– ¿Qué están haciendo? -grita Art-. Está intentando…
El estruendo de los fusiles ahoga su voz.
Güero está agachado en el suelo del coche, con las manos sobre los oídos porque el ruido es increíble. La sangre del viejo cae como lluvia suave sobre sus manos, la cara, la espalda. Pese al ruido de los fusiles, consigue oír los chillidos de don Pedro.
Como una vieja que ahuyentara a un perro del corral.
Un sonido de su infancia.
Enmudece por fin.
Güero espera a que transcurran diez largos segundos de silencio antes de osar levantarse.
Cuando lo hace, ve que los policías salen de los arbustos. Detrás de él, los cinco sicarios de don Pedro están muertos, y brota sangre de los agujeros que las balas han abierto en la carrocería del coche, como agua de un bajante.
Y a su lado, don Pedro.
El patrón tiene la boca y un ojo abiertos.
El otro ojo ha desaparecido.
Su cuerpo parece uno de esos rompecabezas baratos, en los que tratas de colocar las bolitas en los agujeros, salvo porque hay muchísimos agujeros.Y el viejo está cubierto por una capa de cristales astillados del parabrisas, como azúcar hilado que cubriera al novio en la tarta de una boda de lujo.
Güero piensa por un momento en lo mucho que se enfadaría don Pedro si viera los daños causados en su Mercedes.
El coche está para el desguace.
Art abre la puerta del coche, y el cadáver del viejo se desploma fuera.
Se queda asombrado al comprobar que el pecho del anciano todavía se mueve. Si pudiéramos evacuarle por aire, piensa Art, tal vez exista una posibilidad de…
Tío se acerca, contempla el cuerpo y dice:
– Alto o disparo.
Saca una 45 de su funda, apunta a la nuca del viejo patrón y aprieta el gatillo.
El cuello de don Pedro se agita bruscamente, y vuelve a caer al suelo.
Tío mira a Art, y dice: -Quiso sacar la pistola. Art no contesta.
– Quiso sacar la pistola -repite Tío-.Todos lo hicieron.
Art contempla los cuerpos diseminados por el suelo. Las tropas de la DFS están recogiendo las armas de los muertos y disparándolas al aire. Destellos rojos brotan de los cañones de las pistolas.
Esto no ha sido una detención, piensa Art, sino una ejecución.
El larguirucho conductor rubio sale arrastrándose del coche, con las rodillas apoyadas en el suelo empapado de sangre, y levanta las manos. Está temblando. Art no sabe si de miedo, de frío, o de ambas cosas. Tú también estarías temblando, se dice, si supieras que estás a punto de ser ejecutado.
Basta de una puta vez.
Art se dispone a interponerse entre Tío y el chaval arrodillado.
– Tío…
– Levántate, Güero -dice Tío.
El chico se pone en pie, tembloroso.
– Dios le bendiga, patrón.
Patrón.
Entonces, Art comprende: esto no es una detención ni una ejecución.
Es un asesinato.
Mira a Tío, que ha enfundado la pistola y está encendiendo uno de sus delgados puros negros. Tío alza la vista, y advierte que Art le está mirando; señala con un movimiento de la mandíbula el cadáver de don Pedro, y dice:
– Ya tienes lo que querías.
– Y tú también.
– Pues… -Tío se encoge de hombros-. Recoge tu trofeo.
Art vuelve hacia su jeep y saca su poncho. Regresa y envuelve con cuidado el cuerpo de don Pedro, y después lo alza en brazos. Es como si el viejo no pesara nada.
Art lo carga hasta el jeep y lo deposita sobre el asiento trasero.
Se marcha a dejar el trofeo en el campamento base.
Cóndor, Fénix, ¿cuál es la diferencia?
El infierno es el infierno, lo llames como lo llames.
Una pesadilla despierta a Adán Barrera.
Un bajo rítmico, atronador.
Sale corriendo de la cabaña y ve gigantescas libélulas en el cielo. Parpadea, y se convierten en helicópteros.
Descienden en picado como buitres.
Entonces oye gritos, el sonido de camiones y caballos. Soldados que corren, armas que disparan. Agarra a un campesino y ordena «¡Escóndeme!», y el hombre le conduce al interior de una cabana, donde Adán se esconde debajo de la cama hasta que el techo de paja estalla en llamas, sale corriendo y se topa con las bayonetas de los soldados.
Un desastre. ¿Qué cono está pasando?
Y su tío, su tío se pondrá furioso. Les había dicho que se marcharan una semana, que se quedaran en Tijuana, o incluso en San Diego, en cualquier lugar excepto aquí. Pero su hermano Raúl tenía que ver a esa chica de Badiraguato que le tiene loco, iba a celebrarse una fiesta, y Adán tenía que acompañarle. Y ahora, Raúl está Dios sabe dónde, piensa Adán, y yo tengo bayonetas apuntándome al pecho.
Tío ha criado a los dos chicos desde que su padre murió, cuando Adán tenía cuatro años. Tío Ángel apenas era un muchacho en aquella época, pero aceptó la responsabilidad como un adulto, llevó dinero al hogar, les habló a los niños como un padre, se encargó de que se portaran como es debido.
El nivel de vida de la familia aumentó a medida que Tío iba ascendiendo en el cuerpo, y cuando Adán era un adolescente ya llevaban un estilo de vida de clase media. Al contrario que los gomeros rurales, los hermanos Barrera eran chicos de ciudad. Vivían en Culiacán, iban a un colegio de la localidad, asistían a fiestas en los chalets de la ciudad, a fiestas en la playa de Mazatlán. Pasaban parte de los cálidos veranos en la hacienda de Tío, respirando el aire fresco de las montañas de Badiraguato, jugando con los hijos de los campesinos.
Los días de la infancia en Badiraguato fueron idílicos: iban en bicicleta a los lagos de las montañas, saltaban desde las paredes rocosas de las canteras para zambullirse en las profundas aguas esmeralda de las canteras, pasaban el tiempo en el amplio porche de la casa, mientras una docena de tías les mimaban y preparaban tortillas, albóndigas y el postre favorito de Adán, flan casero cubierto con una gruesa capa de caramelo.
Adán llegó a querer a los campesinos.
Se convirtieron en una numerosa y cariñosa familia para él. Su madre se había mostrado distante desde la muerte de su padre, y su tío era todo negocios y seriedad. Pero los campesinos poseían toda la calidez del sol del verano.
Tal como predicaba el cura de su infancia, el padre Juan, «Cristo está del lado de los pobres».
Trabajan tanto, observaba el joven Adán, en los campos, en las cocinas y en las lavanderías, y tienen tantos hijos, pero cuando los adultos vuelven del trabajo, siempre da la impresión de que tienen tiempo para abrazar a los niños, hacerles saltar sobre las rodillas, jugar y bromear.
A Adán le gustaban las noches de verano más que cualquier cosa, cuando las familias se reunían, las mujeres cocinaban, los niños correteaban de un lado a otro, y los hombres bebían cerveza fría, bromeaban y hablaban de las cosechas, el tiempo, el ganado. Después, todos se sentaban y cenaban juntos en largas mesas bajo antiguos robles, y enmudecían cuando la gente se dedicaba al muy serio asunto de comer. Después, una vez saciada el hambre, las conversaciones volvían a iniciarse, las bromas, las tomaduras de pelo familiares, las carcajadas. Después, cuando el largo día veraniego daba paso a la noche y el aire se enfriaba, Adán se sentaba lo más cerca posible de las sillas libres que luego se ocuparían cuando los hombres volvieran con sus guitarras. Después se sentaba, literalmente, a los pies de los hombres mientras cantaban la tambora, escuchaba fascinado las canciones sobre gomeros, bandidos y revolucionarios, los héroes de Sinaloa, que eran las leyendas de su infancia.
Y al cabo de un rato, los hombres se cansaban, hablaban de que el sol saldría temprano, las tías volvían con Adán y Raúl a la hacienda, donde dormían en literas, en el balcón protegido con telas mosquiteras, sobre las sábanas que las tías habían rociado con agua fresca.