Y supe por fin que aquél era Caleb Kyle. Ya no fingía ser un hombre artrítico y encorvado, sino que se mostraba erguido cuan alto era, sus miembros delgados y fibrosos enfundados en un pantalón vaquero y una camisa azul. Era viejo, pero intuí su fuerza, su rabia, su capacidad de causar dolor, casi como algo físico. Parecía irradiar de él igual que si fuera calor, y la pistola se estremeció en mi mano por el impacto. Tenía una mirada feroz y un brillo rojo y profundo ardía en sus ojos. Instintivamente me acordé de Billy Purdue. Pensé también en las jóvenes colgadas del árbol y en el dolor que debían de haber padecido a manos de aquel hombre, y pensé en mi abuelo obsesionado para siempre por sus pesadillas con aquel hombre. Fuese cual fuese la magnitud del dolor que Caleb había padecido, lo había devuelto multiplicado por cien al mundo que lo rodeaba.
Caleb miró a su hijo muerto tendido a sus pies y luego me miró a mí, y la intensidad de su odio me hizo tambalear. En sus ojos resplandeció una inteligencia malévola y profunda. Nos había manipulado a todos, escapándose para que no lo capturaran durante décadas, y casi lo había conseguido otra vez, pero le había costado la vida de su hijo. Pasara lo que pasase a partir de ese momento, se había hecho cierto grado de justicia con las chicas que había dejado colgadas en el árbol, y con Judith Mundy, que había muerto maltratada y sola en algún lugar de los Grandes Bosques del Norte.
– No -dijo Caleb-. No.
Sólo entonces empecé a comprender su desesperado deseo de engendrar un hijo. Creo que si Judith Mundy hubiese dado a luz a una niña, el odio hubiese inducido a Caleb a matar a la criatura e intentarlo otra vez para tener un hijo varón. Quería lo que querían tantos hombres: ver su propia réplica en la tierra, ver sobrevivir después de ellos a lo mejor de sí mismos. Excepto que, en el caso de Caleb, aquello que deseaba que continuase era perverso y brutal, y habría consumido vidas tal como había hecho antes su padre. Caleb dio un paso al frente y amartillé la pistola.
– Atrás -dije-. Mantenga las manos donde pueda verlas.
Negó con la cabeza, pero retrocedió unos pasos y separó las manos del cuerpo. No me miró a mí, sino que fijó la vista en su hijo muerto. Me acerqué a Walter, que, con sangre en la cara, había conseguido sentarse, apoyando el hombro derecho herido contra la pared. Sostenía la pistola débilmente en la mano derecha, pero era incapaz de concentrar la atención y su dolor era intenso y evidente. Yo mismo no me encontraba en mi mejor momento. Ellen estaba ya a media escalera, pero levanté la mano y le indiqué que se mantuviera alejada. No la quería cerca de aquel hombre. Ella se detuvo, pero seguí oyendo su llanto.
Frente a mí, Caleb volvió a hablar.
– Morirá por esto -prorrumpió, y escupió. Ahora dirigía a mí toda su atención-. Lo destrozaré con mis propias manos, luego me follaré a esa puta hasta matarla y dejaré el cuerpo en el bosque para que se lo coman los animales durante el invierno.
No respondí a su provocación.
– Siga retrocediendo, viejo -ordené. No quería estar con él en un espacio cerrado; ni en la entrada de la casa, ni en el porche. Era peligroso. Yo lo sabía, aun con el arma en la mano. Volvió a retroceder y descendió lentamente los peldaños hasta llegar al jardín. La nieve le caía sobre su cabeza descubierta y los brazos extendidos y lo envolvió el ligero resplandor dorado procedente de la habitación delantera. Tenía las manos a los lados, a cincuenta centímetros del cuerpo, y vi que la culata de una pistola asomaba por encima de la cintura de sus pantalones.
– Dése la vuelta -indiqué.
No se movió.
– Dése la vuelta o le dispararé en las piernas.
No podía matarlo, todavía no. Me lanzó una mirada iracunda y se volvió hacia la derecha.
– Con el pulgar y el índice, coja la pistola por la culata y tírela al suelo.
Obedeció, arrojando el arma entre unos rosales podados junto al porche.
– Ahora vuélvase otra vez.
Se volvió.
– Es usted, ¿verdad? -dije-. ¿Usted es Caleb Kyle?
Esbozó una sonrisa fría y gris, como una plaga para los organismos vivos que lo rodeaban.
– Eso es sólo un nombre, muchacho. Caleb Kyle es tan bueno como cualquier otro. -Escupió otra vez-. ¿Aún tienes miedo?
– Es usted un viejo -contesté-. Es usted quien debería tener miedo. Este mundo lo juzgará con severidad, pero no con tanta como el otro mundo.
Abrió la boca y la saliva produjo un chasquido tras sus dientes.
– Tu abuelo también me tenía miedo -dijo-. Eres idéntico a él. Salta a la vista que tienes miedo.
No contesté. En lugar de eso señalé con la cabeza en dirección al muerto que yacía en el suelo a mis espaldas.
– En cuanto a su hijo muerto, ¿era Judith Mundy la madre?
Me enseñó los dientes e hizo ademán de acercarse. Disparé contra el suelo frente a él. La bala levantó un remolino de tierra y nieve, y él se detuvo.
– No se mueva -dije-. Contésteme: ¿secuestró a Judith Mundy?
– Te juro que he de verte muerto -musitó entre dientes. Miró por encima de mí hacia donde yacía su hijo, con los músculos de la mandíbula tensos de tanto como apretaba los dientes para contener el dolor. Con los tendones del cuello sobresaliendo como cables y los dientes largos y amarillos, parecía un demonio ancestral y extraño-. Me la llevé para criar cuando pensé que había perdido a mi otro hijo, que lo había perdido por el desagüe de un retrete.
– ¿Está muerta?
– No creo que eso sea asunto tuyo, pero murió desangrada después de tener al niño. La dejé desangrarse. De todos modos, no servía para nada.
– Y ahora ha decidido volver.
– He vuelto a por mi hijo, el hijo que creía haber perdido, el hijo que aquella zorra me quitó, el hijo que todas aquellas zorras y aquellos hijos de puta me quitaron.
– Y usted los ha matado a todos.
Asintió con orgullo.
– A todos los que he encontrado.
– ¿Y a Gary Chute, el hombre de la compañía maderera?
– No tenía nada que hacer allí -contestó-. No perdono a quienes se cruzan en mi camino.
– ¿Y a su propio nieto?
Parpadeó y en sus ojos se advirtió algo cercano al pesar.
– Fue un error. Se entrometió. -A continuación añadió-: Era un niño enfermizo. En todo caso no habría sobrevivido, no en el lugar adonde íbamos.
– No tiene ningún sitio adonde ir, viejo. Están recuperando el bosque. No puede matar a todos los que entren allí.
– Conozco ciertos lugares. Siempre hay lugares adonde uno puede acudir.
– No, ya no. Para usted sólo hay un lugar adonde ir.
A mis espaldas oí un movimiento en la escalera. Ellen no me había hecho caso y estaba con Walter. Supongo que me lo esperaba.
Caleb la miró por encima de mi hombro.
– ¿Es hija tuya?
– No.
– Mierda -dijo arrastrando las palabras-. Te vi, y vi a tu abuelo en ti, pero debió de engañarme la vista cuando creí verte a ti en ella.
– ¿Y también tenía intención de hacerla «criar»?
Negó con la cabeza.
– Era para mi hijo. Para mis dos hijos. Vete a la mierda. Vete a la mierda por lo que le has hecho a mi hijo.
– No -dije-. Váyase usted al infierno.
Levanté la pistola y le apunté a la cabeza.
Detrás de mí oí gemir a Walter, y a Ellen que gritaba «¡Bird!» con su voz extraña y cascada. Algo frío me tocó la nuca. La voz de Billy Purdue dijo:
– Si aprietas el gatillo, será lo último que hagas.
Vacilé un instante y por fin distendí el dedo del gatillo y lo retiré de la guarda, a la vez que levantaba la pistola para que viese que lo había hecho.
– Ya sabes lo que tienes que hacer con eso -dijo. Puse el seguro y lancé la pistola al porche-. De rodillas -me ordenó.