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Y el hombre conocido como Caleb Kyle fue enterrado en una fosa común al norte de un cementerio de las afueras de Augusta, junto con el muchacho llamado Caspar, y se pronunciaron oraciones por sus almas. Unos días después se vio a un hombre ante la tumba, un hombre corpulento con dolor en la mirada. De pie en la nieve, contempló el contorno de la tierra recién removida. A su izquierda, el sol se apagaba en el cielo y dejaba haces de luz rojiza en las nubes. El hombre llevaba una pequeña mochila a la espalda, y una hoja de papel con la fecha de su comparecencia ante el tribunal escrita por su fiador. No comparecería, y el fiador era consciente de ello. Parte del dinero de Al Z había comprado su complicidad y su silencio. Al Z podía asumir la pérdida, pensé.

Era el segundo cementerio que Billy Purdue visitaba ese día, y nunca más lo verían en él. Nunca más se vería a Billy Purdue en ninguna parte. Desaparecería y nadie encontraría su rastro.

Pero creo que yo sabía adónde iba Billy.

Iba al norte.

Dos días después del aniversario asistí a misa en San Maximilian Kolbe y escuché mientras leían los nombres de Susan y Jennifer Parker desde el altar. Al día siguiente, el 15, visité la tumba. Había flores recién puestas; de los padres de Susan, supuse. No habíamos hablado desde su muerte, y creo que aún me culpaban de lo ocurrido. Yo también me culpaba, pero intentaba reparar el daño. Era lo único que podía hacer. Era lo único que todos nosotros podíamos hacer.

La noche del día 15 vinieron a verme. Me despertó el ruido que hacían en el bosque, sonidos que no eran sonidos, sino la lenta unión de mundos dentro de otros mundos, y salí al porche y me quedé allí, pero no descendí hacia ellas.

Entre las sombras, detrás de los árboles, se movía una multitud de figuras. Al principio podría haberlo tomado por cambios de luz causados por el viento que agitaba las ramas, manos y rostros fruto de la imaginación, ya que permanecieron en silencio cuando se acercaron a mí para que prestara testimonio. Eran muchachas, y sus vestidos, antes rotos y manchados de sangre y polvo, estaban ahora intactos y resplandecían desde el interior, adhiriéndose a vientres que podrían, en otro tiempo muy lejano, haber inducido a los hombres a volverse en los asientos de sus coches de vivo color rojo, a silbarles desde los compartimentos de vinilo de los bares, a inclinarse hacia ellas y susurrarles, a cortarles en broma la huida mientras se deleitaban con la luz de sus ojos. La luna iluminaba la suave piel de sus brazos, el delicado movimiento de su pelo, el tenue resplandor de sus labios; las muchachas con sus vestidos de verano, congregadas en la nieve recién caída.

Y más allá, detrás de ellas, se reunían otras: ancianas y ancianos, sus camisones ondeando como mariposas nocturnas, sus pantalones de peto sucios pintarrajeados de motas y pinceladas de esmalte, sus manos nudosas surcadas por gruesas venas como las raíces de los árboles que se aferraban a la tierra bajo sus pies. Los hombres jóvenes estaban algo apartados de ellos, agarrando de la mano a sus mujeres; había maridos y esposas, y jóvenes amantes, en otro tiempo violentamente separados, ahora juntos de nuevo. Los niños se movían entre sus piernas, solemnes y alertas, avanzando con cuidado hacia la linde del bosque; niños con los huesos de los dedos rotos ahora milagrosamente curados, niños que habían sido desgarrados en sótanos oscuros y llenos de dolor ahora hermosos de nuevo, con la mirada viva e inteligente en la oscuridad del invierno.

Toda una multitud de muertos congregados ante mí, extendiéndose hacia lo lejos en las sombras, hacia el pasado. Me observaban sin hablar, y me invadió una especie de paz, como si la mano de una mujer joven me hubiese tocado suavemente en la noche, susurrándome que debía dormir.

Por ahora.

Y junto a la barandilla, allí donde el viejo se sentaba con su perro, donde mi madre se había apoyado, todavía bella a pesar de la edad, permanecí inmóvil y sentí sus miradas en mí. Una mano pequeña agarró la mía, y cuando bajé la vista, casi la vi, radiante y nueva, una niña preciosa mostrándose en la tenue luminosidad de la nieve.

Y una mano me acarició la mejilla y unos labios suaves se unieron a los míos, y entonces oí que decía:

Duerme.

Y dormí.

John Connolly

***