué al extremo de una calle residencial. Una mujer y un hombre, los dos de avanzada edad, se arrebujaban en abrigos y mantas en el porche de su casa, él rodeaba con un brazo los hombros de ella. Ya no se oían disparos, pero los ancianos seguían mirando y esperando. Cuando advirtieron mi presencia, los dos se retiraron instintivamente, y el hombre tiró de su esposa o de su hermana hacia la puerta abierta y, sin apartar de mí la mirada ni un solo instante, cerraron después de entrar. Se veían luces en otras casas, y aquí y allá se corrían cortinas. Vi rostros en halos de luz tenue, pero nadie más apareció.
Llegué a la esquina de Spring Street con Maybury. Spring Street conducía al centro del pueblo, pero al final de Maybury reinaba la oscuridad, y los dos rastros de huellas avanzaban en esa dirección. A media calle se separaban, el rastro distorsionado se desviaba hacia las sombras y el otro hacia el noroeste por la línea divisoria entre dos fincas. Supuse que Mifflin había llegado allí primero y que había buscado un lugar en la oscuridad desde donde observar la calle, y que su perseguidor se había apartado para rodearlo al adivinar la maniobra. Doblé hacia el sur y pasé por detrás hasta llegar al linde de una arboleda donde empezaba el bosque al oeste. Allí me detuve.
A unos diez metros de mí, en la periferia de una mancha de luz proyectada por la última farola de la calle, se formó como una nube y desapareció. Algo se movió con un gesto sobresaltado y temeroso. Un rostro alerta miró a la izquierda y luego a la derecha, y una silueta asomó de detrás de un árbol. Era Mifflin, con el brazo aún en cabestrillo. Cuando me acerqué, amparado por las sombras y mis pisadas amortiguadas por la nieve, vi el espeso goteo de la sangre desde sus dedos y el charco cada vez mayor a sus pies. Casi le había alcanzado cuando se volvió atraído por un ruido. Abrió los ojos de manera desorbitada y, cuando se irguió rápidamente, una navaja destelló en su mano ilesa. Le disparé en el hombro derecho y dio una vuelta de ciento ochenta grados; le fallaron los pies, cayó de espaldas y dejó escapar un grito de dolor al golpearse contra el suelo. Avancé sin pérdida de tiempo apuntándole con la pistola. Parpadeó e intentó concentrar la mirada cuando la luz iluminó plenamente mis facciones.
– Tú -dijo por fin. Intentó levantarse pero no le quedaban fuerzas. Sólo alzó la cabeza, hasta que el esfuerzo le resultó excesivo y la dejó caer de nuevo en la nieve. Al mirarlo, vi una larga raja en la pechera de su abrigo, y un brillo húmedo en el interior.
– ¿Quién te ha hecho eso? -pregunté.
Intentó reírse, pero la risa se convirtió en tos y la sangre salió a borbotones de su boca salpicándole los dientes de rojo.
– Un viejo -contestó-. Un puto viejo. Ha salido de la nada, me ha rajado y luego ha liquidado a Contorno antes de que supiésemos siquiera qué estaba pasando. Joder, tío, yo me he echado a correr. A la mierda Contorno. -Intentó mover la cabeza para mirar en dirección al pueblo-. Ahora seguro que anda por ahí, observándonos.
Maybury estaba en calma y nada se movía en la calle, pero Mifflin tenía razón: daba la sensación de que nos vigilaban desde la oscuridad, como si, en lo más hondo de ella, alguien contuviese la respiración y aguardase.
– Pronto llegará ayuda -dije, aunque mientras hablaba no tenía la menor certeza de que las cosas se hubiesen decantado de nuestro lado en la Comisaría de Policía. Afortunadamente contábamos con Louis, pensé, porque de lo contrario ya estaríamos todos muertos-. Te llevaremos a un médico.
Negó con la cabeza una vez.
– No, al médico no -dijo. Me lanzó una mirada iracunda-. Esto termina aquí. ¡Hazlo, joder, hazlo!
– No -susurré-. Ya no más.
Pero Mifflin no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Con la poca fuerza que le quedaba, metió la mano bajo la pechera del abrigo, apretando los dientes por el esfuerzo. Yo reaccioné sin pensármelo dos veces y lo maté allí mismo, pero cuando retiré su mano del interior del abrigo la tenía vacía. ¿Cómo podía ser de otro modo si llevaba sólo una navaja para defenderse?
Y cuando retrocedí, algo pareció titilar en la oscuridad al otro lado de la calle, y enseguida desapareció.
Regresé a la Comisaría de Policía, casi había llegado cuando una silueta apareció a mi derecha. Me volví de inmediato hacia ella, pero una voz dijo:
– Bird, soy yo.
Louis salió de la oscuridad sosteniendo la escopeta contra el pecho como un niño dormido. Tenía la cara salpicada de sangre y el abrigo roto por el hombro izquierdo.
– Se te ha roto el abrigo -dije-. Tu sastre va a derramar unas cuantas lágrimas.
– Da igual. Era de la temporada pasada -respondió Louis-. Con él puesto, me siento como un mendigo. -Se acercó a mí-. No tienes muy buen aspecto.
– ¿Eres consciente de que me han pegado un tiro? -pregunté dolorido.
– Siempre hay alguien disparándote -comentó-. Si no tuvieras a alguien que te disparase, te apalease o te electrocutase, te aburrirías. ¿Crees que puedes tenerte en pie? -El tono de su voz había cambiado y supuse que estaba a punto de darme una mala noticia.
– Adelante.
– Billy Purdue ha desaparecido. Por lo visto, Ressler ha perdido el conocimiento a causa de las heridas y Billy ha tirado de él por la pernera del pantalón hacia la celda mientras Ángel y los otros estaban distraídos. Le ha quitado las llaves del cinturón y ha tomado una escopeta del armero. Luego se ha escapado. Seguramente ha salido de la misma manera que nosotros.
– ¿Qué hacía Ángel? ¿Está bien?
– Sí, Ángel y Walter, los dos. Estaban ayudando a Jennings a reforzar la puerta trasera. Por lo visto, el último hombre de Tony ha hecho un segundo intento después de que nos fuéramos. Billy sólo ha tenido que marcharse.
– Después de despejarle nosotros el camino. -Juré con virulencia y luego le hablé de Mifflin y del muerto en la nieve.
– ¿Caleb? -preguntó Louis.
– El mismo -contesté-. Ha venido a por su hijo y está matando a todo aquel que represente una amenaza para él o para el chico. Mifflin lo ha visto, pero Mifflin está muerto.