Detrás de mí, oí chirriar la bisagras de la puerta y Walter entró lenta y temerosamente. Siguió la dirección de mi mirada hacia el congelador. No pudo contener una expresión de alivio cuando vio el cadáver del viejo.
– ¿Es el hombre de la foto? -preguntó.
– Entonces Ellen aún está viva.
Asentí pero no dije nada. Existían destinos peores que morir asesinado, y creo que, en algún rincón oscuro e inalcanzable de su mente, Walter lo sabía.
– ¿Por delante o por detrás? -pregunté.
– Por delante -contestó.
Lo seguí afuera y respiré hondo.
– Vamos allá.
La casa despedía un olor acre cuando abrí sigilosamente la puerta trasera y entré en la amplia cocina. Había una mesa de pino con cuatro sillas a juego; la superficie de la mesa estaba cubierta de pan, parte de él pasado desde hacía días, y cartones abiertos de leche que se había agriado a pesar de la baja temperatura ambiente. También vi varios tipos de fiambre, con los bordes abarquillados y endurecidos, y una docena de Big Mouths de Mickey, junto con media botella de whisky barato. En un rincón se alzaba un cubo de basura negro del que provenían los peores olores. Calculé que contenía la comida podrida de más de una semana.
Por la puerta abierta de la cocina vi que Walter entraba en la casa, arrugando la nariz por el olor. Se movió a la derecha, de espaldas a la pared, y recorrió con el arma el comedor, que estaba comunicado con la cocina por una puerta cerrada. Avancé e hice lo mismo en la salita del televisor en el lado izquierdo de la casa. Las dos habitaciones se hallaban salpicadas de bolsas de patatas fritas vacías, botellas y latas de cerveza y alimentos a medio comer en platos sucios. En la salita había también una mochila verde, bien cerrada y lista para partir. Señalé la escalera y Walter subió primero, arrimado a la pared para evitar los crujidos, con el arma en alto sujeta con ambas manos.
En el primer rellano encontramos un cuarto de baño que apestaba a orina y a excrementos, con toallas sucias y húmedas extendidas sobre el váter o apiladas en el suelo junto a la puerta. Dos pasos más allá se encontraba el primer dormitorio, con la cama sin hacer y más comida desperdigada por el suelo y el tocador, pero sin ningún otro indicio de que la hubiesen ocupado recientemente. No contenía ropa ni calzado ni bolsas. Ésta era la habitación con la luz encendida.
Ellen Cole yacía en la cama del segundo dormitorio, atada con cuerdas al armazón. Tenía una venda negra sobre a los ojos, bolas de algodón en los oídos, y la boca tapada con cinta adhesiva, con un pequeño orificio en el centro. Dos mantas cubrían su cuerpo. En una pequeña mesilla de noche había una botella de agua.
Aunque Ellen no se movió cuando entramos en la habitación, pareció percibir nuestra presencia cuando nos acercamos. Walter tendió la mano para tocarla, pero ella se apartó con un gemido de miedo. Retiré las mantas con delicadeza. Estaba en ropa interior, pero en apariencia ilesa. Los dejé allí para ir a registrar el tercer dormitorio. También se hallaba vacío, pero era evidente que alguien había dormido en la cama. Cuando regresé al segundo dormitorio, Walter sostenía tiernamente la cabeza de Ellen mientras le quitaba la venda. Ella parpadeó, entornando los ojos pese a la relativa oscuridad de la habitación. De pronto miró a su padre y se echó a llorar.
– La casa está vacía -dije. Me acerqué a la cama y corté con mi navaja las cuerdas que le sujetaban las manos al tiempo que Walter arrancaba la cinta adhesiva. La estrechó entre sus brazos, y ella lloró apretándose a él. Encontré su ropa amontonada junto a la ventana.
– Ayúdala a vestirse -dije a Walter.
Ellen aún no había hablado, pero mientras su padre le introducía los pies en los vaqueros, yo la tomé de la mano y atraje su atención.
– Ellen, son sólo dos hombres, ¿verdad?
No respondió de inmediato, pero por fin asintió.
– Dos -dijo con la voz forzada por la falta de uso y la garganta seca.
Le di la botella de agua y tomó un breve sorbo con la cañita.
– ¿Te han hecho daño?
Ellen negó con la cabeza y empezó a llorar otra vez. La abracé un momento y me aparté para permitir que Walter le deslizase el jersey por los brazos y lo bajase. Le rodeó los hombros con un brazo y la ayudó a levantarse de la cama, pero a ella le fallaron las piernas.
– No pasa nada, cariño -dijo Walter-. Te llevaremos nosotros.
Cuando nos disponíamos a descender por la escalera, oímos cómo abajo se abría la puerta delantera.
Se me formó un nudo en el estómago. Aguzamos el oído por unos instantes, pero no llegó sonido alguno desde la escalera. Indiqué a Walter que debía dejar a Ellen. Si intentábamos moverla otra vez, alertaríamos a quienquiera que estuviese abajo. La chica dejó escapar un débil gemido cuando él se apartó de ella e intentó retenerlo; pero Walter le besó con delicadeza en la mejilla para tranquilizarla y luego me siguió. La puerta delantera permanecía abierta y la nieve penetraba desde la oscuridad exterior. Cuando nos acercábamos a los últimos peldaños, una sombra se movió en la cocina a mi derecha. Me volví y me llevé un dedo a los labios.
Una figura cruzó la puerta sin mirar hacia nosotros. Era el joven a quien había conocido en mi primera visita a la casa: Caspar, el hombre que, según creía yo, era hijo de Caleb. Tragué saliva y avancé levantando la mano para indicar a Walter que debía quedarse cerca de la puerta. Conté hasta tres y entré en la cocina con la pistola en alto y apuntando a la izquierda.
La cocina estaba vacía, pero ahora la puerta que comunicaba con el comedor se encontraba abierta. Retrocedí de un salto para prevenir a Walter, justo a tiempo de ver cómo una sombra se deslizaba detrás de él y una navaja brillaba en la penumbra. Walter advirtió mi expresión, y empezó a moverse cuando la navaja cayó y le hirió en el hombro izquierdo. Walter arqueó la espalda y contrajo los labios en una mueca de dolor. Cruzando el arma por delante del cuerpo, disparó por debajo del brazo izquierdo, pero la navaja se elevó y lo hirió de nuevo, esta vez en un movimiento descendente a lo largo de la espalda. Caspar empujó a Walter con fuerza desde atrás, y la cabeza de éste chocó ruidosamente contra el extremo de la barandilla. Cayó de manos y rodillas, con el rostro bañado en sangre y una expresión de aturdimiento en los ojos. El joven se volvió hacia mí, sujetando la navaja con la hoja hacia abajo en la mano derecha. Tenía una herida de bala en la cadera, que teñía sus mugrientos chinos de un rojo intenso, pero no parecía sentir el dolor. Se encogió por un instante y se abalanzó hacia mí con la boca abierta, enseñando los dientes y con la navaja lista.
Le disparé en el pechó mientras corría. Se detuvo en seco y se tambaleó. Se llevó una mano a la herida y se examinó la sangre, como si sólo en ese momento creyese realmente que le habían disparado. Me miró otra vez, ladeó la cabeza e hizo ademán de venir hacia mí. Le descerrajé un segundo tiro. Esta vez la bala le traspasó el corazón. Cayó de espaldas en el suelo desnudo y su cabeza fue a parar cerca de donde estaba Walter intentando levantarse. Creo que ya había muerto cuando tocó el suelo. Arriba, oí gritar a Ellen «Papá» y la vi aparecer en lo alto de la escalera arrastrándose hacia él.
El grito de Ellen me salvó la vida. Cuando me volví para mirarla, oí un silbido a mis espaldas y vi moverse una sombra en el suelo ante mí. Algo me golpeó de refilón dolorosamente el hombro, y no me dio en la cabeza por escasos centímetros. A continuación pasó junto a mí el extremo metálico de una pala. Agarré el mango de madera con la mano izquierda a la vez que golpeaba con la derecha. Sentí el impacto contra una mandíbula y utilicé el impulso de la pala para tirar del hombre que tenía detrás y arrastrarlo hacia delante, al tiempo que le hacía la zancadilla con el pie derecho. Tropezó y cayó de rodillas. Permaneció a cuatro patas en el suelo por unos segundos. Luego se puso en pie y se volvió hacia mí, enmarcado por la puerta abierta y el fondo oscuro de la noche.