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– ¿Lo has matado tú?

– Sí -respondí. Mifflin no me había dejado más alternativa que matarlo, pero había demostrado cierta dignidad en sus últimos momentos-. Debo ir a la casa de Meade Payne.

– Tenemos problemas más inmediatos -dijo Louis.

– Tony Celli.

– Ajá. Esto tiene que acabarse aquí, Bird. Su coche está aparcado a menos de un kilómetro al este, a la entrada del pueblo.

– ¿Cómo lo sabes? -dije cuando nos encaminamos en esa dirección.

– Lo he preguntado.

– Debes de ser muy persuasivo.

– Uso palabras amables.

– Eso, y una escopeta enorme.

Contrajo los labios.

– Una escopeta enorme siempre ayuda.

Al acercarnos, vimos un Lincoln Towncar negro con las luces apagadas en una carretera adyacente. Detrás había otros dos coches, Fords grandes, también con las luces apagadas, y un par de furgonetas negras Chevrolet. Delante del Lincoln, un hombre permanecía de rodillas con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. Antes de aproximarnos más, alguien amartilló un arma a nuestras espaldas y una voz ordenó:

– Tiradlas, chicos. -Obedecimos, pero no nos volvimos-. Ahora seguid adelante.

Se abrió la puerta de uno de los Fords y salió Al Z. Al encenderse la luz interior vi otra silueta, corpulenta y canosa, con gafas de sol y un cigarrillo en la mano. Desapareció de nuevo en la oscuridad cuando Al Z cerró la puerta. Éste se acercó a la figura arrodillada a la vez que otros tres hombres bajaban del segundo Ford y se quedaban de pie a la espera. La figura arrodillada alzó la cabeza, y Tony Celli nos miró con ojos mortecinos.

Al Z, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo gris, nos observó mientras nos aproximábamos. Cuando estábamos a tres metros de Tony Celli, levantó la mano y nos detuvimos. Al Z casi parecía sonreír.

Casi.

– Le pedí que no se metiera en nuestros asuntos -recordó.

– Como ya le dije, mi problema estaba en eso de «nuestros asuntos» -contesté. Sentí que perdía el equilibrio y me obligué a permanecer inmóvil.

– Sus problemas son de oído. Debería haber elegido otro lugar para iniciar su cruzada moral.

Sacó la mano derecha del abrigo y dejó a la vista una Heckler & Koch de nueve milímetros, movió la cabeza un par de veces en un gesto de desesperación, dijo «Jodida gente» en un susurro y con tono airado, y disparó a Tony Celli en la nuca. Tony se desplomó de bruces con el ojo izquierdo todavía abierto y un orificio donde antes tenía el derecho. A continuación se adelantaron dos hombres, uno provisto de un plástico, y envolvieron el cuerpo de Tony Celli antes de trasladarlo al maletero de uno de los coches. Un tercer hombre enguantado revolvió la nieve hasta que encontró la bala, que se guardó en el bolsillo junto con el casquillo y siguió a sus compañeros.

– No tenía a la chica -informó Al Z-. Se lo he preguntado.

– Lo sé -respondí-. Hay otra persona. Ha liquidado a navajazos a dos de los hombres de Tony.

Al Z hizo un gesto de indiferencia. Ahora su principal preocupación era el dinero, no el destino final de quienes habían decidido seguir a Tony Celli.

– Si los cálculos no me fallan, ustedes han liquidado a muchos más -comentó.

No contesté. Si Al Z decidía matarnos por lo que habíamos hecho contra el equipo de Tony el Limpio, no tenía mucho que decir para inducirlo a cambiar de idea.

– Queremos a Billy Purdue -prosiguió-. Entréguenoslo y olvidaremos lo que ha pasado aquí. Olvidaremos que ha matado a hombres a quienes no debería haber matado.

– Usted no quiere a Billy -respondí-. Quiere su dinero, para devolver el que Tony perdió.

Al Z sacó la mano izquierda del abrigo y la movió en un gesto que parecía decir: «Como sea». Por lo que a él se refería, discutir las circunstancias de la recuperación del dinero no era más que un ejercicio de semántica.

– Billy ha desaparecido. Ha aprovechado la confusión para marcharse, pero lo encontraré -aseguré-. Tendrá su dinero, pero no le entregaré a Billy.

Al Z pensó por un momento y miró a la silueta sentada dentro del coche. Él cigarrillo trazó un gesto de desdén, y Al Z se volvió hacia nosotros.

– Le doy veinticuatro horas. Pasado ese tiempo, ni siquiera su amigo aquí presente podrá salvarle.

A continuación regresó al coche. Los hombres que se habían colocado alrededor se dispersaron en los distintos vehículos, y todos se alejaron en la noche, dejando sólo huellas de neumáticos y una mancha de sangre y materia gris en la nieve.

31

La Comisaría de Policía ofrecía el mismo aspecto que si la hubiera atacado un pequeño ejército. Las ventanas delanteras habían quedado hechas añicos en su mayor parte. La puerta estaba acribillada a balazos. Ángel la abrió cuando llegamos, y fragmentos de cristal cayeron al suelo con un tintineo. Walter se hallaba detrás de él. A nuestras espaldas, algunos de los vecinos más osados se acercaban desde el extremo norte del pueblo.

– Ahora iremos a buscar a Caleb -dijo Louis.

Yo negué con la cabeza.

– Pronto vendrán los federales. No quiero que os encuentren a Ángel y a ti cuando lleguen.

– Gilipolleces -dijo Louis.

– No, ni mucho menos, y tú lo sabes. Si os encuentran aquí, no habrá explicación que valga para evitaros las complicaciones. Además, esta parte es un asunto personal…, para mí y para Walter. Por favor, marchaos.

Louis guardó silencio por un momento como si se dispusiera a añadir algo, pero por fin asintió.

– Tonto -llamó-. Nos vamos.

Ángel se reunió con él, y ambos se dirigieron hacia el Mercury. Walter permaneció a mi lado mientras los observábamos alejarse. Calculé que me quedaba alrededor de una hora, quizás una hora y media, antes de desplomarme.

– Creo que sé dónde tienen a Ellen -dije-. ¿Estás listo para ir a por ella?

Asintió.

– Si aún está viva, tendremos que matar para rescatarla.

– Si es necesario… -dijo.

Lo miré. Creo que hablaba en serio.

– Bien. Será mejor que conduzcas tú. Hoy no he tenido un buen día al volante.

Dejamos el coche a unos quinientos metros más allá de la casa de Payne y nos acercamos desde atrás, utilizando los árboles para cubrirnos. Dentro se veían dos luces, una en la parte delantera, la otra en un dormitorio de arriba. Seguían sin apreciarse indicios de vida cuando llegamos al límite de la propiedad, donde había una pequeña choza techada con una lámina de hierro ondulado en estado de lento deterioro. Se advertían pisadas en la nieve que la ventisca no había tapado por completo. Alguien había rondado por allí no hacía mucho, y el motor del camión aparcado a escasa distancia aún estaba caliente.

Nos llegó un olor procedente de la choza, el desolado hedor de carne descompuesta. Me acerqué a la esquina, alargué la mano y descorrí el pasador con cuidado. Produjo un ligero ruido, casi inaudible. Abrí la puerta y el olor se hizo más intenso. Miré a Walter y vi que la esperanza se desvanecía en sus ojos.

– Quédate aquí -dije, y entré.

Dentro el olor era tan intenso que se me saltaron las lágrimas, y noté que empezaba a impregnarme la ropa. En un rincón había un congelador alargado, con orificios de herrumbre en los ángulos del armazón y el cable desenchufado enroscado alrededor de una pata como un rabo. Me cubrí la boca y levanté la tapa.

Contenía un cuerpo aovillado, vestido con un mono azul y descalzo. Tenía una mano a la espalda con los dedos extendidos y descompuestos y la otra oculta bajo el cuerpo, la cara tumefacta y los ojos blancos. Eran los ojos de un viejo. El frío lo había conservado hasta cierto punto y, pese a los estragos que el cuerpo había padecido, lo reconocí: era Meade Fayne, el hombre de la foto del restaurante, el hombre que murió para que Caleb Kyle ocupase su lugar y esperase a Billy Purdue. Bajo el cuerpo, vi una cola y pelo negro: los restos de su perro.