El dolor del costado era casi insoportable, pero me arrodillé y él se colocó frente a mí, con la pistola de Walter al cinto y una escopeta Remington en las manos. Retrocedió para tenernos a los dos a la vista.
Caleb Kyle lo miró con admiración. Después de todo lo ocurrido, después de todo lo que había hecho, su hijo había vuelto a él.
– Mátalo, hijo -dijo Caleb-. Ha matado a tu hermanastro; pégale un tiro como a un perro. Él era de tu familia, la sangre llama a la sangre.
El rostro de Billy era una maraña de confusión y emociones encontradas. Dirigió la escopeta hacia mí.
– ¿Es eso verdad? ¿Era de mi familia? -preguntó, adoptando inconscientemente las palabras del viejo.
No contesté. Las aletas de su nariz se dilataron y me asestó un culatazo de refilón en la cabeza. Caí de bruces y oí reír a Caleb frente a mí.
– Así se hace, hijo; mata a ese hijo de puta. -Su risa se apagó, y, pese a mi aturdimiento, vi que avanzaba un paso-. He vuelto a por ti, hijo. Tu hermano y yo hemos vuelto para buscarte. Nos enteramos de que nos buscabas. Nos enteramos por aquel hombre que contrataste para encontrarme. Tu madre te escondió de mí, pero yo he vuelto a buscarte, y ahora el cordero extraviado ha aparecido.
– ¿Usted? -dijo Billy con un susurro de perplejidad que nunca había oído en él-. ¿Usted es mi padre?
– Soy tu padre -dijo Caleb y sonrió-. Ahora liquídalo por lo que le ha hecho a tu hermano, el hermano a quien nunca conocerás. Mátalo por lo que le ha hecho a Caspar.
Me levanté parcialmente, apoyándome en las rodillas y en los nudillos, y hablé:
– Pregúntale qué ha hecho él, Billy. Pregúntale que le pasó a Rita y a Donald.
Los ojos de Caleb Kyle se encendieron y la saliva salió disparada de su boca.
– Cállate. Tus mentiras no van a apartarme de mi hijo.
– Pregúntaselo, Billy. Pregúntale dónde está Meade Payne. Pregúntale cómo murió Cheryl Lansing, y cómo murieron su nuera y sus nietas. Pregúntaselo, Billy.
Caleb saltó a los peldaños y me asestó un puntapié en la boca. Sentí que se me rompían los dientes y la boca se me llenaba de sangre y dolor. Vi venir el pie otra vez.
– Alto -dijo Billy-. Alto. Déjelo.
Levanté la vista y el dolor en la boca no fue nada en comparación con el sufrimiento que se reflejó en el rostro de Billy Purdue. Una vida entera de dolor ardía en sus ojos, una vida entera de abandono, de pérdida, de lucha contra un mundo que al final siempre iba a vencerlo, de intentar vivir una vida sin pasado y sin futuro, con sólo un presente doloroso y agotador. Acababa de descorrerse un velo, ofreciéndole un vislumbre de lo que podría haber sido, de lo que aún podía ser. Su padre había vuelto a por él, todo lo que había hecho, todo el sufrimiento que ese hombre había infligido, lo había hecho por amor a su hijo.
– Mátalo, Billy, y terminemos de una vez -dijo Caleb.
Pero Billy no se movió, no nos miró a ninguno de los dos, sino que mantuvo la vista fija en un punto muy dentro de él, donde todo lo que había temido siempre y todo lo que había deseado siempre ser, se entrelazaba y enroscaba.
– Mátalo -repitió entre dientes el viejo, y Billy levantó la escopeta-. Haz lo que te digo, muchacho. Escúchame. Soy tu padre.
Y en los ojos de Billy Purdue algo se murió.
– No -dijo-. Usted no es nada para mí.
La escopeta rugió y el cañón se estremeció entre sus manos. Caleb Kyle se arqueó y retrocedió a trompicones como si acabase de recibir un golpe brutal en la boca del estómago, sólo que ahora había allí una mancha oscura, cada vez más extensa, en la que las vísceras brillaban y los intestinos asomaban como cabezas de hiedra. Cayó de espaldas, con las manos levantadas para intentar cubrir el agujero en el centro de su cuerpo, y a continuación, lenta y agónicamente, se puso de rodillas y miró con fijeza a Billy
Purdue. Tenía la boca abierta y la sangre le manaba a borbotones entre los labios. La cara se le llenó de dolor e incomprensión. Después de todo lo que había hecho, después de todo lo que había soportado, su propio hijo se había vuelto contra él.
Oí a Billy recargar el arma, vi los ojos desorbitados de Caleb Kyle, y acto seguido su rostro desapareció y una mano roja y caliente oscureció mi visión, con la luz del invierno vacilando en ella como los pensamientos en la mente de Dios.
Se oyeron sirenas procedentes de Dark Hollow, su ulular trasmitido a través del aire frío como los aullidos de animales heridos. Eran las 00:05 horas del 12 de diciembre.
Mi mujer y mi hija llevaban muertas exactamente un año.
Epílogo
Es 20 de diciembre y pronto llegará Navidad. Scarborough es un lugar de campos que parecen bolas de helado y árboles cubiertos de azúcar glas, con luces de colores en las ventanas de las casas y coronas de acebo en las puertas. He cortado un abeto en el jardín, uno de los que plantó mi abuelo el año que murió, y lo he colocado en la sala de la entrada de la casa. Lo adornaré con pequeñas luces blancas en Nochebuena, en recuerdo de mi hija, para que si está mirando desde la oscuridad entre los árboles vea las luces y sepa que pienso en ella.
En la repisa de la chimenea hay una postal de Walter y Lee y una cajita de Ellen envuelta con papel para regalo. Al lado hay una postal de la República Dominicana, sin firmar pero con un mensaje escrito por dos manos distintas: «Esta comunicación del yo de un hombre a sus amigos tiene dos efectos contrarios, ya que redobla el júbilo y reduce el dolor a la mitad». La cita no lleva el nombre del autor. Los telefonearé cuando vuelvan, cuando empiece a remitir el interés por los acontecimientos que tuvieron lugar en Dark Hollow.
Finalmente hay una tarjeta. Reconocí la caligrafía del sobre cuando llegó y sentí una punzada en el corazón al abrirlo. El mensaje sólo decía: «Llámame cuando puedas». Debajo había escrito su número de teléfono particular y el número de casa de sus padres. Lo había firmado. «Con cariño, Rachel.»
Sentado junto a la ventana, vuelvo a pensar en los muertos de este invierno, y en Willeford. Lo habían encontrado dos días antes, y la noticia de su pérdida me produjo un dolor intenso y brutal. Durante un tiempo, después de su desaparición, medio sospeché del viejo detective. Había sido injusto con él, y creo que, en cierto modo, su muerte fue culpa mía. Habían enterrado el cuerpo en una tumba poco profunda al fondo de su jardín. Según Ellis Howard, había sido torturado antes de morir, pero no tenían el menor indicio de quién podía ser el autor. Podría haber sido Stritch, pensé, o podría haber sido alguno de los hombres de Tony Celli, pero en el fondo creo que murió por decisión del viejo, de Caleb Kyle, y que quizá fue su hijo, Caspar, quien lo mató.
El nombre de Willeford se había vinculado a la búsqueda de los padres de Billy Purdue. Fue al número de Willeford al que la anciana, la señora Schneider, telefoneó. Si ella podía encontrarlo, también podía Caleb, y Caleb habría deseado saber todo lo que sabía Willeford. Confiaba en que el alcohol hubiese aliviado el dolor y le hubiese permitido vencer el miedo cuando se acercaba el final. Esperaba que hubiese contado cuanto sabía lo más deprisa posible, pero sabía que seguramente ésa era una falsa esperanza. En Willeford había algo del honor de antes, del valor de antes. No habría entregado a Billy tan fácilmente. Me lo imaginé sentado en el Sail Loft, con su whisky y su cerveza delante, un viejo a la deriva en el presente. Él pensaba que era el progreso lo que precipitaría su final, no un demonio del pasado que él mismo había despertado al hacer un favor a un joven perdido y apesadumbrado.
Y me acuerdo de Ricky, y del chirrido del maletero al abrirse, y de su cuerpo hecho un ovillo junto a la rueda de recambio, y de cómo intentó salvar a Ellen en los momentos previos a su muerte. Le deseo paz.
Lorna Jennings había abandonado Dark Hollow y a Rand. Me telefoneó para decirme que se iba a Illinois a pasar las Navidades con sus padres antes de buscar un nuevo lugar donde vivir. El contestador grabó el mensaje pese a que yo estaba en casa cuando llamó y oí su voz sobre el suave susurro de la cinta. No contesté. Mejor así, pensé.