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– Traficante de mierda -dice-. Crees que todo el mundo está en venta, ¿verdad? Bien, voy a decirte algo, pedazo de mierda: no puedes comprarme. No estoy en venta. No hay nada que negociar. Vas a decirme lo que quiero saber, así de sencillo.

Entonces, Adán se oye decir algo muy estúpido.

– Comemierda.

Navarres pierde los papeles.

– ¿Debería comer mierda? -grita-. ¿Debería comer mierda? Traedle aquí.

Levantan a Adán, le sacan de la tienda y le arrastran hasta las letrinas, un hediondo agujero con el asiento de un váter antiguo encima. Lleno casi hasta el borde de mierda, pedazos de papel de váter, orines, moscas…

Los federales levantan a Adán, que se revuelve, y sostienen su cabeza sobre el agujero.

– ¿Debería comer mierda? -chilla Navarres-. ¡Tú sí que comerás mierda!

Bajan a Adán hasta sumergir por completo su cabeza en la mierda.

Intenta contener el aliento. Se retuerce, se revuelve, intenta contener de nuevo el aliento, pero al final tiene que respirar en la mierda. Le sacan.

Adán tose y expulsa la mierda de su boca.

Aspira una bocanada de aire cuando vuelven a bajarle.

Cierra los ojos y la boca con fuerza, jura que morirá antes que tragar mierda de nuevo, pero sus pulmones no tardan en reclamar aire, su cerebro amenaza con estallar, abre la boca de nuevo, se ahoga con la mierda, y entonces le levantan y arrojan al suelo.

– Bien, ¿quién va a comer mierda?

– Yo.

– Limpiadle.

El chorro de agua de la manguera duele, pero Adán se siente agradecido. Está a cuatro patas, presa de náuseas y vomitando, pero la sensación del agua es maravillosa.

Una vez restablecido el orgullo de Navarres, se inclina sobre Adán casi como un padre.

– ¿Y ahora… dónde está don Pedro?

– No… lo… sé -grita Adán.

Navarres sacude la cabeza.

– Llevaos al otro -ordena a sus hombres. Unos momentos después, los federales salen de la tienda arrastrando al campesino. Tiene los pantalones blancos manchados de sangre y rotos. La pierna izquierda se arrastra en un ángulo imposible, y un fragmento puntiagudo de hueso asoma de la carne.

Adán lo ve y vuelve a vomitar,

Vuelve a sentir náuseas cuando empiezan a arrastrarle hasta un helicóptero.

Art aprieta un pañuelo contra su boca.

El humo y la ceniza le están afectando, le escuecen los ojos, se le meten en la boca. Dios sabe qué mierda tóxica están absorbiendo mis pulmones, piensa.

Llega a una aldea situada en una curva de la carretera. Los campesinos se hallan parados al otro lado de la carretera y contemplan a los soldados, preparados para prender fuego a los techos de paja de sus casitas. Soldados jóvenes y nerviosos impiden que intenten recuperar sus pertenencias de las casas en llamas.

Entonces Art ve a un lunático.

Un hombre alto y corpulento, con la cabeza cubierta de pelo blanco, sin afeitar, con barba blanca de varios días, una camisa de algodón sobre unos téjanos y zapatillas de tenis, sostiene un crucifijo de madera delante de él como un mal actor en una película de vampiros de serie B. Se abre paso entre la multitud de campesinos y deja atrás a los soldados.

Los soldados también deben de pensar que está loco, porque se apartan y le dejan pasar. Art ve que el hombre cruza la carretera y se interpone entre dos soldados provistos de antorchas y una casa.

– ¡En el nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, os prohíbo hacer esto! -grita el hombre.

Será el tío chiflado de alguien, piensa Art, alguien a quien tienen recluido en casa, y que ha aprovechado el caos para escapar y -ahora vaga por ahí, dando rienda suelta a su complejo de mesías. Los dos soldados miran al hombre sin saber qué hacer.

El sargento se lo dice. Se acerca y grita que dejen de mirar como si estuvieran fregados y prendan fuego a la casa chingada. Los soldados intentan esquivar al hombre, pero este se mueve para impedirles el paso.

Se mueve rápido para estar tan gordo, piensa Art.

El sargento toma su rifle y levanta la culata hacia el loco, como con la intención de partirle el cráneo, pero el desconocido no se mueve.

El lunático no se mueve. Se queda quieto, invocando el nombre de Dios.

Art suspira, para el jeep y baja.

Sabe que no tiene que entrometerse, pero no puede permitir que le partan la cabeza a un chiflado sin intentar impedirlo. Se acerca al sargento, le dice que él se ocupará del asunto, agarra al lunático por el codo y trata de alejarle.

– Vamos, viejo -dice Art-.Jesús me ha dicho que quiere verte al otro lado de la carretera.

– ¿De veras? -contesta el hombre- Porque Jesús me ha dicho que te vayas a tomar por el culo.

El hombre le mira con unos ojos grises asombrosos. Art los mira y comprende al instante que ese tipo no está como una regadera, sino que se trata de algo diferente por completo. A veces ves los ojos de una persona y sabes, sin más, que la hora de las gilipolleces ha terminado.

Estos ojos han visto cosas, y no se han estremecido ni inmutado.

El hombre mira las letras DEA en la gorra de Art.

– ¿Orgulloso de ti mismo? -pregunta.

– Solo estoy haciendo mi trabajo.

– Y yo estoy haciendo el mío.

Se vuelve hacia los soldados y vuelve a ordenarles que paren y desistan.

– Escuche -dice Art-, no quiero que le hagan daño.

– Pues cierra los ojos. -El hombre se fija en la expresión consternada de Art-. No te preocupes -añade-, no me tocarán. Soy un cura. Un obispo, en realidad.

¿Un obispo?, piensa Art. ¿Vete a tomar por el culo? ¿Qué clase de cura… perdón, obispo, utiliza ese tipo de…?

Una ráfaga de ametralladora interrumpe sus pensamientos.

Art oye el pop-pop-pop sordo de un AK-47 y se arroja al suelo, lo más pegado al suelo posible. Levanta la vista y ve que el cura sigue de pie, como un árbol solitario en una pradera, mientras todos los demás han mordido el polvo, con la cruz en alto, gritando hacia las colinas, ordenando que dejen de disparar.

Es una de las cosas más increíbles y valientes que Art ha visto en su vida.

O estúpida, o loca.

Mierda, piensa Art.

Se pone de rodillas, salta hacia las piernas del cura, le obliga a caer y lo inmoviliza.

– Las balas no saben que es un cura -le dice.

– Dios me llamará cuando llegue mi hora -replica el cura.

Bien, pues Dios casi acaba de descolgar el teléfono, piensa Art. Se queda tirado en el suelo al lado del cura hasta que el tiroteo cesa, después se arriesga a levantar la vista y observa que los soldados han empezado a alejarse de la aldea, en dirección al origen de los disparos.

– ¿No te sobrará un cigarrillo? -pregunta el cura.

– No fumo.

– Puritano.

– Le matará -dice Art.

– Todo lo que me gusta me matará -replica el cura-. Fumo, bebo, como demasiado. Sublimación sexual, supongo. Soy el obispo Parada. Puedes llamarme padre Juan.

– Está usted loco, padre Juan.

– Cristo necesita de locos -dice Parada al tiempo que se pone en pie y se sacude el polvo. Pasea la vista a su alrededor y sonríe-. Y el pueblo sigue en su sitio, ¿verdad?

Sí, piensa Art, porque los gomeros empezaron a disparar.

– ¿Tiene nombre? -pregunta el cura.

– Art Keller.

Le tiende la mano. Parada la acepta.

– ¿Por qué estás quemando mi país, Art Keller? -pregunta.

– Como ya he dicho, estoy…