Pero esa jodida guerra.
Esa maldita guerra.
Como mucha gente, vio por televisión los helicópteros despegar de los tejados de Saigón. Como muchos veteranos, salió a emborracharse aquella noche, y cuando le ofrecieron subirse al carro de la nueva DEA, agarró la oportunidad al vuelo.
Antes lo habló con Althie.
– Tal vez se trate de una guerra en la que valga la pena participar -dijo a su mujer-.Tal vez sea una guerra que podamos ganar.
Y ahora, piensa Art mientras espera a que don Pedro aparezca, puede que estemos cerca de conseguirlo.
Le duelen las piernas de tanto estar sentado, pero no se mueve. Su período en Vietnam le enseñó a no hacerlo. Los mexicanos dispersos en la maleza a su alrededor siguen una disciplina similar, veinte agentes especiales de la Dirección Federal de Seguridad mexicana (DFS), armados con Uzis y vestidos con uniformes de camuflaje.
Tío Barrera lleva traje.
Incluso aquí, en la maleza, el ayudante especial del gobernador luce su típico traje negro, camisa blanca de cuello con botones, corbata negra muy delgada. Parece a gusto y sereno, la imagen personificada de la dignidad masculina latina.
Recuerda a uno de aquellas estrellas cinematográficas de los años cuarenta. Pelo negro peinado hacia atrás, bigotillo, delgado, rostro hermoso con pómulos que parecen tallados en granito.
Los ojos tan negros como una noche sin luna.
Oficialmente, Miguel Ángel Barrera es poli, policía del estado de Sinaloa, guardaespaldas del gobernador del estado, Manuel Sánchez Cerro. Extraoficialmente, Barrera es la mano derecha del gobernador, el encargado de lavar los trapos sucios. Y como Cóndor es, desde un punto de vista técnico, una operación del estado de Sinaloa, Barrera es el tipo que dirige en realidad el cotarro.
Y a mí, piensa Art. Si he de ser sincero, Tío Barrera me está dirigiendo a mí.
Las doce semanas de entrenamiento en la DEA no fueron particularmente duras. Art podía superar con facilidad la carrera de cinco kilómetros y jugar al baloncesto, y la parte de autodefensa era muy poco sofisticado en comparación con Langley. Los monitores les ordenaban practicar lucha libre y boxeo, y Art había terminado tercero en el San Diego Golden Gloves cuando era jovencito.
Era un peso medio mediocre con buena técnica pero manos lentas. Descubrió la dura verdad de que la velocidad no se aprende. Era lo bastante bueno para colarse en los rangos superiores, donde se podían recibir buenas palizas. Pero demostraba que era capaz de encajarlas, lo cual le granjeó el respeto cuando era un chico mestizo del barrio. Los aficionados al boxeo mexicanos respetan más lo que un boxeador es capaz de aguantar que lo que es capaz de atizar.
Y Art era capaz de aguantar.
Después de que empezara a boxear, los chicos mexicanos le dejaron en paz. Hasta las bandas le rehuían.
Sin embargo, en las sesiones de entrenamiento de la DEA se obligó a no abusar de sus oponentes en el ring. Era absurdo apalizar a alguien y ganarse un enemigo solo para exhibirse.
Las clases de procedimiento de defensa de la ley eran más duras, pero salió airoso, y el entrenamiento de drogas era fácil, con preguntas del tipo: ¿Puede identificar la marihuana? ¿Puede identificar la heroína? Art resistió el impulso de contestar que en casa siempre podía.
La otra tentación que resistió fue la de acabar primero de la clase. Podía conseguirlo, sabía que podía, pero decidió volar bajo. Los policías ya estaban convencidos de que los tipos de la Compañía estaban pisando su terreno, de modo que lo mejor era andarse con tiento.
De modo que se lo tomó con calma en el entrenamiento físico, mantuvo silencio en clase, falló algunas preguntas de los exámenes. Aprobó, pero no brilló. Mantener la calma en el campo de entrenamiento era más difícil. ¿Prácticas de vigilancia? Pan comido. ¿Cámaras ocultas, micrófonos, pinchar teléfonos? Podía instalarlos dormido. ¿Encuentros clandestinos, cajas muertas, cultivar una fuente, interrogar a un sospechoso, reunir información, analizar datos? Podría haber sido el profesor del curso.
Mantuvo la boca cerrada, se graduó y fue nombrado agente especial dé la DEA. Le concedieron dos semanas de vacaciones y le enviaron derecho a México.
A Culiacán.
La capital del tráfico de drogas del hemisferio occidental.
La ciudad del mercado de opio.
Las entrañas de la bestia.
Su nuevo jefe le dispensó una bienvenida cordial.Tim Taylor, el Agente Residente al Mando, el ARM, ya había traspasado el escudo de Art y visto a través de la película transparente. Ni siquiera levantó la vista del expediente. Art se sentó al otro lado del escritorio y el tipo preguntó:
– ¿Vietnam?
– Sí.
– «Programa de Pacificación Acelerada»…
– Sí.
Programa de Pacificación Acelerada, también llamado Operación Fénix. El viejo chiste decía que un montón de tíos alcanzaron la paz.
– La CIA -dijoTaylor, y no era una pregunta, sino una afirmación.
Pregunta o afirmación, Art no contestó. Sabía lo esencial sobre Taylor: un tipo de la antigua ONDP que había vivido la época de los recortes presupuestarios. Ahora que las drogas eran una prioridad, no pensaba perder sus ganancias, que tanto le había costado conseguir, por culpa de una remesa de chicos nuevos.
– ¿Sabes lo que no me gusta de los Vaqueros de la Compañía? -preguntó Taylor.
– No. ¿Qué?
– No sois policías -replicó Taylor-. Sois asesinos.
Que te den por el culo, pensó Art. Pero mantuvo la boca cerrada. La mantuvo cerrada con firmeza mientras Taylor se lanzaba a una perorata sobre por qué no quería que Art le viniera con chorradas de vaquero. Sobre todo eso que formaban un equipo y Art debía ser un «jugador del equipo» y «atenerse a las normas».
Art habría sido de buena gana un jugador del equipo si le hubieran dejado entrar en él. Pero tampoco le importaba gran cosa. Cuando creces en un barrio siendo hijo de padre anglosajón y madre mexicana, no entras en ningún equipo.
El padre de Art era un hombre de negocios de San Diego que sedujo a una chica mexicana mientras estaba de vacaciones en Mazat-lán. (Art consideraba curioso que hubiera sido concebido, aunque no naciera allí, en Sinaloa.) Art padre decidió hacer lo correcto y se casó con la chica, una opción no demasiado dolorosa, pues era una belleza. Art heredó de su madre la apostura. Su padre se la llevó a Estados Unidos, pero luego decidió que la chica era como tantas otras cosas que puedes conseguir en México cuando vas de vacaciones. Tenía mejor aspecto en la playa iluminada por la luna de Mazatlán que a la fría luz anglosajona de la vida cotidiana norteamericana.
Art padre la abandonó cuando Art tenía un año. Ella no quiso desprenderse de la única ventaja que tenía su hijo en la vida (la ciudadanía estadounidense), así que fue a vivir con unos parientes lejanos a Barrio Logan. Art sabía quién era su padre. A veces se sentaba en el pequeño parque de la calle Crosby, miraba los altos edificios de cristal del centro e imaginaba que entraba en uno de ellos para ver a su padre.
Pero no lo hacía.
Art padre enviaba cheques (puntuales al principio, esporádicos después), y de vez en cuando le daban ataques de paternalismo o culpabilidad y aparecía para ir a cenar con Art o a un partido de padres. Pero esos encuentros eran torpes y forzados, y para cuando Art entró en el instituto las visitas habían remitido por completo.
Igual que el dinero.
Así que no fue fácil cuando Art, con diecisiete años, tomó por fin la decisión de ir hasta el centro, entrar en el edificio alto de cristal, plantarse en el despacho de su padre, dejar sobre el escritorio sus brillantes notas del Test de Aptitud Escolar y la carta de aceptación de la UCLA, y decir:
– No te asustes. Lo único que quiero de ti es un cheque.
Lo recibió.
Una vez al año durante cuatro años.